Virgen niña durmiendo, Francisco de Zurbarán (1630-1635) |
Andamos enfurruñados mi hija pequeña y yo, pues su
arrebatadora sonrisa no logra desfruncirme el ceño estos últimos días. Se ha
empeñado en no aprender las letras m, n, l y p en el colegio. En casa se niega también
a reconocerlas, por más que insistamos a su lado con los dibujos de refuerzo
coloreables que la maestra nos proporciona (“poma”, ¿es una p o una m?). Cuando
parece que ya las ha aprendido, a continuación se hace la olvidadiza. Me
desespero y ella se pone de morros porque me lo tomo tan a pecho.
Según su madre, la petitona
ha aprendido a la primera el camino directo al corazón de su padre, bastante
escarpado. Suelo responder que nuestra hija se orienta por los latidos del
suyo. Como a sus hermanos, casi he tirado la toalla de enseñarles otra cosa que no
sea la batalla corporal: guerras de cosquillas sin cuartel, abrazos de oso,
carreras que me dejan sin resuello, collejas con gritos de júbilo… Luego me
quejo retóricamente sobre cuántas veces les he dicho que no bajen las escaleras
alborotando al perro del primer piso. Echando la cabeza atrás, mientras no puede contener la risa, mi
hija responde: “Muuuuuchas”.
He dicho que "casi" he renunciado a poder ayudarles en las tareas escolares para no aplicarme como una bofetada el refrán de "en casa del herrero, cuchillo de palo". Mientras que a mi hija mayor le ha salido una vena teatral que admiro (y que temo), me mortifican las dificultades de mi hija pequeña. Por más igualdad de género que se predique, nuestras hijas deben ser conscientes de que, si a los niños se les valora la inteligencia, a las chicas se les exige de entrada que la demuestren.
La visión lírica corriente de la mujer como amante y/o esposa, además quizás del tabú del incesto, explica que sean raros los grandes poetas -por ejemplo, en español- que hayan dedicado poemas a sus hijas. José Martí, Miguel Hernández –en la estela descomunal de Lope de Vega- o Leopoldo Panero –ay− se los dedicaron a sus hijos varones. Gabriela Mistral, con tonos desgarradores, se lo escribió al hijo que deseó. Mario Benedetti, al que, de haber tenido, se habría cuidado de decir adiós. A Enrique García-Máiquez fue dolerle “saber que siempre / tendré conmigo al mío” y llegarle primero una niña (¿Será que, en ocasiones creyentes, la palabra poética conserva todo su poder impetratorio, canto y oración?).
He dicho que "casi" he renunciado a poder ayudarles en las tareas escolares para no aplicarme como una bofetada el refrán de "en casa del herrero, cuchillo de palo". Mientras que a mi hija mayor le ha salido una vena teatral que admiro (y que temo), me mortifican las dificultades de mi hija pequeña. Por más igualdad de género que se predique, nuestras hijas deben ser conscientes de que, si a los niños se les valora la inteligencia, a las chicas se les exige de entrada que la demuestren.
La visión lírica corriente de la mujer como amante y/o esposa, además quizás del tabú del incesto, explica que sean raros los grandes poetas -por ejemplo, en español- que hayan dedicado poemas a sus hijas. José Martí, Miguel Hernández –en la estela descomunal de Lope de Vega- o Leopoldo Panero –ay− se los dedicaron a sus hijos varones. Gabriela Mistral, con tonos desgarradores, se lo escribió al hijo que deseó. Mario Benedetti, al que, de haber tenido, se habría cuidado de decir adiós. A Enrique García-Máiquez fue dolerle “saber que siempre / tendré conmigo al mío” y llegarle primero una niña (¿Será que, en ocasiones creyentes, la palabra poética conserva todo su poder impetratorio, canto y oración?).
Tal vez el poema más conocido de un padre a su hija, en
nuestra lengua, sean las Palabras para Julia de José
Agustín Goytisolo. Sus tercetos eneasilábicos permanecen intactos, rejuveneciendo
con calidez la agnóstica confianza colectiva de fondo, ingenua si no fuera por
esos maravillosos versos que dicen que “por lo demás no hay elección / y este
mundo tal como es / será todo tu patrimonio”. Ciertamente, tampoco podría yo
darles algo más a mis hijos.
Me quedo, sin embargo, con un poema de Vicente Huidobro. Aun inquieto, quisiera sobreponerle el deseo tradicional de que,
cuando muera, mis hijas cumplan el deber piadoso de cerrar mis ojos. Lo
hagan o no, puedan o no -me aterra pensar qué favores a nuestra "dignidad" estará tramando el Estado-, mi alma llevará impresos todos sus rostros hacia la eternidad del amor que espero vislumbrar.
Hija
“Tengo tu rostro entre las manos
oh aire dulce retrato de aire
anillo del mundo y del pasado
tu rostro de silencio
rostro de lámpara tierna
con qué facilidad te formas en mis ojos
como vuelves alegrando la negrura.
Miseria del recuerdo
en el umbral del frío la selva se hace sueño
se desprenden las hojas
se mueren las miradas gota a gota.”
Gadea, hija, venga; la p con la a, pa. Otra vez. ¿Qué pone
aquí? Pa-pá.
Ya es coincidencia (¿o no?) que, justo a la vuelta de mi viaje, la entrada, preciosa, que me toca leer es la que dedicas a tu petitona, después de que en nuestra conversación aeropuertuaria me hablases de ella.
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