martes, 24 de julio de 2018

Rut y Medea.

Versión de Theotokos de Vladimir,
Andrei Rublov (1405)

Como saben bien mis pacientes lectores, siempre he sentido una juvenil inclinación, como una inacabable tentación hermética, por el psicoanálisis. Dado que he querido excavar insensato, entre las paredes de estas entradas, las celdas de un monasterio familiar, he acogido con hospitalidad y gratitud algunos libros de Massimo Recalcati (1959), sea sobre la relación entre el padre y el hijo, sea sobre la que mantienen el alumno y el maestro. Por ello, en un día de asueto madrileño, ante el escaparate de mi librería adolescente, qué maravilla del azar haberme topado con Las manos de la madre (Barcelona, 2018).

Si en El complejo de Telémaco Recalcati situaba el núcleo de la discusión bajo la Ley de la Palabra, en este libro dedicado a los deseos, los fantasmas y la herencia de lo materno es preciso asomarse al magma inconsciente, plenamente semántico, de lalengua. Ante el padre ausente, Telémaco tiene la obligación de recuperar para sí una herencia que debe disputar contra el reflejo (anti)edípico que sigue prolongando en nuestros días el espejo quebrado de las obras de Deleuze y Guattari. Ante la madre perdida, su sentido de la filiación debe reaprender los caminos culturales y psíquicos de su (auto)percepción de la realidad. Entre Freud y Lacan Recalcati se lanza de nuevo a una aventura iniciática en que junto a los mitos griegos, asoman, con fuerza, las figuras femeninas veterotestamentarias.

Al final de mi reseña a El complejo de Telémaco me preguntaba qué tipo de esposa y de madre podría esperar el hijo de Ulises para sí y sus descendientes, teniendo en cuenta que en aquel libro la figura de Penélope era enfocada sobre todo como gozne entre las dos figuras masculinas. En una perspectiva lacaniana, Recalcati indicaba entonces que “con su propia espera de Ulises, Penélope transmite a Telémaco que la ausencia del padre está teñida de sentido humano”. En cambio, en el libro que ahora nos ocupa, con una coherencia paradójica, Penélope no es ni por asomo mencionada. En efecto, no puede dejar de meditarse si la resistencia melancólica de la esposa de Ulises a los pretendientes apenas deja espacio a los rasgos que definen la maternidad. ¿No están en ella la espera, el cuidado, la paciencia o el deseo volcados sobre la figura del marido ausente? 

Telémaco sale en busca de su padre también para afirmar el deseo que le ha sido sustraído -y no simplemente negado- por sus progenitores. No siendo Edipo ni Narciso, debe escapar al círculo de la neurosis que le acecha taimadamente, sintiéndose arrojado a una soledad con la que debe tejer por sí solo el vínculo entre la Ley y la vida. La suya es una tarea de reconciliación con ese deseo que ha aprendido a modelar mediante tanteos. Puesto que sus padres no han podido acabar de transmitirle su naturaleza, investiga a tientas sus posibilidades de sentido que dan forma, más que a su identidad, a la certeza de poder decir “yo”. Es esta su apuesta más profunda: “Mientras que el deseo del padre transmite el trauma de la Ley y la posibilidad de encarnar la Ley en el deseo, el deseo de la madre transmite el sentimiento de la vida”.

Los paralelismos muy sugerentes entre la paternidad de Ulises y la de Abrahán, sobre el fondo de la figura de Jesús, que Recalcati había establecido en el libro sobre padre e hijos, cobran ahora ante la figura de la madre una nueva reverberación con el protagonismo de las grandes matriarcas del Antiguo Testamento, Sara y Rebeca, más allá de la dialéctica esquizoide de la escena del juicio de Salomón. Sus rasgos se perfilan, implícitamente, con más agudeza en contraste con los de Medea: “Podríamos definir como «complejo de Medea» ese complejo que lleva a las madres no solo a matar a sus propios hijos invirtiendo de un plumazo la cadena de la generación («¡Te di la vida, y ahora te doy la muerte!»), sino a descartarse como madres para poder seguir existiendo como mujeres”.

Sobre la idea de que el proceso de filiación no depende exclusivamente de la dimensión naturalista de la familia, sino sobre todo de la centralidad simbólica en que se desenvuelve, el piscoanalista italiano parece querer esquivar algunas aporías de la apologética (anti)abortista, la cual ha solido contraponer la interpretación positiva y natural del precepto jurídico de no matar. Recalcati, no creyente, dedica unas páginas maravillosas, de una penetración teológica casi impensable hoy entre los exegetas de oficio, a María Virgen:


"En este sentido, María es el paradigma más puro de la maternidad: contener en sí misma el misterio de una desmesura, de una imposibilidad, de un acontecimiento que no puede explicarse nunca del todo, llevar en su seno al Hijo de Dios, custodiar un excedente, contener en el reducido espacio de su propio vientre, tan diminuto, la desproporción de lo absoluto, el adviento de Dios en el mundo, el acontecimiento destinado a cambiar el mundo por siempre. ¿Pero acaso no ocurre siempre así, una y otra vez, para cada madre? ¿No es el misterio de María un misterio que se repite infinitamente en toda maternidad? ¿No es llamada toda madre a dar su propio cuerpo a una vida que no podrá imaginar, prever, definir y que debe necesariamente perder?"


