martes, 28 de octubre de 2014

La apuesta de Jung.



El paciente Job,
Gerard Seghers
(2º cuarto siglo XVII)


Anglófilo, siento hacia la cultura alemana una distante admiración. Mal que le pese a Francia, Alemania ha sostenido siempre el destino de Europa. Esta carga ha presionado de manera intolerable el fondo de su conciencia. La historia de su pensamiento y de su arte es, así, temiblemente teológica, desde el Sacro Imperio, pasando por la Reforma, hasta las diversas constituciones de su Reich. Ni el nazismo, que redujo cuanto tocó a infernales cenizas, destruyó su voluntad de representación. Nadie mejor que ella ha penetrado los secretos del Espíritu. Quizás por ello, nadie, tan suicidamente, ha pecado una vez y otra vez contra él.

Leo maravillado, es decir, horrorizado, o viceversa, el opúsculo Respuesta a Job del psicoanalista Carl G. Jung (1875-1961). Dos datos en apariencia menores, que el autor menciona casi en sordina, enmarcan la tesis de fondo proporcionándola una singular resonancia a la vez histórica y psíquica. Por un lado, Jung escribe su primera obra “teológica” en la ancianidad. Publicada en 1952, este breve volumen, por otra parte, conecta dos sucesos contemporáneos muy dispares a primera vista: el temor de la guerra atómica –tan viva en medio de la Guerra de Corea (1951-1953)- y la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María (1950).

Respuesta a Job puede ser interpretada como un tratado de soteriología del inconsciente, con un valor explicativo de su época y extrañamente profético con respecto a la nuestra. No cabe decir que la salvación que propone es, a la vez, completamente blasfema y herética. No obstante, si se quiere pensar a fondo las transformaciones espirituales del siglo XX, este libro es una guía que contiene no pocas de sus claves. La blasfemia más horrible puede llegar a intuir el misterio de Dios con la penetración de una súplica pura, pues ambas brotan del contacto con la divinidad.

El punto de partida de aquellas páginas es precisamente ese presupuesto hermético. Como la nueva figura del alquimista, el psicólogo se adentra en la dualidad antitética que constituye el fundamento de una realidad que no es sólo física sino, muy especialmente, anímica: inconsciente-consciente, pleroma-mundo, símbolo-suceso… Tal desdoblamiento tiene lugar también en el interior de Dios. El núcleo argumentativo se resume, así, en este lema cuya comprensión recta, en el sentido junguiano, libera aterradoramente: Dios puede ser amado, pero debe ser temido.

Básicamente, la respuesta a Job es la encarnación de Dios, pero Cristo no es, en último término, el hecho central de la historia, sino el anticipo pleromático de una nueva Creación que acontecerá con las bodas del nuevo Hijo con la Mujer solar del Apocalipsis. Esta unión refleja la hierogamia de la Sofia –la Sabiduría- con la divinidad. Hasta llegar a este punto, Jung va tejiendo un hilo entre Job, Jesucristo y las visiones apocalípticas de san Juan.

Lo sorprendente de Jung es su agilidad. La experiencia de la vejez se combina con la ligereza de la infancia. El profesional psicoanalista se disfraza con los atributos de Hermes: sandalias, sombrero y caduceo. Reflexiona desplazándose constantemente. Se descentra para que emerja su centro. Como el gallo, ataca defendiendo las posiciones enemigas. Como la tortuga, defiende atacando las posiciones amigas.

Según los ángulos desde que enfoca sus análisis, Jung puede ser sucesiva o combinadamente agnóstico, protestante liberal, ateo, católico, marcionita, joaquinista, monofisista, etc. Y desde cada enfoque oponerse a los otros. Es la suya, pues, una gnosis inteligentísima que, aunque sus huellas hayan marcado las versiones cada vez más empobrecidas de la New Age, siguen planteando las preguntas radicales del ser humano: ¿por qué hay mal?; ¿por qué Dios lo permite?; ¿por qué debe sufrir el inocente? A fin de cuentas, como me repite mi amigo germanófilo, si se es coherente con la afirmación de una completa inmanencia, debería darse la razón a Nietzsche: ¿qué diferencia hay entre bien y mal? Dios y Satán serían las dos caras de una misma moneda. Jung lo sostiene con indiferencia, como un principio de equilibrio cósmico.

La parte final del libro es apocalíptica en un sentido parcial. Dios procura compensar su injusticia con Job haciéndose hombre y, por tanto, iniciando un proceso de individuación que no puede acabar en Cristo, más divino que humano, pues la bondad y el amor que predicó ejercerían una presión angustiosa sobre la psique. Históricamente –y la guerra atómica lo probaría- Jung mantiene que estamos al final del eón cristiano. La nueva fase redentora reclamaría que el hombre pecador se haga Dios, para que así culmine su pleromática procesión trinitaria. De algún modo, Jung se siente el Bautista de este nuevo Evangelio que, eterno, adopta también formas temporales; por ejemplo, el uso de las biociencias.

Desde el Apocalipsis hemos vuelto a saber que a Dios no sólo es preciso amarlo sino también temerle. Dios nos llena de bien y mal. De lo contrario, en efecto, nada habría que temer de él, y puesto que Dios quiere hacerse hombre, la unión de su antinomia tiene que verificarse en el ser humano. Para el hombre tal cosa representa una nueva responsabilidad. El hombre ya no puede seguir escudándose detrás de su insignificancia y nulidad, porque el Dios tenebroso ha puesto en sus manos la bomba atómica y las armas químicas, confiriéndole así poder para derramar las apocalípticas copas de la ira sobre sus semejantes. Puesto que ese poder se ha convertido en cierto modo en un poder divino, el hombre ya no puede seguir permaneciendo ciego e inconsciente. El hombre tiene que conocer la naturaleza de Dios y lo que sucede en el reino metafísico para comprenderse a sí mismo y llegar de este modo a conocer a Dios”.

Hombre pecador, ciego e inconsciente, alzo la vista hacia las nubes. Impresas en mi fantasía las llagas de Job, anhelo todavía vislumbrar una Creación renovada, la del bien y del amor, la de las manos y el costado del Hijo del Hombre.


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