martes, 19 de agosto de 2014

The fool Herzog.



Excursion into philosohy ,
Edward Hopper (1959)


Dado que el único espacio donde logro orientarme son las naves de las catedrales y los claustros de los monasterios, cada vez que me adentro en la selva de una novela llevo siempre en la mano una brújula del tiempo.

En Northop Frye, en Käte Hamburger y, sobre todo, en Mijail Bajtín he aprendido, de una u otra manera, siempre torpe, que la ficción crea un espacio físico y moral no a través del lenguaje sino por el lenguaje mismo. Discípulo perezoso, suelo perderme por esas callejas en que, a fogonazos, se vislumbran los reflejos de la Jerusalén celeste: la nueva creación de una humanidad triturada hasta entonces bajo el peso de su deseo. Freud lo vio sin concesiones: eros y thanatos.

Como digo, a fin de soportar la culpa de mi ceguera espacial, he intentado desarrollar una especial percepción de los pliegues temporales. Antes de la instauración del reino imaginario, estoy atento a los signos apocalípticos de la segunda venida. Escatológicamente, el ritmo de la auténtica literatura se basa no en la síntesis sino en la repetición. No en el recuerdo, no en la anamnesis, sino en la prueba de la libertad. Según Kierkegaard, la categoría de la prueba “emplaza al hombre en una relación de oposición estrictamente personal a Dios, en una relación que por ser tal le impide al hombre contentarse con una explicación de segunda mano”.

Herzog, el héroe homónimo (y autobiográfico) de la novela (1964) de Saul Bellow (1915-2005), escribió Romanticismo y cristianismo antes de entrar en la crisis académica y personal que prácticamente lo enloquece con el fracaso de la redacción de su inconcluso nuevo libro y de su segundo matrimonio. La primera frase del libro “Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer” abre una bolsa temporal analéptica en que los espacios físicos de la niñez y de la madurez perfilan la personalidad su protagonista hasta que retorna al momento en que pronuncia “Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer”. Al tomar conciencia de esta repetición el lector está en condiciones de acompañar al protagonista al fondo de su (ir)resolución final.

Sin duda la obra de Bellow se hinca en la tradición novelística norteamericana, pero es imposible separarla de sus raíces europeas. A brochazos, en la movilidad de su protagonista la lección psicocartográfica de Thomas Mann –esos eslavos Berkshire de talla king size- se anuda con la sensibilidad exacerbada de Proust por un tiempo que salta a borbotones.

Las cartas de Herzog dirigidas incluso a Dios, a Spinoza o a Nietzsche se se tejen con una pulsión maníaca, entre divertida y trascendente, por la letra del espíritu. Da igual que Herzog las escriba o las imagine, o las reduzca incluso a aforismos anotados en el borde de servilletas o en los márgenes circunstanciales de pensamientos exhaustos. Como la propia novela, son las palabras que Herzog piensa, sueña, actúa o delira las que construyen el mundo en que él mismo, su lector, habita.

Su curación, que la novela tematiza como su propia arquitectura narrativa, se vislumbra a su vuelta a la casa abandonada de Berkshire. Destartalada como su mente, empieza a recobrar el pulso de su vida tomando conciencia de sus grietas difícilmente reparables. La irónica angustia ante la soledad es asumida mediante el silencio. Acostado sobre un sofá viendo a la señora Tuttle afanarse en limpiar la casa, Herzog abandona las cartas, el pensamiento, el lenguaje: “En ese momento no tenía ningún mensaje para nadie. Nada. Ni una sola palabra”.

“Pero ¿cuál es la filosofía de esta generación? No que Dios haya muerto, eso pasó al olvido hace ya mucho. Tal vez debería decirse que la Muerte es Dios. Esta generación piensa –y ésta es su gran idea− que nada digno de confianza, vulnerable y frágil puede perdurar o tener ningún poder real. La muerte aguarda todo esto igual que un suelo de cemento espera que caiga una bombilla. La quebradiza cubierta de cristal pierde su diminuto vacío con un estallido, y eso es todo. Así nos enseñamos metafísica entre nosotros. ¿Crees que la historia es la historia de los corazones amables? ¡Idiota! Mira esos millones de muertos. ¿Puedes compadecerlos, sentir algo por ellos? ¡No, no puedes sentir nada! Eran demasiados. Los quemamos para que no quedaran más que cenizas, los enterramos con excavadoras. La historia es la historia de la crueldad, no del amor, como piensan los hombres blandos. Hemos probado todas las capacidades humanas para ver cuál es fuerte y admirable y hemos demostrado que ninguna lo es. Lo único que cuenta es la utilidad. Si el viejo Dios existe, entonces es un asesino. Pero el verdadero Dios es la Muerte. Así son las cosas, sin hacerse cobardes ilusiones”.


La repetición debería asumir la pérdida del duelo: personal, histórica, metafísica. La muerte de Dios, en cambio, ha sido la epifanía del Dios de la muerte: el desesperado esfuerzo por negar la naturaleza caída.  


2 comentarios: