martes, 9 de septiembre de 2014

Patria nuestra que estás...



San Miguel Arcángel 
(San Esteban de Gormaz),
Cavalcanti (2014)


Ante la proximidad de la Diada de Cataluña, que a contracorriente es también mía, me viene a la memoria la frase que selló mi destino de lletraferit. Castellanista hasta la médula, mi profesor de literatura en el bachillerato espetó a mi apellido catalán pronunciándolo impecablemente: “No se olvide. Nosotros perdimos nuestras libertades nacionales doscientos años antes que ustedes”. 

A fe que jamás se me ha olvidado: 23 de abril de 1521, Villalar. Aquel día fue simbólicamente decisivo en términos políticos, económicos y hasta religiosos. La historia de España no habría sido tan gloriosa, pero quizás no tan deprimente. Al lado de Rafael Casanova, los nombres de Juan Bravo, Juan de Padilla y Francisco Maldonado deberían ser recordados como héroes auténticamente nacionales. Con sus errores y con sus aciertos, sin santificarlos.

Doble paradoja. Mientras Menéndez Pelayo arremetía contra la cortedad de miras de los comuneros, ensalzaba simultáneamente la renaixença catalana. Desde El Empecinado a Manuel Azaña o José Antonio Maravall, un grupo notable de liberales, opuestos al programa identitario de los nacionalismos periféricos, leyeron el levantamiento de las Comunidades como una primera revolución moderna, aunque Ángel Ganivet y, después, Gregorio Marañón atacaran su "medievalizante" descentralización frente a la modernidad cuyo reinado habría venido hasta nosotros de la mano del extranjero Carlos I. Lo cierto es que la incipiente industria castellana quedó herida de muerte y del retroceso económico que provocó Castilla no logró recuperarse al menos en veinte años.

Los nudos gordianos (en plural) de la historia española se superponen sin que sea fácil descubrir los puntos donde se forman separándose: austracistas y borbónicos, liberales y tradicionalistas, republicanos y conservadores... Quizás puede encontrarse alguna explicación lejana en los dos rasgos fundamentales que el historiador Joseph Pérez ha destacado para entender el significado de la revuelta castallanista: rechazo del Imperio y reorganización política de la relación entre rey y reino; a saber, soberanía y articulación territorial. Parece que aún no se ha encontrado la manera de asegurar que se haga la voluntad nacional.

No entiendo el secesionismo, porque atenta contra el sentido común: la Península es una unidad geográfica y política desde la conquista romana; pero tampoco acabo de comprender las apelaciones unitaristas, porque económica y socialmente España se ha formado, a lo largo de la historia, por común acuerdo. El pan nuestro de cada día se debe ganar respetando las necesidades históricas de la tradición.

La insolvencia intelectual de los nacionalismos se manifiesta en el extremo grotesco de reclamar el "derecho a decidir" de unos límites territoriales provinciales. Els Països catalans pueden ser un delirante proyecto político, pero tienen incluso más fundamento histórico que la independencia de una Comunidad (oh, la palabra) autónoma. Ahora bien, ante la deslealtad de los nacionalismos oponer ahora un Estado recentralizado es un error  -racional, pero error- como confundir la declaración del estado de excepción con la garantía del orden público. ¿Nos perdonaremos nuestras ofensas?

Se puede ser y se debe ser libre e igual, pero sin conciencia fraterna una nación está condenada a la destrucción. ¡Vivan las caenas! En nuestra patria la igualdad se ha solido confundir con el igualitarismo; y la libertad con el localismo de élites particulares, escondiendo que aquí cada uno va a lo suyo, sin criterio, sin orden, sin jerarquía. Puestos a elegir, me quedo con la Constitución, ese pacto posible e inverosímil en sentido aristotélico. Pero, a diferencia de la Constitución americana, la del 78 no fundó nuestra nación, sino un modelo político que, aparte de paz, de prosperidad y de libertad, que ya es mucho, ha permitido no pocos desfalcos, económicos y morales. En nuestra historia las ofensas al prójimo se suelen olvidar a la medida de las conveniencias de cada cual.

Sin una idea trascendente, metafísica, es decir, sacramental, insisto en que un país se disgrega. Basta leer a los trágicos griegos para saber que la polis, sin apoyarse en las leyes divinas, siempre está cercada por las fuerzas del caos. En el momento de los divorcios o de las muertes, como la de Polinices y Eteocles, el reparto de los bienes o de las herencias procuran los enfrentamientos más mezquinos e implacables, cayendo en toda suerte de tentaciones; por ejemplo, haberse repartido ya el botín.

Roland es un héroe francés y Arturo un héroe británico. El Cid seguirá siendo solo un héroe castellano. Poética e históricamente, el enfrentamiento de Díaz de Vivar con Ramón Berenguer, relatado al final del Cantar primero del Poema del Mio Cid, es de una sutileza irónica que, angustiosamente, sigue sin tener fin. Apresado, el conde de Barcelona ayuna para no cumplir la exigencia del Cid de que coma –de que acepte su derrota− si quiere recuperar la libertad, aunque no los bienes que le ha ganado en batalla. La conversación final, llena de agravios mutuos, sigue dejando sin respiración en su trágica comicidad. Líbremonos de ese mal.

El conde don Remont     entre los dos es entrado;
fata cabo del albergada      escurriólos el castellano:
“Ya vos ides, conde,      a guisa de muy franco,
en grado vos lo tengo       lo que me avedes dexado.
Si vos viniere emiente      que quisiéredes vengallo,
si me viniéredes buscar,      fallarme podredes;
e, si non, mandedes buscar:
o me dexarades / de lo vuestro,      o de lo mío levarades algo”.
“Folguedes ya, Mio Cid,     sodes en vuestro salvo;
pagado vos he        por todo aqueste año,
de venir vos buscar        sól non será pensado
(Poema Mio Cid, I, 1066-1076).

Héroes de España, rogad por nosotros.


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