martes, 2 de septiembre de 2014

Anacoreta ácrata.




Interior de la Catedral de Amiens,
Foto de Donna di Cavalcanti (2014)



En una reunión de voluntariado cristiano hace muchos años, la responsable, completamente fanatizada por un discurso prefabricado de amor y revolución, a sueldo de ICADE, mirándome con furia seca, me espetó en público como un anatema, como una orden de expulsión: “¡Eres un anarquista!”.

Desde que tengo uso de razón he creído que la autoridad tiene origen divino. Debe de ser por ello que jamás he podido sujetarme por mucho tiempo a las autoridades de este mundo. Mi reino no debe de ser suyo. Desde mis tiempos escolares a los de mis hijos, me he visto obligado a enfrentarme con toda suerte de maestros, sacerdotes, catedráticos y monjas. He procurado no devolver jamás mal por mal, sin ni siquiera desobedecer intencionadamente. Me he limitado a constatar y a defender como principio sagrado que el efecto no es la causa: que alguien tenga autoridad no quiere decir que sea necesariamente la autoridad. A consecuencia de mi inhabilidad, he experimentado la proliferación del silencio a mi alrededor, de los murmullos (¿o murmuraciones?) en las periferias de mis relaciones sociales.

Y ahora que tengo hijos el autoritarismo escolar me pilla viejo y cansado, pero igual de guerrero. Frente a padres histéricos y maleducados, muchos responsables pedagógicos, maleducados e histéricos, han desarrollado, para contenerlos junto a a sus (reducidas) proles, grotescas y perversas técnicas de manipulación. Tienen como fin lograr que se comporten como ellos han decidido (bueno, prefiere que se diga "investigado"). Antes era por sus "santos cojones" -actualmente la palabra es de género epiceno-; ahora porque sus interlocutores no se dan cuenta de qué les conviene. Ante ese paisaje de bárbara tecnología, un monje güelfo debe acabar ejerciendo de samurai pobre y proscrito, contra su propia voluntad.

Durante los últimos tres años hemos intentado proteger a mi hijo mayor –todo una pieza, por otra parte− de la cacería pedagógica de una maestra lunática y del sinuoso director que sonríe tanto y que dialoga tanto que está encantado de tener siempre la razón. Mi hijo al final desquiciadamente –y sus padres, al borde del frenesí- nos hemos obcecado en no dársela.

¿En nombre de qué valor esa pedagogía actual, arbitraria, liberalmente represiva y técnicamente descabellada, fracasada sin paliativos, que sólo sabe de protocolos y de competencias, puede pedir a unos padres que participen en el despiece emocional e intelectual de su hijo? ¿Es necesario reconstruirlo en función de unos vomitivos criterios que garantizan a un grupo de mediocres vividores tener un sueldo decente y aplanar cualquier atisbo de individualidad moral y estética?  ¿Es transtorno no entender la fantasía chamánica de que las palabras "diálogo" y "paz" no suprimen los conflictos por el mero hecho enunciarlas campanudamente? 

Han destruido a conciencia el concepto de autoridad en los últimos cuarenta años y quieren restituirlo a los únicos efectos de poder controlar las consecuencias de su propia ineptitud. Reclaman la adhesión a una jerga que les permite mantener sus equilibrios laborales. Mientras, los buenos profesionales han sido desplazados y descolocados. Sobreviven como pueden a esa inmundicia moral que, manteniéndolos en un estado de tensión continuo, impide cuestionar un sistema aberrante que combate el fracaso escolar con tasas de eficiencia y no con alfabetización.

Tras visitar a psicopedagogos y a psiquiatras hemos sacado en claro que somos muy tradicionales (forma sutil de llamarnos autoritarios) y de que nuestro hijo, cuando está angustiado, puede llegar a mostrarse agresivo. Ningún diagnóstico ha concluido la necesidad de tratamiento. Cuando pedimos explicaciones sobre la política de castigos o sobre la equidad y la proporcionalidad de las prácticas disciplinares, nos dicen que siguen los valores -¡puajjj!- del Evangelio y que los desafíos del niño se deben a que nos resistimos a colaborar y que somos nosotros quienes nos debemos confesar abiertamente -sin esas reticencias que manifestamos- delante de esas siniestras agencias para las que la normalidad consiste en la anulación de cualquier atisbo de actitud reactiva, es decir, crítica.

El director de la escuela, un pelele con pretensiones, me ha llegado amenazar con hacer uso de informes particulares que le habrían hecho llegar instituciones oficiales. Cuando le he exigido que me los enseñase, ha gritado que estaba desacreditando a todo el mundo y que no podía aceptar que le llamase mentiroso. Sus putrefactas paridas consistían en unas supuestas notas personales de unas presuntas conversaciones telefónicas. No me extraña que ese sujeto, tan simpático y tan posmoderno, dude de la verdad o de la falsedad; sólo hay interpretaciones. Nunca tiene problemas con nadie; son los demás los que, incomprensiblemente, tienen problemas con él. ¿Por eso acostumbras a ir con la camisa por fuera de los pantalones? Quédate, macho, con tu prosa de alcantarilla y con la prepotencia servil de quienes dirigen tu patronal, al servicio de los intereses convergentes de los democristianos. ¿Dónde vivirías mejor? Cuídate, ya apenas quedan monjas ni frailes... Tal vez te estés entrenando para nuevos retos, ¿para cuando la propiedad pase a manos de la Fundación por extinción de la Congregación...?

