En 1525 se produjo un hecho decisivo en la historia
espiritual de España. El Edicto de Toledo condenó en las proposiciones del alumbradismo
–la Reforma española adelantada a Lutero− su insistencia en la fe sola, en la
libre interpretación de la Biblia o en la pura gratuidad del amor de Dios sin
los merecimientos del hombre. Sus postulados no dejaron de recorrer subterráneamente
nuestra espiritualidad áurea desde el Diálogo
de Doctrina Christiana (1529) de Juan de Valdés hasta la condena del
quietismo de Miguel de Molinos en la segunda mitad del siglo XVII.
El humus reformador, verdaderamente católico, del siglo XVI no
era en el fondo ni intelectual ni teológico, ni bajo solo Erasmo, ni tras el
Cardenal Cisneros solo. Nuestro Renacimiento espiritual fue, en cambio, europeo
por ser depuradamente literario. Se impulsó hacia su perfección mística en la
escritura espiritual de unos pocos frailes oscuramente luminosos, recogidos, como el sevillano Francisco
de Osuna, o en clérigos apasionados como san Juan de Ávila.
En aquellos escritores, tan desconocidos, sus vidas fueron
sus obras, y aquellas se borraron en el tráfago de la historia cotidiana. Parece
como si santa Teresa
de Jesús, san Juan
de la Cruz o fray Luis
de León fueran una santísima trinidad literaria surgida de la genialidad. No obstante, sin las disputas sobre el valor de la
oración vocal y de la oración mental en los ambientes religiosos y laicos, no
académicos, de la primera mitad del siglo XVI, sus obras carecerían de la enérgica
tensión humana que caracteriza su sed de Dios.
El Índice de 1559,
brutal, prohibiendo libros no sólo de Erasmo sino también de fray Luis de Granada, de
san Francisco de
Borja o del propio Osuna, rompió el hilo de aquella tradición. Si se quiere
recuperar el carácter europeo de la espiritualidad española es preciso releer los tratados sobre la oración que suscitaron en aquellos ambientes un entusiasmo ávido de renovación religiosa.
Con aquellos afanes estuvo también vinculado el auge de la música polifónica española. Música sacra
y literatura espiritual respiraban el aire de la liturgia, manifestada de
formas y a efectos diversos. La lectio
divina es meditación y contemplación de un mismo misterio: la presencia
inteligible del amor que resuena uno en las naves de una catedral o en el
corazón de un lector.
Desgraciadamente, de modo semejante a como ha sucedido con nuestros
escritores espirituales, los músicos españoles del siglo XVI no han recibido la
atención que merecen. Cristóbal de
Morales (¿1500?-1553), Francisco Guerrero
(1528-1599) o Tomás
Luis de Victoria (1548-1611) (quizás el más reputado de los tres) siguen de
un modo u otro a la sombra de sus colegas europeos. Lo peor es que en nuestro
país se les ignora casi prácticamente, como consecuencia de un analfabetismo
musical (¿y cultural?) agravado por una crónica incompetencia litúrgica.
En serio, ¿se puede ser culto sin haber leído la Égloga III de Garcilaso y no haber
escuchado a la vez la Missa pro defunctis
de Morales? ¿O haber leído la Oda a Francisco
Salinas de fray Luis obviando los motetes de Guerrero? ¿O disfrutar de
Cervantes sin meditar O magnum mysterium
de Victoria? Sueño que algún día podamos acudir a Misa y elevar el alma a Dios respondiendo
con el Kyrie de Morales sin sentir
que estamos asistiendo a un concierto superpuesto a la celebración eucarística.
Emilio
Ros Fábregas ha escrito un preciso trabajo (¡en inglés!) sobre las
dificultades historiográficas –europeas y españolas- para situar con justicia
el papel de estos músicos en el desarrollo del arte polifónico renacentista. Se
centra en el caso paradigmático de Morales que durante diez años (1535-1545)
fue músico en la capilla papal. Los historiadores europeos han solido restarle
méritos, resaltando su deuda con la escuela flamenca y encumbrando a Palestrina.
Los historiadores españoles se han empeñado en que su originalidad creadora
nacional es incompatible con el uso de fuentes extranjeras. ¡Cuánto daño nos ha hecho ese adanismo
hispánico, visto de un lado u otro…!
De Morales apenas se tienen tampoco noticias biográficas. Su
vida fue su música. En una carta que el franciscano Juan Bermudo incluyó en su
Declaración de instrumentos
musicales (1549) Morales elogiaba esta obra de musicología porque la “theorica
engastada en práctica, y la práctica corriesse juntamente con la theorica,
hasta ahora en nuestra España no avemos visto”. Son palabras de honda
resonancia, de auténtico magisterio, que debieron consolar a fray Bermudo. Frente
a los competentes pedagogos de
cualquier época, luce siempre claro el ingenio –y el amor- de artistas como
Morales:
“Bien entiendo que ha avido, y los hay, en nuestra España hombres excelentíssimos en vihuela, órganos y en todo género de instrumentos, y doctíssimos en composición de cantos de órgano; empero es tanta la sed y justicia y avaricia de algunos, que les pesa si otro sabe algún primor, y más si lo ven comunicar. Hablo en cosas juzgadas y vistas muy de cerca. Lo que Dios por su clemencia y misericordia les dio, antes se quieren ir al infierno con todo ello que comunicarlo en parte, a los que puedan servir a Dios, dador de todos los bienes. De donde procede que aviendo en nuestra España tan grandes ingenios, tan delicados juyzios, tan inventivos entendimientos, estén todas las artes quasi muertas” ("Prólogo" de la Declaración de instrumentos musicales).
Debiera no dejar de entristecernos esta pobreza española. Empero, en su Viage a Jerusalén
(1593) Francisco Guerrero recordaba de su adolescencia en Sevilla “la doctrina
del grande y excelente Maestro Cristóbal de Morales, el qual me encaminó en la
compostura de la música bastantemente para deprender qualquier Magisterio”.
Recogido en su arte, Morales continúa alargando su canto hacia la eternidad.