martes, 26 de agosto de 2014

La refutación "güelfa" de Guiu de Terrena.



Santa Catalina ante el Papa en Aviñón,
Giovanni di Paolo (1460-1463)


De modo imprevisto me topo con una edición trilingüe –en latín, catalán e inglés− de la refutación inédita de los errores contenidos en el Defensor pacis (1324) de Marsilio de Padua. Está redactada por un carmelita catalán llamado Guiu de Terrena (1270-1342), que fue, además de prior general de su Orden, obispo de Mallorca y de Elna –la actual Perpiñán− y consejero del primer papa aviñonés Juan XXII. Un volumen en apariencia tan filológico, tan académico (Santa Coloma de Queralt, 2014), guarda un tesoro de inteligencia que, en su fragmentariedad y en su latín eclesiástico y canonista tan moliente, admite lecturas extrañamente contemporáneas.

El coordinador de la edición, Alexander Fidora, presenta con sucinta claridad la trayectoria intelectual de este fraile cuyo consejo fue muy apreciado en los primeros compases, tortuosos como todos aquellos tristes años, del papado aviñonés. Fidora expone también la estructura y fuentes de la refutación de fray Guido en un triple nivel teológico: histórico, lógico y exegético. Analiza finalmente su huella en la bula papal Licet iuxta doctrinam (1327) en que se condenaban expresamente los errores de Marsilio y de su colega Juan de Jandun, comparando su informe con los que también solicitó el papa Juan al agustino Guillermo de Cremona y al carmelita Sibert de Beeck. 

Parece que los tres informantes no habían tenido acceso directo a la obra del ex-rector parisino Marsilio, sino que elaboraron su dictamen sobre un elenco de proposiciones presentadas en sus rasgos generales. Aun así, resulta evidente que supieron enmarcar el debate en sus justos términos, sin deformar el pensamiento marsiliano al que, por otra parte, como es lógico se oponían. ¡La oscura integridad medieval…!

Siete siglos después produce cansancio advertir que el laicismo posrevolucionario, y el cristianismo liberal, actualizan exasperadamente las mismas discusiones, con un prurito de modernidad que debería de empezar a resultar ridículo, si no fuera por su implícita violencia. Oyendo hablar de colegialidad, de conciliarismo, de democracia interna, de derechos humanos en la Iglesia, como si las luces ilustradas aún hubieran de despejar las sombras oscurantistas de una institución anacrónica, regresan con fuerza los enunciados de la bula de Juan XXII.

Cada paso que parece ganarse para la libertad y la igualdad pasa a ser ocupado y garantizado –yo diría invadido− por la figura del “imperium”. Si Pedro no pudiera atribuirse más autoridad que ningún otro apóstol, pues Cristo no lo habría designado como vicario suyo, entonces al emperador correspondería de pleno derecho instituir, deponer o castigar al Papa, como hizo Luis IV de Baviera con el propio Juan XXII. Si todos los sacerdotes, incluido el Papa, tuvieran la misma autoridad y jurisdicción, sólo el emperador, de acuerdo con sus leyes y sus intereses, podría castigar o permitir que se castigase en la Iglesia. Dad al César lo que es suyo, es decir, todo lo vuestro.

En el manuscrito de la confutatio de nuestro Guiu, doctor breviloquus, sólo se conserva su respuesta al primer error: que los bienes temporales de la Iglesia están sometidos al emperador, que puede considerarlos suyos. En Mt. 17, 24-27, Cristo pagó el impuesto del dracma haciendo que Pedro fuese al lago a pescar un pez de cuya boca pudiera sacar la moneda. Marsilio de Padua concluía que Jesús cumplió por obligación y no por condescendencia o por libre disponibilidad.

Tras leer al obispo Guido, uno echa en falta el rigor y la precisión intelectual, además de la valentía eclesial, de aquellos pastores. Cuando escucho los argumentos de la discusión en torno a la propiedad de la Catedral-Mezquita de Córdoba, o sobre el pago del impuesto del IBI, o sobre la asignatura de religión, y a continuación atiendo la defensa de nuestros obispos echando mano de la Constitución, de los Acuerdos con la Santa Sede, de los enormes beneficios sociales de su labor asistencial, etc., a mí se me cae el alma a los pies.

La Iglesia no quiere entender que los tiempos del trono y del altar se han acabado en cualquiera de sus formas. Si la Iglesia quiere ser libre, debe asumir que en su misma constitución divina se opone irremediablemente a los poderes de este mundo. Si Roma –y difícilmente Aviñón− significa algo es precisamente la resistencia, el residuo de legitimidad teocrática, que impide que el mismo Estado se despeñe por formas, a cual históricamente más monstruosa, de despotismo y de tiranía enloquecidos. Comprendo que estas palabras suenen cavernícolas, pero sin Dios y bajo Moloch, limitada a tareas meramente asistenciales en el ámbito social y educativo, ¿no le bastaría al Estado desarrollar una ley de libertad religiosa para garantizar realmente la irrelevancia profética de la Iglesia Católica en España?

“Así pues es erróneo y herético y va contra la Escritura decir que el emperador podría tomar como suyos todos los bienes de la Iglesia. Además, si el emperador puede tomar, según el deseo de su voluntad, todos los bienes temporales de la Iglesia, entonces, sin objetos temporales, los sacerdotes de la Iglesia no podrían oficiar, razón por la cual el Señor ordenó que “quien sirva al alta, viva del altar”. Por tanto, si el emperador puede tomar lícitamente los bienes temporales de la Iglesia como suyos, también podría eliminar lícitamente el culto divino y el oficio divino. Decir esto es completamente blasfemo y del todo herético, ya que equivale a decir que el hombre podría legislar contra el precepto divino, por ejemplo, ordenando que no se honre a Dios ni se le sirva con el debido obsequio sino que se obedezca al hombre más que a Dios, el cual ordenó por medio del profeta: «Aclamad a Dios todos los pueblos de la tierra, servid al Señor con alegría»”.

Sin el culto y el oficio divinos, ¿qué último refugio encontrarían los nonatos y los enfermos irreversibles?


2 comentarios:

  1. Pero justamente cuando se esgrime la Constitución, los acuerdos, etc., se hace para defender la libertad de la Iglesia, no para demandar protección del estado. Con Carlomagno como con Carlomagno y ahora como ahora.

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  2. De acuerdo, pues cuando uno esgrime el código civil también lo hace para defender sus derechos individuales, no para demandar protección del Estado. Y, como dices, la Iglesia hace muy bien defendiendo sus derechos aquí y ahora, pero ¿basta con ello? Algunos de sus silencios son muy elocuentes. Quiero decir que los Acuerdos legítimamente pueden ser mantenidos, revisados o derogados y que la Constitución no es inmutable ni unívoca. El derecho positivo es importante, no definitivo. En cualquier caso, más que en Carlomagno estaba pensando en san Ambrosio... ¡Muchas gracias por tu comentario!

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