En 1942 Albert Camus publicaba El mito de Sísifo, en el que planteaba el suicidio como el único
problema serio del que debía ocuparse la filosofía –la filosofía de su época, en
plena guerra mundial, con Francia ocupada−. El personaje mitológico, ciego,
castigado a subir una y otra vez una gran piedra a lo alto de una montaña,
representaba a sus ojos el arquetipo del hombre dominado por lo absurdo.
Sísifo (1548), Tiziano |
Abocado a la nada, Camus se proponía seguir la lógica
implacable de la existencia oponiendo a las esperanzas infundadas de la razón
la lucidez ante una condena inexplicable. Al final, no obstante, ante el panorama de la desolación ilimitada, vacilaba
sobre ¿la fuerza?, ¿la debilidad?, de Sísifo para romper tal maleficio. En el
fondo, pudiera ser que dudase de su espléndido ensayo. No se trataba de que,
por una supuesta coherencia, el autor debiera realmente suicidarse al acabar su obra, sino de que su pensamiento
habría de haberse quitado la vida con su punto y final. Quizás fuese ésta una
esperanza que, por desesperada integridad, le hubiese sido negada; o quizás
también fuese consciente de que ni contaba con el valor performativo, ni tan siquiera con el deseo efectivo, de consumar este suicidio de la inteligencia abrasada.
El tormento de esta tensión, que sostiene el absurdo de la
esperanza, se manifiesta de un modo punzante en la crítica que Camus, entre la
admiración y el desencanto, dedica al pensamiento de León Chestov (1866-1938). Tras
calificarla de “una obra de admirable monotonía”, el escritor francés reconoce:
“siento que Chestov tiene razón contra el racionalista y sólo quiero saber si
permanece fiel a los mandamientos del absurdo”. La respuesta, negativa, estaba
prevista de antemano.
¿Quién es este Chestov?
Desconocido en España, algunas de cuyas obras llegaron traducidas hace más de
cincuenta años por medio de editoriales latinoamericanas, este filósofo ucraniano,
exiliado tras la Revolución de 1917, vivió en Francia a partir de los años 20
ejerciendo un notable influjo en su vida académica e intelectual durante tres
lustros.
Amigo de Benjamin Fondane, Chestov, que dejaría honda huella en la formación de
Cioran, como él mismo reconoció, cultivó sin desmayo una filosofía
existencialista desde que publicara sus primeros libros a principios del siglo
XX: La idea de bien en Tolstoy y Nietzsche (1900) y Dostoiewski y Nietzsche. La filosofía de la tragedia (1903). Agotados hace décadas en francés, inglés o alemán, marcarían su
evolución posterior, la cual, en el fondo, no es sino una ampliación de las
intuiciones allí exploradas.
En efecto, su obra gira hasta la extenuación sobre una sola idea. La filosofía religiosa sólo puede negar la razón que encierra la libertad del hombre entre las murallas de las verdades eternas. Desenmascarando las cadenas con que lo aprisiona, su misión consiste en ensalzar la verdad irracional de la vida. Ello requiere una fe capaz de mover, literalmente, las montañas del saber y la moral que han escogido el fruto del árbol del conocimiento, cuyo sabor es el de la muerte.
A fin de regresar al espacio prístino de la creación
original, es preciso comer del fruto del árbol de la vida. Dado que vivimos en
el mundo de la caída, apresados en la malla de un conocimiento impotente, es
preciso dar un salto de la fe que, por el movimiento de la afirmación
imposible, nos permita alcanzar la libertad primera. Como puede suponerse, el
nietzscheanismo tolstoiano de sus primeros libros deja paso en su etapa
francesa a una visión que bascula entre Pascal y Kierkegaard, bajo la sombra de
Lutero.
En La nuit de
Gethsémani (1923) Chestov observa en Nietzsche la resurrección de Pascal.
Espantado ante el silencio infinito del universo, Pascal, como el pastor de Así hablaba Zaratrusta, muerde la cabeza
de la serpiente que amenaza ahogarlo. Su amargo sabor, el eterno retorno de la
agonía de Jesús en Getsemaní hasta el fin de los tiempos, lo libera de las verdades
eternas de la historia. En perspectiva escatológica, la unidad del Espíritu
absoluto de Hegel es el triunfo del Anticristo.
La ética y la razón –las leyes del Espíritu− no pueden ser
las normas supremas. Hace falta como en Kierkegaard (Kierkegaard y la filosofía existencial, 1936), a través del doble
movimiento de la angustia y la resignación, afirmar que para Dios todo es
posible. Al mundo eterno y completo de los griegos se opone radicalmente la
revelación bíblica de un mundo creado y abierto. Entre Atenas y Jerusalén,
entre Sócrates y Job, no hay pacto posible:
“Dicho de otro modo, la filosofía religiosa es la lucha última, suprema, por recobrar la libertad original y el valde bonum divino que escondía la libertad, este valde bonum que después de la caída se ha dividido en nuestro bien impotente y en nuestro mal destructor. La razón –lo repito−ha arruinado a nuestros ojos la fe, la razón ha «desvelado» en ella la pretensión ilegal del hombre de someter la verdad a sus deseos, y la razón nos ha quitado el más precioso de los dones del cielo, el derecho soberano de tomar parte en el fiat divino, aplastando nuestro pensamiento, reduciéndolo al nivel del es petrificado” (“Prefacio” de Atenas y Jerusalén).
Según Camus, Chestov, presuponiéndolo, no demostraba el
absurdo sino que lo disipaba. De esta manera -lamentaba el francés- el absurdo
perdía “un espíritu clarividente” que habría eludido la lucha de asumir aquel
como tal. Si la razón es inútil, ¿por qué admitir algo más allá de ella? Chestov
habría vuelto a argumentar que, al negar la posibilidad de trascender la razón, se le concede, paradójicamente, su triunfo más completo. Si no hay nada más allá de la razón, el absurdo manifiesta, en plenitud, la verdad del nihilismo.
Ixión (1642), José de Ribera |
Chestov afirma siempre, por el contrario, la posibilidad de lo imposible. De no ser así, nuestra
condena no sería la de Sísifo sino la de Ixión: encadenados a una rueda, no
cesaríamos de girar a lo largo del sinsentido de la racionalidad. Para acabar con tal
suplicio, es preciso quebrar el eje de la rueda: la absurda fe de la libertad vence sobre la ciega necesidad del destino. Chestov, entre la apuesta pascaliana y el salto kierkegaardiano, es un personaje de Dostoiewski. Escéptico y apasionado, Camus se
desespera ante la imposibilidad de lo posible. Kantiano a contrapelo, bien
lejos del Abraham y del Job de Kierkegaard, se rebela contra la descripción
que él mismo hacía del pensamiento de Chestov:
“el filósofo ruso insinúa que Dios mismo puede ser rencoroso y odioso, incomprensible y contradictorio, pero en la medida que su rostro es más repugnante más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su inhumanidad es su prueba. Hay que saltar en él y, por medio de este salto, librarse de las ilusiones racionales”.
Camus, humanista, calienta aún los corazones con su grito de
revuelta. Chestov, lejano, irredento, con sus razones inconcebibles, guarda los
secretos, enigmáticos, de nuestros sufrimientos.
Interesante esta descripción que del filósofo ucraniano, de origen judío, hace Camus. Otro aporte al estudio del nihilismo.
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