martes, 22 de abril de 2014

Mi amigo gibelino.




Paisaje de atardecer con dos hombres,
Caspar David Friedrich (1830-1835)



En De amicitia Cicerón se preguntaba “¿cómo puede ser «vivible» una vida que no descansa en la mutua benevolencia de un amigo? ¿Qué más dulce que tener con quien te atrevas a hablar todas las cosas así como contigo? ¿Qué habría tan grande en las cosas prósperas, si no tuvieras quien se alegrara con ellas igual que tú mismo? Y sería difícil sobrellevar las adversas sin aquel que las sobrellevara incluso más gravemente que tú”.

Dicho esto, debería acabar aquí esta entrada, pues, siendo güelfo, no he encontrado amigo más noble que un gibelino con quien he compartido años (dignamente fracasados en mi caso) de estudios, mucha poesía, incluso mucha British Library y, sobre todo, lealtad férrea de palabra y de obra, sin omisión.

Releo las dedicatorias de sus antiguos libros de poesía y me emociona comprobar que, intactas, a lo largo de los años, adensándose, se repiten las mismas palabras: afecto, tiempo y amistad. ¿Tópicas? Colegas de profesión, llegó anteponer la amistad a sus propios intereses. Perdimos ambos, pero pagó el precio –y no fue menor- con esa sencillez tan suya, como sin darle importancia o atribuyéndosela a otra causa. Mi amistad incluye, como un tesoro, esa deuda de gratitud.

Decir que admiro su serenidad estoica puede sonar pleonástico. Ama y conoce la poesía con una naturalidad apabullante. Sus esquemas teóricos se desenvuelven en sus explicaciones con evidencia que pasma. Los expresa siempre con una pasión intelectual que conmueve. Como poeta y como crítico, ha soportado mis impertinencias con una paciencia sabia. Mi gran –y quizás único- triunfo fue convencerle de que las ninfas de la Égloga III de Garcilaso son tan imaginarias (es decir, no menos reales) que Tirreno y Alcino.

En nuestro común año londinense, hicimos una gloriosa expedición a los Lagos en busca de la tumba de su amado Wordsworth. Fuimos perseguidos por un helicóptero, en medio de una lluvia helada, paseando alrededor del Muro de Adriano, y por un policía con perrazo a las afueras de Carlisle. Un viejo marinero, lleno de tatuajes, propietario de bedroom & breakfast, irrumpió en nuestra habitación al anochecer. Aún así, llegamos a pie, rodeando el lago, al cementerio de Grasmere, con los ojos incendiados de palabras.

De nuestros tiempos mercuriales releo de tanto en tanto los que considero sus tres mejores libros: El silencio del mar (1997), Allí (1999) y Experimentos bajo Saturno (2000). Solo en mi celda inglesa, escribí entusiasmado una reseña de su trayectoria poética, que acabé publicando en Cuadernos del Matemático. A Ángel siempre le ha impresionado el verso de José Martí: “Yo soy un hombre sincero”. Intenté corresponderle.

Anotaba allí que “ha aprendido la lección culturalista y la pone en práctica con una admiración desencantada. Al poeta, a su historia, de una manera personal, los ha sacralizado, por más que en su último libro trate de zafarse de sus trampas. Sacralizados, sí. Una religión del espíritu vaciada encuentra, en el límite de la ausencia de un dios, el poder ausente de las palabras, inertes y mágicas. Un poeta sincero y estético vive arrojado en este mundo, un mundo de fulguraciones. Con el dedo trazará el curso de las estrellas y las cartografiará con precisión lunar. Porque el «realismo» de Ángel Luis Luján no oculta sino que deja entornados una fascinación y un amor románticos.

Ambos, que hemos sido saturnales, comprendimos una lección que él dejó dicha de la manera precisa que yo nunca lograré: "Pessoa, que escribió que iba a morir el verso / y el idioma en que está escrito, / que fue el profeta de la caducidad, / y puso zancadilla a todo lo sensato y lo creíble, / siguió escribiendo, sin embargo". Me han hecho falta años para darme cuenta de que, bajo sus versos, latía más que Wordsworth y Coleridge, Mallarmé o Eliot, José Hierro o Luis Rosales la figura –casi totémica- de Diego Jesús Jiménez.

Entre la imaginación poética y la poesía civil que iba depurándose, llegó a su último libro de poemas hasta la fecha, Una calle cortada (2005) que, de manera madura, cerraba también el círculo que había iniciado con Inútiles lamentos (y otros poemas) (1992) y con el accésit de Adonais Días débiles (1997). Entre imaginación poética y una poesía civilmente íntima, se decantó por esta última y acabó, lógicamente, en el silencio. “Un camino cortado”, su tercera sección, es un canto matizadísimamente antirreligioso que me distancia intelectualmente de un gibelino como Ángel pero que me emociona como güelfo por nuestra común –y atormentada- anglofilia.

De todos sus poemas sabe que conservo en el corazón uno que él considera menor y, tal vez, hasta fallido. Para mí “La Transfusión” tiene algo de transfiguración. El yo poético comienza hablando del verano y de Garcilaso, donde naturaleza y descubrimiento de la poesía se funden en el ilimitado tiempo de la infancia. Una tarde aquel adolescente se dirige al hospital y, mientras regresa, piensa que, con su sangre donada, correrá por las venas de otra persona también su sed de belleza, como al contacto de la sílaba de una ninfa. No sabrá por qué, pero el extraño llorará “de esplendor” al ver prístinas la mañana y su música.

Y hoy me consuela todavía a veces 
recordar que en algún lugar, no lejos, 
alguien lleva en sus venas aquel mundo 
que entonces era mío, y que he perdido, 
que la belleza permanece intacta 
regando el corazón de un hombre al menos”.


Amigo, Ángel, proyectadas en mi tiempo permanecen tus palabras, nuestras vidas.


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