Ejemplo del principio evangélico de dar la vida al y por el otro mediante una activa dinámica kenótica, que en términos psicoanalíticos pasaría por asumir el vacío y la pérdida que hace posible los liberadores mecanismos del deseo, la figura de la madre alcanza así gigantescas proporciones crísticas que Medea rechaza con furia indisimulada. La invocación de la Mismidad, que reclama el derecho a disponer a su antojo del propio cuerpo como la herramienta de su identidad, más que con la (in)Diferencia se encoleriza ante el testimonio débil y callado, inexpugnable, de la Otredad.

Indirectamente y hasta de un modo ambiguo, el planteamiento de Recalcati podría contribuir también a poner en jaque psíquico la (i)legitimidad de los experimentos de la ingeniería genética. Al querer ésta ocupar el lugar de Dios, con el fin de instaurar una nueva Creación, el deseo deja de movilizar las posibilidades de sentido abiertas al cuidado de su carencia y vacío. Lo suplanta la afirmación de una voluntad que transgredirá, con su violenta afirmación, los límites de la geografía nihilista que traza a la vez de forma totalitaria. Frente a los susurros significantes de la Palabra, no es extraño que nuestra época, antimetafísica, alce como absoluto el derecho ininteligible del Grito. ¿Por cuánto tiempo resistirá vigilante el símbolo -la cifra del Misterio- de la Vida?

La lección sobre la maternidad que se extrae de las matriarcas es que la maternidad no es solo un acontecimiento que atañe al cuerpo, sino un «ir hacia» una apertura. […] Un profundo hiato se abre de par en par entre la Ley de la naturaleza y una Ley de orden muy distinto de la que depende la posibilidad de la maternidad: Sara, Rebeca y Raquel se convierten en madres gracias a una Ley que quebranta la Ley de la naturaleza y que concierne al encuentro con una palabra -la de Dios- que desplaza el problema del acceso a la maternidad del ámbito de la naturaleza al del deseo. Es ese el misterio, fisiológico incluso, de la maternidad: el embrión señalado como ajeno por el cuerpo de la madre no provoca las consabidas respuestas inmunológicas; la agresividad defensiva del sistema inmunitario no se activa, sino que retrocede; el dominio del Yo deja espacio a la posibilidad de otra vida, se debilita, retrocede misteriosamente, es transcendido. El texto bíblico y el psicoanalítico insisten en la heterogeneidad que aleja la vida humana de la vida absorbida en su inmediatez natural. El acceso a la maternidad no se produce a través de los cuerpos, sino a través de la palabra; se hace necesaria la intervención de otro orden, de un Tercer orden”. 
(Massimo Recalcati, Las manos de la madre).

Sigue en pie, pues, la pregunta. ¿A qué mujer-madre, integral, no escindida, buscará Telémaco? Cabría rescatar la obsesión occidental, (anti)genealógica, contra las relaciones parentales, con una reflexión profunda sobre la fraternidad que convierte la mutua donación del varón y la mujer en el icono original del amor de Dios. Bajo el amparo de ese Tercer orden que menciona Recalcati continúo viendo despuntar la actualidad de la historia de Rut, la moabita, que abandona su casa y sus dioses para hacer del pueblo de Noemí su pueblo y de Dios su Dios. Su historia de amor con Booz es la de una piedad que encuentra en la Palabra que comparten ambos la esperanza trascendida de una nueva tierra y de un nuevo cielo que asumen los derechos de los muertos que les preceden y que los desbordan con la gracia de la vida por venir.

Los ancianos y todos los que estaban a la puerta dijeron: «Somos testigos. A esta mujer que entra en tu casa la haga el Señor como Raquel y Lía, las dos que edificaron la casa de Israel. Y tú sé poderoso en Efratá y famoso en Belén. Que, por la descendencia que el Señor te conceda de esta joven, tu familia sea como la de Peres, el hijo que Tamar dio a Judá»
(Rt 4, 11-12).

Tal vez sea éste el Reino que Telémaco tema y desee, y que habría de arrancar de la mano de la filiación desgarrada y pretendiente, triunfante y jactanciosa, de Medea.


1 comentario:

  1. Bellísimas y reveladoras palabras, amigo Cavalcanti. Y benditas sean tus inclinaciones juveniles al psicoanálisis!

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