Mis hijos no volverán a pisar una escuela cristiana en Cataluña. Las familias numerosas somos nada. Una minoría marginada hasta en la pastoral familiar. Una reliquia fanática y conservadora de la época premoderna. ¿En qué nos ayudan, si no descubrimos vocación alguna a ningún movimiento? Con condescendencia a la que no sabemos corresponder con una adhesión de “serena germanor”. 

Pienso ahora de nuevo en la santa indignación de san Bernardo en 1140 ante la ética y la teología de las intenciones del sórdido Pedro Abelardo. Lo siento, Bernardo: Abelardo ha ganado la partida de revancha, aunque tan irascible y soberbio como entonces. Queda retirarse entretanto a un eremitorio, al amparo de las periferias, públicas y laicas, que tanto le gustan al papa Francisco. Es paradójicamente defensa fidei.

Los ritos que, siguiendo el ciclo del año, se realizan en el oficio divino, son signos de las más altas realidades, contienen los más grandes sacramentos y toda la majestad de los celestiales ministerios. Han sido instituidos para gloria del jefe de la Iglesia, el Señor Jesucristo, por unos hombres que han comprendido toda la sublimidad de los misterios de su Encarnación, Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión, y que han sabido proclamarla con la palabra, las letras y los ritos… Pero celebrarlos y no comprenderlos es como hablar sin saber lo que se dice. Ahora bien, el apóstol san Pablo aconseja a quien tenga el don de hablar, que ore para que obtenga la interpretación de lo que dice. Entre los carismas espirituales con que el Espíritu Santo enriquece a su Iglesia, debemos cultivar con amor el de comprender lo que decimos en la oración y en la salmodia: no es nada menos que una manera de profetizar” (Ruperto de Deutz, De divinis officiis).


Levantamos los ojos al cielo, en el interior de la catedral de Amiens. Espacio puro de la eternidad, el crucifijo emerge lateralmente. Yo quisiera ser, con mi mujer, arco ojival.


2 comentarios:

  1. Perdona la irrupción en tu blog. Podrías, si no es molestia, poner un ejemplo de alguno de los hechos de tu hijo mayor. Considero necesario, pues el mío podría estar pasando por algo semejante, pero no lo sé y por momentos el lenguaje utilizado no me permite saberlo con certeza

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  2. Es un niño travieso que le gusta hacer bromas y que, a veces, se pasaba de vueltas en clase o en el patio. Aparte del castigo concreto, completamente justificado, se solía culpabilizarle públicamente de no responder adecuadamente a "la solidaridad, el diálogo y la paz" que se le ofrecía, cosa que lo desestabilizaba delante de la clase. Cuando algo pasaba colectivamente, aquello no era Fuenteovejuna -todos a una-, sino que operaba un mecanismo girardiano de chivo expiatorio que incomodaba tanto como aliviaba al responsable educativo. Todo muy sonriente, muy aparentemente soft, pero implacable: si hablas, un punto menos en mates; si te peleas, sin salir al patio; si lo otro, tal otra cosa. La situación se desmadró, pese a nuestros avisos: si castigas a alguien constantemente, ya no hay fin porque no hay nada que perder; a no ser, claro, que pongas al niño bajo medicación. Mi experiencia es que esta escuela jamás hace autocrítica; es como reconocer que son malos profesionales.

    Privadamente con el niño se intentaba proyectar hacia casa las causas de la situación de conflicto . Se intentaba atraerle fomentando dependencias afectivas ("Puedes confiar en nosotros", "Queremos ayudarte", "Tienes un problema y deberías reconocerlo", "¿No te das cuenta que te apreciamos?" "¿Por qué nos tratas así?"...). Con sus reacciones, debidamente anotadas, se elaboraban informes psicopedagógicos completamente asépticos, a partir de los que reproducir con los padres los mismos mecanismos psicológicos de dependencia ("Si no hacéis lo que os decimos, no os importa vuestro hijo...", "Necesitáis también ayuda...", "Somos profesionales a vuestra disposición...", "¿No os dais cuenta de ..." "Tenemos otras informaciones...", "Nos quitáis la autoridad...").

    Obviamente, existía un malestar de fondo en la escuela por una actitud crítica nuestra, explícita, razonable, respetuosa, con respecto a ciertos planteamientos concretos, también de tipo económico, de la dirección de la escuela.

    Llegado a un punto, mi consejo es acudir a la inspección educativa. Intentan facilitar al máximo una solución satisfactoria para los padres, si no es claramente una situación clínica.

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