Es conocida la anécdota en que Cary Grant entra en un hotel y, al registrarse con su nombre, el conserje, irónico y escéptico -según otros, sorprendido-, le espeta: “No se parece usted a Cary Grant”. Como en un diálogo de una screwball comedy, el actor responde de inmediato: “Ya lo sé. Nadie se le parece”.
Se ha hablado de las dudas que atormentaron al protagonista
de Sospecha sobre su identidad, a
caballo entre quien había sido, Archibald Leach, y el que llegó a ser como un
dios del Hollywood dorado. Prefiero
creer que, tras su sonrisa irrepetible, quien rayos fuese Cary Grant sabía que
su nombre fijaba un punto de fuga que, como en sus frecuentes viajes
lisérgicos, sólo podía entreverse en un haz de luz proyectado sobre una
pantalla blanca.
Han corrido ríos de tinta también sobre su posible homosexualidad. La
famosa foto con Randolph
Scott, ambos en bañador, es antológica. Según una de sus amantes, Grant
usaba bragas, sin encajes ni costuras. Probablemente, más que bisexual, era
pansexual. Al mirar a sus compañeras de reparto, parecía estar contemplando a
jugosas Evas tras comer la manzana del árbol del bien y del mal. Con cierto
alegre cansancio, sabía que era tan inevitable como necesario probar el fruto
prohibido. Quizás no pudiera amarlas, pero las conocía tan bien que no podía
dejar de quererlas.
Su elegancia brilla secretamente en las situaciones más
ridículas de sus películas: vestido con un albornoz de mujer, despeinado, en La fiera de mi niña; disfrazado de mujer
en La novia era él; en calzoncillos en
Con la muerte en los talones; o
duchándose con su impoluta camisa blanca y sus gafas de pasta en Charada. No hubo ningún actor capaz de
mantener esa divertida dignidad de quien sabe que la ha perdido muchas veces en
su vida.
¿Se imaginan ustedes así a un Spencer Tracy, a un Gregory Peck o a un Charlton Heston? Tracy vestía
siempre de impecable terno mesócrata; Peck parecía un profesional liberal del
Este; Heston, en sus mejores películas, siempre salía medio en cueros. Cary
Grant sabía que la mejor manera de desnudarse emocionalmente era enfundarse un
perfecto smoking para ir a un cóctel de media tarde.
Alfred
Hitchcock, con su pinta de carnicero inglés, odiaba con admiración rendida
el estilo de su actor fetiche, capaz de reflejar las dualidades más oscuras de
ambos. El personaje de Devlin
(Encadenados) podría haber sido su
icono y su fantasía. A las rubias el director las acosaba como un gañán en
celo, con refinada crueldad y con patético resultado. A su compatriota, como un
vampiro, hubiera deseado succionarle el encanto mientras lo colgaba del monte
Rushmore (Con la muerte en los talones),
cuando lo hacía pasearse por los tejados de Niza (Atrapa a un ladrón) o al pretender que envenenase a Joan Fontaine (Sospecha). Como venganza, la sonrisa
perpleja del ladino Cary Grant ocultaba las arrugas de sus trajes.
Hoy en día puedes encontrarte en cualquier Burger-King a
tipos como Bruce Willis (el macarra de buen corazón), Antonio Banderas (el
guaperas intelectual) o Jude Law (el andrógino inquietante). A Cary Grant, que
era tres y muchos más en uno, sólo se le puede recordar en una silla ausente
en Maxim's, que ya no es lo que
fue.
P. S. Si tuviera que elaborar la lista de cinco películas
suyas, me atrevería a dar los siguientes títulos:
La pícara puritana
(The Awful Truth, 1937, dir. Leo McCarey). Por sus conversaciones con Irene Dunne y Ralph Bellamy.
Luna nueva (His
Girl Friday, 1940, dir. Howard Hawks). Por sus rifirrafes verbales.
Historia de Filadelfia
(A Story of Philadelphia, 1940, dir. George
Cukor). Por ser Hermes, el amante de Afrodita Hepburn.
Encadenados (Notorious, 1946, dir. Alfred Hithcock).
Por el amor fou que desprende en la escena final.
Con la muerte en los
talones (North by Northwest,
1959, dir. Alfred Hithcock). Por la escena de la comisaría.
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