martes, 6 de noviembre de 2012

El sueño de Francesca. Ezra Pound en el limbo.





Al poeta norteamericano Ezra Pound (1885-1970), excelso lunático, se deben traducciones al inglés de Confucio, de Li-Po, de Rabindranat Tagore. Conocedor inmenso del stilnovismo, tradujo, parafraseó, amó a Cavalcanti. Sin él, The waste land de T. S. Eliot no tendría su fuerza daimónica (“¡Shanti, Shanti, Shanti!”). Sin su ayuda, le habría sido más difícil a Joyce publicar el Retrato y el Ulises. Sin su apasionamiento creativo, careceríamos de sus excéntricos Cantos, creados al ritmo de la locura, del encierro y del estigma social que cayó sobre el nombre de este “traidor a la Patria” tras la II Guerra Mundial.  

Fascista, anticapitalista, su obra es norteamericana hasta la médula de su condición exiliada. Pound fue el hijo crápula que Walt Whitman habría desheredado. Creándola, derrochó una obra tan inmensa como la de su padre.

Si traigo a Pound a este rincón, es sólo por uno de sus primeros poemas, “Francesca”, escrito probablemente en Venecia hacia 1908. Poema casi adolescente, resonó en mí, por primera vez, a esa edad incierta en que el mundo brilla tanto que uno trastabilla a oscuras por él. Me ha acompañado durante treinta años, primero en la traducción de Ernesto Cardenal -¡el cura sandinista!- y Coronel Urtecho, y, después, en la edición inglesa de Personae.

"Tú saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente, 
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti. 

Yo que te había visto entre las cosas prístinas,
Me encolericé cuando decían tu nombre
En sitios ordinarios.
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O que como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola."

Durante años creí que me había hechizado la búsqueda de esa Francesca, sola, que salía prístina de entre la multitud de conversaciones en la noche. Por supuesto nunca la encontré, pero estaba allí delante de mi imaginación con la misma intensidad lumínica que Katherine Hepburn al borde de la piscina en Historias de Filadelfia: gélida, sí, pero abrasando las manos y los ojos que se le acercan.



A Philadelphia Story (1940), dir. George Cukor.


Steiner ha reconocido que “los compases iniciales y el martilleante accelerando de «Je ne regrette rien» de Edith Piaf –el texto es infantil, la melodía estentórea y la política suscrita por la canción poco atractiva- seducen todos mis nervios, me llegan hasta el hueso como una quemadura fría y arrastran la razón hasta sabe Dios qué infidelidades cada vez que oigo la canción y cuando la oigo, inesperada y recurrente, en mi interior”. Acúsenme de romanticismo trasnochado y seré el primero en reconocer que el poema no es especialmente brillante, pero me pasa con el poema de Pound lo que a Steiner con la canción de Piaf: el texto es adolescente, el ritmo delicuescente y su sensibilidad naïf. Pero cada vez que vienen a mi memoria algunos de sus versos se dilatan mis pupilas y mis manos tiemblan como hojas de otoño.

Pero no es el recuerdo de Francesca, de su sombra o de su halo, el que me hace estremecer. Siempre he sabido que alcanzaría sólo su imagen si quisiera que las olas frescas anegaran mi mente (might flow over my mind) y que el mundo se secara como una hoja muerta (dead leaf) o como semillas de dientes-de-león (as a dandelion seed-pod), y que entonces fuese esparcido (and be swept again).

Al leer, al masticar estas palabras, se produce el misterio de que mi mente se anegue y de que el mundo se avente y de que todo yo sea una ola fresca, una hoja muerta lanzadas más allá de mí mismo. La poesía es el lugar performativo por excelencia: el decir hace aparecer lo que convoca, por más que entre sus intersticios se cuele la conciencia de sus límites, de la precariedad de su éxtasis.



Paolo y Francesca (1864), de Anselm Feuerbach.


La Francesca del poema de Pound remite seguramente a la protagonista del Canto V del Infierno de Dante, en un pasaje conocidísimo. Casada con un deforme, la joven lee la historia de Lancelote y Ginebra al lado de su apuesto cuñado Paolo. Ambos se besan en el momento en que llegan a la escena en que los personajes artúricos hacen lo mismo. No compensa la literatura los sufrimientos y las carencias de la vida, no; los define y los trasciende.

Como James Stewart, enfebrecido, adelanta las manos para acariciar el fulgor que desprende la Hepburn, así Paolo, en el cuadro de Anselm Feuerbach, contempla concentrado, en la penumbra, la boca de Francesca transfigurada por la lectura. Es un instante condenado al beso o a la destrucción. Aunque uno esté llamado a encontrarse con Beatriz en el Paraíso, siempre acaba pasando lo mismo que le ocurrió a Dante que “caddi come corpo morte cade”.


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