martes, 27 de noviembre de 2012

Calvin & Hobbes. Contra la escuela. Por el maestro.






Confieso que, entre las actividades diarias, leo siempre una tira de Calvin & Hobbes para poder mirar el mundo con cierta benevolencia escéptica. Los personajes de un niño hiperactivo de seis años, egoísta, liante y metafísico, y de su tigre de peluche, coqueto, estupefacto y astuto, creados por Bill Watterson en 1985, son los héroes ácratas de mi primera juventud.

Reconozco que tal confesión testimonia mi escaso compromiso revolucionario, pero situarse irónicamente bajo el favor del reformador de Ginebra y del atormentado  filósofo inglés protege, sin acritud, de los tópicos políticos al uso. El más pernicioso: el de la bondad educativa de nuestras escuelas.

Recuerdo que, al abandonar el colegio para ir a la universidad, sentí como si hubiese cumplido una condena de trece años y pudiese estrenar la libertad. Era un niño disciplinado y aplicado, pero sospechoso de leer, en lugar de tebeos y revistas porno, a gente tan disparatada como Turgueniev, Dostoievski o Flaubert.

Calvin tiene que vérselas con la Srta. Carcoma, su maestra, y el Sr. Escupitajo, director de la escuela. Nosotros nos las veíamos con el Hno. Sapo, de ruindad canónica, y con el Hno. Jabalí, director tarzánico. Si con un zarpazo no entrabas en razón, con un rugido asumías que en la selva la ley también era natural y positiva. Brutal, sí, pero también muy instructiva. La edad te lo hace entender.

Con los años uno se casa y tiene hijos y los hijos llegan a una escuela nueva, en teoría liberada de los tics franquistas de aquella ansiada pedagogía de la transición. La escuela de ahora educa en valores (como dice un amigo perplejo: los valores en la Bolsa, en el Evangelio Cristo; pero las escuelas cristianas siempre han sabido que no hay que exagerar). Así que (quien lo probó lo sabe), si antes te pasabas de listo, te podía caer una bofetada que te sacase de la mesa. Ahora le explican al niño: “¿No te das cuenta? Todos te queremos”.

En una sociedad malcriada e irresponsable, los padres energuménicos no toleran la más mínima contrariedad de sus niños tumefactos afectiva e intelectualmente. La escuela reacciona a la defensiva, con un argumentario victimista más o menos eficaz. Antes, unos padres llamados por la escuela eran informados del comportamiento de sus hijos. Hoy en día, enfrentados a la maestra o el maestro y a una psicopedagoga, nada más que se terminan las presentaciones, son interrogados sobre sus costumbres domésticas.

La palabra clave, en el ámbito educativo, es diálogo. Es el ábrete sésamo que debería resolver todos los problemas. En una ocasión, una maestra me miró con ojos desconfiados cuando quise razonar que el diálogo debe acabar en un acuerdo entre dos partes, pero cuando la relación entre ambas no es equilibrada, no hay diálogo sino una petición que la parte más poderosa puede conceder o no y según qué condiciones. La escuela quiere recuperar la autoridad, pero sin pagar el precio de su autoritaria buena conciencia.

Por todo ello, como en la viñeta que encabeza este post, sigo teniendo la misma sensación –y creo descubrirla en mi hijo también calvinista- que la de Calvin cuando sale a la pizarra para mostrar un objeto y expresar sus sentimientos. Mirando a sus compañeros y a nosotros lectores, nos suelta con candor, con furia, con irritación:

"Para la clase de hoy he traído un avión de juguete. 
Es muy normal, supongo, pero me gusta llevarlo encima.
¡Es para recordarme que, en cuanto ahorre un poco de dinero, compraré un billete y me iré tan lejos de vosotros, estúpidos, que alucinaréis!
(Ante el director). No es una “actitud”. ¡Es un hecho!"

En aquella escuela de sapos, jabalíes, orangutanes y cocodrilos, encontré, sin embargo, al único maestro que Dios me ha concedido en la vida. Le llamaban garbancete, porque no superaba el metro y medio de estatura. Calvo, sin cuello, con las extremidades pegadas al tronco, casi sin poder separarlas, aquel fraile diminuto, que había sido corneta de un tercio requeté durante la Guerra Civil, amaba con pasión las lenguas clásicas y su cultura. 

Flemático, irónico, intransigente, me inoculó la pasión del saber humanista sin una sola prédica, sólo enseñándome a escandir los versos de Virgilio. Su fe, discreta y sin fisuras, la proclamaba con ansiedad a través de una anécdota que repetía constantemente, entre nuestras chanzas malhumoradas: no quería asirse a las sábanas en la agonía como aquel que gritaba: “Señor, ¡estas manos están vacías!”.

Siempre fue consciente de que estaba ahorrando para irme bien lejos de todos ellos, incluso de él. De haber llegado a leer este post, habría vuelto a decir lo que, en una ocasión, le espetó al director enfrente de mí: “¡Deje al chico que se explique!”. ¿Cómo explicar a una escuela lo que, en último término, excede método, enseñanza, aprendizaje? Ser uno mismo es querer ser múltiple.

martes, 20 de noviembre de 2012

André Breton, la áspera surrealidad.






De mis lecturas juveniles de Octavio Paz, que había conocido a André Breton en 1946, se me quedó grabada su idea de que el Surrealismo había sido la última revolución moderna. Último vástago, violento y degenerado, del Romanticismo, en él se colapsaba, por un exceso de energías, aquella ruptura de la tradición clásica que inauguró en el siglo XIX una tradición de la ruptura, tal como la definía el mismo Paz. Todos los movimientos vanguardistas posteriores habrían bebido de sus intuiciones; mejor dicho, habrían saqueado su irresistible impulso revolucionario.

Creo recordar por ello que el poeta mexicano juzgaba su importancia, más que por sus logros artísticos, por la actitud vital, libertaria, de su programa estético. Era tan moderno el surrealismo que alumbraba ya los juegos de la posmodernidad. Salvador Dalí -Avida Dollars, como en anagrama lo llamaba Breton−lo entendió enseguida.

Me parece que este planteamiento canonizaba demasiado pronto al movimiento surrealista, incorporándolo al panteón ilustre de las Vanguardias históricas. Su centralidad se halla, más bien, dispersa en los márgenes por los que buscaba escapar de las mentiras lógicas de una sociedad estructurada según los criterios burgueses del capitalismo. El surrealismo bretoniano bulle en el magma nocturno de la tradición hermética, bastarda, romántica.
En términos niezscheanos, el cubismo sería rupturismo apolíneo; el surrealismo, engendrado por el dadaísmo, negación dionisiaca. La escritura automática, fruto del automatismo psíquico, conecta, por las galerías subterráneas de la poesía, con Rimbaud, sí, pero también con Lautréamont y, al final de la subconciencia, con Sade. Nadja es la Justine de Breton.
Pontífice sumo del surrealismo, como lo definiera André Gide, tan dogmático e intransigente con la pureza libertina de su movimiento, del que expulsaba cualquier mínima disidencia, André Breton había proclamado, en efecto, en 1935 que su objetivo era aunar la máxima de Marx: “Transformar el mundo” y la de Rimbaud: “Cambiar la vida”. Como es evidente, de inmediato le hicieron sentirse obligado a abandonar el Partido Comunista.

En el fondo, Breton nunca pudo deshacerse de la bata blanca de psiquiatra que teoriza y teoriza con los locos sobre los locos y desea ser un loco que siga teorizando de los locos y con los locos sobre los cuerdos, y que, en el fondo, no deja de ser un psiquiatra furioso cuya bata se ha convertido en una camisa de fuerza de la que no puede desprenderse.

Robert Desnos soñando
La sintaxis de sus escritos es brutal; ni artística ni científica. Se trata de una escritura que se desenrolla con la precisión alquímica de lo incomprensible. La coherencia alerta y mineral del idioma francés en su mano suelta chispas al contacto del cuchillo de cada frase. De repente, su lenguaje se ilumina por azar imprevisto y, a pesar de las ataques verborreicos que solía padecer, se desencadena la fisión imaginaria de los sueños y la realidad. No me extraña que expulsase a Robert Desnos del grupo. Era su antítesis: Desnos, como un sonámbulo, vivía trabajando y soñaba sin trabajar.

Lo fascinante del surrealismo no consiste en su capacidad de insuflar vida en el arte o viceversa, y mucho menos en la gratuidad subversiva y hasta terrorista de sus primeras acciones (para Breton, un acto surrealista sería bajar a la calle con una pistola y empezar a disparar al azar, como un vulgar asesino en serie). En él sigue atrayendo la percepción de que entre arte y vida hay rendijas que abren el camino de la sobrerrealidad. Es el espacio abierto por un choque que no es lógico sino fruto de una arbitrariedad instantánea, lúcida y críptica, que libera el eros total de la imaginación. Ser surrealista es, en definitiva, entregarse al amor fou que emerge del azar objetivo

Les amants (1928), René Magritte.
Así, L’amor fou (1937), ensaya, parafrasea, cronifica el descubrimiento anterior de Breton en sus andanzas tras Nadja (1928). El amor loco, salvaje, es una experiencia plutónica: está vinculada a la poesía y al Hades, a las fuerzas cósmicas de la creación y del  mal. Lo más terrible, lo más destructor, lo más Real es el cumplimiento del deseo. Objeto y espíritu se abrazan furiosamente en el encuentro casual provocado por la atracción de sus propias energías distantes. Para evitar su inmovilización en el inframundo, es preciso perder la identidad y resistir, a la vez, su pérdida. Como los amantes de Magritte, reconocerse y desconocerse es el movimiento de la búsqueda. La surrealidad es el residuo ignoto de la identidad alterada.

“Es posible que la vida exija ser descifrada como un criptograma. Escaleras secretas, marcos cuyos lienzos se deslizan rápidamente y desaparecen para dejar paso a un arcángel que esgrime su espada, o para ceder su sitio a quienes siempre deben ir hacia adelante, interruptores que, pulsados indirectamente, hace que toda una sala se desplace en altura, en longitud y que cambie la decoración con la mayor rapidez: es lícito concebir la mayor aventura del espíritu como un viaje de esta clase al paraíso de las celadas”.

Con gafas de motorista a través de un papel en blanco, André Breton mira, alucinado, el objetivo instantáneo del deseo: la muerte.


viernes, 16 de noviembre de 2012

Paul Morand o la belleza como religión.





La figura del escritor y diplomático Paul Morand (1888-1976) no resulta simpática. Esnob, colaboracionista de Vichy, en el fondo un vividor, sus gustos y sus opiniones sobre la sociedad, la política o el sexo están en los antípodas de la corrección política al uso. Y, sin embargo, se le sigue considerando uno de los grandes estilistas del siglo XX. Como buen francés, no creía en nada, salvo en la belleza y en la comodidad que garantizaba su disfrute. A Morand, un hedonista, le habría gustado vivir entre Alejandría y Bizancio.

La lectura de su primer libro, Tendres stocks (1921), es tan irritante que, en el caso de ser feminista, se debe convertir en una tortura inhumana. La perfección estilística, gélida y cínica, de las tres novelitas que la componen presenta, sin escrúpulos, la mercancía de tres boquitas pintadas: Clarisse, Delphine y Aurore. No son amantes, ni queridas. Son gatitas. Cloróticas, distraen el spleen de una elegancia bajo etiqueta. En su prólogo, Marcel Proust sólo le reprochaba al autor que en ocasiones utilizase imágenes evitables: “El agua (bajo condiciones dadas) bulle a cien grados. A noventa y ocho, a noventa y nueve, el fenómeno no se produce. Entonces más vale no usar imágenes”.

Venecias es, en cambio, un libro de vejez. Publicado en 1971, Morand aprovecha el género del relato de viajes para trazar una especie de autobiografía. Hábilmente escamotea los diez años (1939-1950) que marcaron su vida, desde la ocupación de Francia hasta su exilio en Suiza. Reflexionando sobre arte, literatura y sociedad, se asoma a la ciudad de los Dogos desde diversos ángulos que no son tanto propiamente históricos como estéticos.

“Venecia no resistió a Atila, a Bonaparte, a los Habsburgo, a Eisenhower; tenía algo mejor que hacer: sobrevivir; ellos creyeron construir sobre la roca; ella tomó el partido de los poetas: construyó sobre el agua”.

The Grand Canal, Venice (1835),
Joseph Turner
Morand la contempla, como contempla toda realidad, a través de los ojos de otros artistas. Aun así, esta Venecia caleidóscopica no forma una sucesión de estampas coloreadas por el paso del tiempo. Morand vuelve la vista atrás no con nostalgia, sino con la pasión de un reaccionario de cuerpo entero: no existe otro presente que el de un pasado que se ha escapado de la cárcel de la historia. En el santuario de la belleza se dedicará a presentar la ofrenda perpetua de su palabra. Constata, así, irónicamente su permanente actualidad.

Su Venecia es tanto la modernista que fascinó a Proust como la posmoderna que plasmó Visconti, también en 1971, en Muerte en Venecia. Su desdén por los turistas, por los hippies, por la revolución social y cultural de los 60, es otra manera de condescender con una ingenuidad que le disgusta y de la que un hombre que triunfó en la década de las vanguardias –los años veinte− está de vuelta.

Por ello, provoca un involuntario efecto cómico el prólogo que Rafael Reig ha dedicado a la edición de esta obra de Morand en la editorial Península (2010). Parece como si Reig quisiera, para burlarse del autor ideológicamente, parodiar sus armas estéticas. De jactarse ante un tahúr, sale, naturalmente, desplumado. Planteada la pregunta en términos de si “esa Belleza, ¿le dará a Morand hoy la absolución que le negó la vida real?”, cualquier lector de este libro se ve obligado a dar, desmoralizado, una respuesta afirmativa.

“Todo resulta irritante en este mundo donde cada hora es una hora punta, donde los colegiales quieren ser unos Einstein. Las parejas que van a la compra abrazadas, como han visto en las películas, le ponen a uno nervioso. Sus besos, en público, ya no son besos, sino comidas. Las carnes de las mujeres se ofrecen como filetes. Colmo de la injusticia, los jóvenes son mucho más guapos de lo que éramos.
Ayer, en una pequeña capilla canadiense, durante la misa, me pasaron una caja de cartón de la que cada uno se servía: eran sagradas formas. De niño, me habían enseñado que tocar una hostia, incluso sin consagrar, era un sacrilegio. Me disculpé diciendo que no podía comulgar porque no me había confesado por la mañana. Se sonrieron. Tragarse a Dios sin confesar es la costumbre.
Me ausenté demasiado tiempo. En mi casa se habla una lengua extranjera que ya no entiendo. Además, no hay diccionario.
La vejez vive bajo el signo menos: se es cada vez menos inteligente, cada vez menos tonto.
Otoño. Hasta entonces caídas, las hojas muertas se ponen a vivir, bajo los neumáticos, rodando hacia el invierno”.

Ya he dicho que el francés Morand es un reaccionario, no un cursi. Sin retórica ni pastiches, su prosa no juega a protegerse bajo la sombra de los clásicos pues crea su clasicidad. Por más cuidada que sea una traducción, en ella sólo se puede atisbar la cadencia musical y hasta visual de las frases originales.

Morand, condenado por el tribunal de la historia, busca refugio en el sagrado de una eternidad secular, esa Belleza paradójica, romántica, que no le acaba de saciar. “Estoy viudo de Europa”, exclama, contenido, con conciencia culposa. Una Europa arrasada, por la que no dejó de brindar con champaña. Leer a Morand es un festín que entristece, que deja entrever las llagas de la alta cultura del siglo XX.


martes, 13 de noviembre de 2012

León Chestov, según Albert Camus. El olvido irredento.





En 1942 Albert Camus publicaba El mito de Sísifo, en el que planteaba el suicidio como el único problema serio del que debía ocuparse la filosofía –la filosofía de su época, en plena guerra mundial, con Francia ocupada−. El personaje mitológico, ciego, castigado a subir una y otra vez una gran piedra a lo alto de una montaña, representaba a sus ojos el arquetipo del hombre dominado por lo absurdo.

Sísifo (1548), Tiziano
Abocado a la nada, Camus se proponía seguir la lógica implacable de la existencia oponiendo a las esperanzas infundadas de la razón la lucidez ante una condena inexplicable. Al final, no obstante, ante el panorama de la desolación ilimitada, vacilaba sobre ¿la fuerza?, ¿la debilidad?, de Sísifo para romper tal maleficio. En el fondo, pudiera ser que dudase de su espléndido ensayo. No se trataba de que, por una supuesta coherencia, el autor debiera realmente suicidarse al acabar su obra, sino de que su pensamiento habría de haberse quitado la vida con su punto y final. Quizás fuese ésta una esperanza que, por desesperada integridad, le hubiese sido negada; o quizás también fuese consciente de que ni contaba con el valor performativo, ni tan siquiera con el deseo efectivo, de consumar este suicidio de la inteligencia abrasada.

El tormento de esta tensión, que sostiene el absurdo de la esperanza, se manifiesta de un modo punzante en la crítica que Camus, entre la admiración y el desencanto, dedica al pensamiento de León Chestov (1866-1938). Tras calificarla de “una obra de admirable monotonía”, el escritor francés reconoce: “siento que Chestov tiene razón contra el racionalista y sólo quiero saber si permanece fiel a los mandamientos del absurdo”. La respuesta, negativa, estaba prevista de antemano.




¿Quién es este Chestov? Desconocido en España, algunas de cuyas obras llegaron traducidas hace más de cincuenta años por medio de editoriales latinoamericanas, este filósofo ucraniano, exiliado tras la Revolución de 1917, vivió en Francia a partir de los años 20 ejerciendo un notable influjo en su vida académica e intelectual durante tres lustros. 

Amigo de Benjamin Fondane, Chestov, que dejaría honda huella en la formación de Cioran, como él mismo reconoció, cultivó sin desmayo una filosofía existencialista desde que publicara sus primeros libros a principios del siglo XX: La idea de bien en Tolstoy y Nietzsche (1900) y Dostoiewski y Nietzsche. La filosofía de la tragedia (1903). Agotados hace décadas en francés, inglés o alemán, marcarían su evolución posterior, la cual, en el fondo, no es sino una ampliación de las intuiciones allí exploradas.

En efecto, su obra gira hasta la extenuación sobre una sola idea. La filosofía religiosa sólo puede negar la razón que encierra la libertad del hombre entre las murallas de las verdades eternas. Desenmascarando las cadenas con que lo aprisiona, su misión consiste en ensalzar la verdad irracional de la vida. Ello requiere una fe capaz de mover, literalmente, las montañas del saber y la moral que han escogido el fruto del árbol del conocimiento, cuyo sabor es el de la muerte.

A fin de regresar al espacio prístino de la creación original, es preciso comer del fruto del árbol de la vida. Dado que vivimos en el mundo de la caída, apresados en la malla de un conocimiento impotente, es preciso dar un salto de la fe que, por el movimiento de la afirmación imposible, nos permita alcanzar la libertad primera. Como puede suponerse, el nietzscheanismo tolstoiano de sus primeros libros deja paso en su etapa francesa a una visión que bascula entre Pascal y Kierkegaard, bajo la sombra de Lutero.

En La nuit de Gethsémani (1923) Chestov observa en Nietzsche la resurrección de Pascal. Espantado ante el silencio infinito del universo, Pascal, como el pastor de Así hablaba Zaratrusta, muerde la cabeza de la serpiente que amenaza ahogarlo. Su amargo sabor, el eterno retorno de la agonía de Jesús en Getsemaní hasta el fin de los tiempos, lo libera de las verdades eternas de la historia. En perspectiva escatológica, la unidad del Espíritu absoluto de Hegel es el triunfo del Anticristo.

La ética y la razón –las leyes del Espíritu− no pueden ser las normas supremas. Hace falta como en Kierkegaard (Kierkegaard y la filosofía existencial, 1936), a través del doble movimiento de la angustia y la resignación, afirmar que para Dios todo es posible. Al mundo eterno y completo de los griegos se opone radicalmente la revelación bíblica de un mundo creado y abierto. Entre Atenas y Jerusalén, entre Sócrates y Job, no hay pacto posible:

“Dicho de otro modo, la filosofía religiosa es la lucha última, suprema, por recobrar la libertad original y el valde bonum divino que escondía la libertad, este valde bonum que después de la caída se ha dividido en nuestro bien impotente y en nuestro mal destructor. La razón –lo repito−ha arruinado a nuestros ojos la fe, la razón ha «desvelado» en ella la pretensión ilegal del hombre de someter la verdad a sus deseos, y la razón nos ha quitado el más precioso de los dones del cielo, el derecho soberano de tomar parte en el fiat divino, aplastando nuestro pensamiento, reduciéndolo al nivel del es petrificado” (“Prefacio” de Atenas y Jerusalén).

Según Camus, Chestov, presuponiéndolo, no demostraba el absurdo sino que lo disipaba. De esta manera -lamentaba el francés- el absurdo perdía “un espíritu clarividente” que habría eludido la lucha de asumir aquel como tal. Si la razón es inútil, ¿por qué admitir algo más allá de ella? Chestov habría vuelto a argumentar que, al negar la posibilidad de trascender la razón, se le concede, paradójicamente, su triunfo más completo. Si no hay nada más allá de la razón, el absurdo manifiesta, en plenitud, la verdad del nihilismo.

Ixión (1642), José de Ribera
Chestov afirma siempre, por el contrario, la posibilidad de lo imposible. De no ser así, nuestra condena no sería la de Sísifo sino la de Ixión: encadenados a una rueda, no cesaríamos de girar a lo largo del sinsentido de la racionalidad. Para acabar con tal suplicio, es preciso quebrar el eje de la rueda: la absurda fe de la libertad vence sobre la ciega necesidad del destino. Chestov, entre la apuesta pascaliana y el salto kierkegaardiano, es un personaje de Dostoiewski. Escéptico y apasionado, Camus se desespera ante la imposibilidad de lo posible. Kantiano a contrapelo, bien lejos del Abraham y del Job de Kierkegaard, se rebela contra la descripción que él mismo hacía del pensamiento de Chestov:

el filósofo ruso insinúa que Dios mismo puede ser rencoroso y odioso, incomprensible y contradictorio, pero en la medida que su rostro es más repugnante más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su inhumanidad es su prueba. Hay que saltar en él y, por medio de este salto, librarse de las ilusiones racionales”.

Camus, humanista, calienta aún los corazones con su grito de revuelta. Chestov, lejano, irredento, con sus razones inconcebibles, guarda los secretos, enigmáticos, de nuestros sufrimientos.


viernes, 9 de noviembre de 2012

Cary Grant en calzoncillos.





Es conocida la anécdota en que Cary Grant entra en un hotel y, al registrarse con su nombre, el conserje, irónico y escéptico -según otros, sorprendido-, le espeta: “No se parece usted a Cary Grant”. Como en un diálogo de una screwball comedy, el actor responde de inmediato: “Ya lo sé. Nadie se le parece”.  

Se ha hablado de las dudas que atormentaron al protagonista de Sospecha sobre su identidad, a caballo entre quien había sido, Archibald Leach, y el que llegó a ser como un dios del Hollywood dorado. Prefiero creer que, tras su sonrisa irrepetible, quien rayos fuese Cary Grant sabía que su nombre fijaba un punto de fuga que, como en sus frecuentes viajes lisérgicos, sólo podía entreverse en un haz de luz proyectado sobre una pantalla blanca.

Han corrido ríos de tinta también sobre su posible homosexualidad. La famosa foto con Randolph Scott, ambos en bañador, es antológica. Según una de sus amantes, Grant usaba bragas, sin encajes ni costuras. Probablemente, más que bisexual, era pansexual. Al mirar a sus compañeras de reparto, parecía estar contemplando a jugosas Evas tras comer la manzana del árbol del bien y del mal. Con cierto alegre cansancio, sabía que era tan inevitable como necesario probar el fruto prohibido. Quizás no pudiera amarlas, pero las conocía tan bien que no podía dejar de quererlas.

Su elegancia brilla secretamente en las situaciones más ridículas de sus películas: vestido con un albornoz de mujer, despeinado, en La fiera de mi niña; disfrazado de mujer en La novia era él; en calzoncillos en Con la muerte en los talones; o duchándose con su impoluta camisa blanca y sus gafas de pasta en Charada. No hubo ningún actor capaz de mantener esa divertida dignidad de quien sabe que la ha perdido muchas veces en su vida.

¿Se imaginan ustedes así a un Spencer Tracy, a un Gregory Peck o a un Charlton Heston? Tracy vestía siempre de impecable terno mesócrata; Peck parecía un profesional liberal del Este; Heston, en sus mejores películas, siempre salía medio en cueros. Cary Grant sabía que la mejor manera de desnudarse emocionalmente era enfundarse un perfecto smoking para ir a un cóctel de media tarde.

Alfred Hitchcock, con su pinta de carnicero inglés, odiaba con admiración rendida el estilo de su actor fetiche, capaz de reflejar las dualidades más oscuras de ambos. El personaje de Devlin (Encadenados) podría haber sido su icono y su fantasía. A las rubias el director las acosaba como un gañán en celo, con refinada crueldad y con patético resultado. A su compatriota, como un vampiro, hubiera deseado succionarle el encanto mientras lo colgaba del monte Rushmore (Con la muerte en los talones), cuando lo hacía pasearse por los tejados de Niza (Atrapa a un ladrón) o al pretender que envenenase a Joan Fontaine (Sospecha). Como venganza, la sonrisa perpleja del ladino Cary Grant ocultaba las arrugas de sus trajes.

Hoy en día puedes encontrarte en cualquier Burger-King a tipos como Bruce Willis (el macarra de buen corazón), Antonio Banderas (el guaperas intelectual) o Jude Law (el andrógino inquietante). A Cary Grant, que era tres y muchos más en uno, sólo se le puede recordar en una silla ausente en Maxim's, que ya no es lo que fue.


P. S. Si tuviera que elaborar la lista de cinco películas suyas, me atrevería a dar los siguientes títulos:

La pícara puritana (The Awful Truth, 1937, dir. Leo McCarey). Por sus conversaciones con Irene Dunne y Ralph Bellamy.



Luna nueva (His Girl Friday, 1940, dir. Howard Hawks). Por sus rifirrafes verbales.




Historia de Filadelfia (A Story of Philadelphia, 1940, dir. George Cukor). Por ser Hermes, el amante de Afrodita Hepburn.




Encadenados (Notorious, 1946, dir. Alfred Hithcock). Por el amor fou que desprende en la escena final.




Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, dir. Alfred Hithcock). Por la escena de la comisaría.





martes, 6 de noviembre de 2012

El sueño de Francesca. Ezra Pound en el limbo.





Al poeta norteamericano Ezra Pound (1885-1970), excelso lunático, se deben traducciones al inglés de Confucio, de Li-Po, de Rabindranat Tagore. Conocedor inmenso del stilnovismo, tradujo, parafraseó, amó a Cavalcanti. Sin él, The waste land de T. S. Eliot no tendría su fuerza daimónica (“¡Shanti, Shanti, Shanti!”). Sin su ayuda, le habría sido más difícil a Joyce publicar el Retrato y el Ulises. Sin su apasionamiento creativo, careceríamos de sus excéntricos Cantos, creados al ritmo de la locura, del encierro y del estigma social que cayó sobre el nombre de este “traidor a la Patria” tras la II Guerra Mundial.  

Fascista, anticapitalista, su obra es norteamericana hasta la médula de su condición exiliada. Pound fue el hijo crápula que Walt Whitman habría desheredado. Creándola, derrochó una obra tan inmensa como la de su padre.

Si traigo a Pound a este rincón, es sólo por uno de sus primeros poemas, “Francesca”, escrito probablemente en Venecia hacia 1908. Poema casi adolescente, resonó en mí, por primera vez, a esa edad incierta en que el mundo brilla tanto que uno trastabilla a oscuras por él. Me ha acompañado durante treinta años, primero en la traducción de Ernesto Cardenal -¡el cura sandinista!- y Coronel Urtecho, y, después, en la edición inglesa de Personae.

"Tú saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente, 
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti. 

Yo que te había visto entre las cosas prístinas,
Me encolericé cuando decían tu nombre
En sitios ordinarios.
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O que como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola."

Durante años creí que me había hechizado la búsqueda de esa Francesca, sola, que salía prístina de entre la multitud de conversaciones en la noche. Por supuesto nunca la encontré, pero estaba allí delante de mi imaginación con la misma intensidad lumínica que Katherine Hepburn al borde de la piscina en Historias de Filadelfia: gélida, sí, pero abrasando las manos y los ojos que se le acercan.



A Philadelphia Story (1940), dir. George Cukor.


Steiner ha reconocido que “los compases iniciales y el martilleante accelerando de «Je ne regrette rien» de Edith Piaf –el texto es infantil, la melodía estentórea y la política suscrita por la canción poco atractiva- seducen todos mis nervios, me llegan hasta el hueso como una quemadura fría y arrastran la razón hasta sabe Dios qué infidelidades cada vez que oigo la canción y cuando la oigo, inesperada y recurrente, en mi interior”. Acúsenme de romanticismo trasnochado y seré el primero en reconocer que el poema no es especialmente brillante, pero me pasa con el poema de Pound lo que a Steiner con la canción de Piaf: el texto es adolescente, el ritmo delicuescente y su sensibilidad naïf. Pero cada vez que vienen a mi memoria algunos de sus versos se dilatan mis pupilas y mis manos tiemblan como hojas de otoño.

Pero no es el recuerdo de Francesca, de su sombra o de su halo, el que me hace estremecer. Siempre he sabido que alcanzaría sólo su imagen si quisiera que las olas frescas anegaran mi mente (might flow over my mind) y que el mundo se secara como una hoja muerta (dead leaf) o como semillas de dientes-de-león (as a dandelion seed-pod), y que entonces fuese esparcido (and be swept again).

Al leer, al masticar estas palabras, se produce el misterio de que mi mente se anegue y de que el mundo se avente y de que todo yo sea una ola fresca, una hoja muerta lanzadas más allá de mí mismo. La poesía es el lugar performativo por excelencia: el decir hace aparecer lo que convoca, por más que entre sus intersticios se cuele la conciencia de sus límites, de la precariedad de su éxtasis.



Paolo y Francesca (1864), de Anselm Feuerbach.


La Francesca del poema de Pound remite seguramente a la protagonista del Canto V del Infierno de Dante, en un pasaje conocidísimo. Casada con un deforme, la joven lee la historia de Lancelote y Ginebra al lado de su apuesto cuñado Paolo. Ambos se besan en el momento en que llegan a la escena en que los personajes artúricos hacen lo mismo. No compensa la literatura los sufrimientos y las carencias de la vida, no; los define y los trasciende.

Como James Stewart, enfebrecido, adelanta las manos para acariciar el fulgor que desprende la Hepburn, así Paolo, en el cuadro de Anselm Feuerbach, contempla concentrado, en la penumbra, la boca de Francesca transfigurada por la lectura. Es un instante condenado al beso o a la destrucción. Aunque uno esté llamado a encontrarse con Beatriz en el Paraíso, siempre acaba pasando lo mismo que le ocurrió a Dante que “caddi come corpo morte cade”.


viernes, 2 de noviembre de 2012

El dédalo de los ecos. James Joyce, el bardo vándalo.





La vida de los jesuitas siempre me ha atraído más por la literatura que ha generado que por su realidad cotidiana, admirable en tantos sentidos. Ars longa, vita brevis. Podría decirse que la literatura antijesuítica –pergeñada en gran medida por sus antiguos alumnos-ha contribuido más al mito de su astucia y de su inteligencia que su extraordinaria capacidad pedagógica.

Admitamos que sin la una no habría podido desarrollarse la otra, pero convengamos también que este hecho es tanto más llamativo cuanto que la incapacidad casi metafísica de la Orden de san Ignacio, tras el Barroco, para acertar con cualquier forma artística, a excepción de la autopropaganda, corre pareja a la sensibilidad estética con que sus debeladores han captado el genio de su carisma.

De adolescente me embuché el soberbio libelo A.M.D.G (1910) de Ramón Pérez de Ayala, con el entusiasmo anticlerical de los pocos años o de la mala intención. Me costó tiempo comprender que aquella visión reflejaba en realidad la brutalidad descerebrada, pero no estúpida, que anida en el fondo de todo español. En su momento Ortega discrepó de su autor sólo en la conclusión: a los jesuitas habría que disolverlos no por malos, sino por ignorantes. Con ojos europeos, creo más bien que ni lo uno ni lo otro: los jesuitas allí retratados eran una banda de maníacos y de psicópatas, cuya disolución hubiera sido más un imperativo terapéutico que pedagógico.

Leer después el Retrato del artista adolescente (1914) de Joyce, en la delicada traducción de Dámaso Alonso, me curó de aquel espanto ayaliano. Los jesuitas con los que tenía que lidiar Stephen Dedalus podían ser mediocres, ásperos, autoritarios, pero brillaban con la luz propia que desprendía un método capaz de proporcionar la fuerza y la decisión para explorar, exprimir e ingerir la pulpa de la propia experiencia vital.

Cada uno de los capítulos de aquella novela, con sus variaciones de estilo, que reflejaban líricamente la evolución psicológica y artística del protagonista, se me aparecía como una semana de los ejercicios espirituales ignacianos, en cuya duración lo psicológico moldea a su gusto lo cronológico.

Todo el libro me parecía orientado al objetivo tan jesuítico de “hacer elección” y “tomar estado”. El famoso pasaje de la meditación del infierno, en que los niños temblaban de terror ante el despliegue teatral del padre director, no sólo homenajeaba la técnica de la “composición de lugar” sino que también podría interpretarse como un bucle metafictivo en el interior de la trama: tanto el protagonista como su desdoblado narrador toman conciencia en el nivel imaginario y en el textual de la decisión que han de tomar como su destino más íntimo.

Claro está que Stephen Dedalus declinará la indirecta invitación a convertirse en jesuita. Pero cuando sale del colegio con la desolada y aérea amargura de quien no puede no exiliarse si desea cumplir su vocación, está ya ahormado en el modelo jesuítico,  absolutamente profano, de quien no tiene más hogar que los confines de su imaginación. Dedalus es el alucinado misionero de los enigmas del lenguaje.

No debería extrañar entonces que el Ulises (1921) comience con estas palabras: “Sube aquí, cobarde jesuita”. Esta obra, inabarcable, agotadora, exhausta, que es, a la vez, homérica y dantesca, es salvajemente clásica. Puede que Dedalus sea en esta novela Ícaro, Teseo, Hamlet o el sepulturero de Ofelia, pero es también uno de esos locos shakesperianos que gritan a las potencias caídas de un cosmos derruido.

La glosolalia del Ulises –don de las lenguas− alcanzará en Finnegans Wake los extremos materiales de la ininteligibilidad mí(s)tica, pero lo logrará después de que Dedalus, sacerdote de la furia y del ruido, brutalmente desesperado, sin familia, patria y religión, oficie en un prostíbulo la ceremonia de tinieblas, la consumación escatológica del nadir verbal ante Leopold Bloom.

El monólogo final de Molly me hace sospechar, en cualquier caso, que Joyce había aprendido hasta el tuétano la lección de las meditaciones ignacianas: no buscar sólo la introspección, sino estar atento al secreto –a las mociones− del fluir ininterrumpido de las imágenes en la memoria. La profanación joyceana de lo divino sería así el misterio último del sacrificio estético: un pleno, cenital, de una realidad transfigurada.

“sí y de todos aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañuelas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardines de la Alameda si todas las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije sí quiero Sí”.


Aún hoy, creo vislumbrar a Dedalus, perdido por Dublín, en la bruma de mi juventud. Como él he olvidado el rostro, no el nombre, de aquellos jesuitas.