martes, 3 de abril de 2018

Romance de la petitona.



Virgen niña en éxtasis,
Francisco de Zurbarán (1630)


A mi hija pequeña le cosquillea el alma preguntarme de tanto en tanto el motivo de la forma castellana, con aféresis y metátesis, de su nombre. Con sonrisa tímida e iluminada, como sólo en la infancia se atiende el relato de una gesta mil veces repetidas, escucha siempre complacida la misma respuesta. 


En su temprana adolescencia su padre fue herido por la literatura, deslumbrado por la sintaxis medieval. En su imaginación quedó grabado a fuego un episodio de la iniciación épica de un joven castellano: en una iglesia el héroe había obligado a jurar a un rey que no había participado en el asesinato de su hermano, como condición para prestarle obediencia de vasallo. Tanta impresión le produjo la lectura de este caso que sintió que una hija suya llevaría el nombre de aquel templo consagrado en honor de una virgen siciliana. Veinte años antes que ella naciera, Dios había concedido a su padre, el narrador de esta otra historia legendaria, pensar en ella, a fin de que guardase en la memoria su deber de traerla al mundo.

En la última Navidad mi hija se me acercó una vez más. Abrí el volumen del Romancero viejo y le señalé la fecha que había anotado aquel joven que, sin que ella pudiese ya conocerlo, latía por sus venas ante sus ojos. Atónita, como si la leyenda empezase a cobrar sorprendentes contornos reales e inmediatos, empezó a escuchar a su juglar declamar exaltado el ritmo octosilábico del romance (h. 1200) del juramento que tomó el Cid al rey don Alfonso

A medida que los versos se sucedían torrencialmente en mi voz, observé en mi hija una mirada entre fascinada y extrañada. Comprendí embriagado que las aguijadas y los cuchillos cachicuernos habían empezado a proyectar ante ella las imágenes de toda una juventud que había culminado al sostenerla recién nacida entre mis brazos. De algún modo íntimo y sobreentendido le estaba relatando, agradecido, la historia de mi vida, entrelazada inextricablemente con aquellas palabras que para ella eran tan nuevas y tan enigmáticas:  tan decisivas.

Con zapatos de lazo, con camisones de Holanda y con capas frisadas, regresaba la tensión exasperada de una biografía desterrada a encontrar la recompensa de su razón. Peregrino ausente, había debido recorrer los confines de un espacio moral que de tan llano había desesperado no pocas de aquellas jornadas polvorientas que parecían no conducir a ningún destino físico o espiritual. Rememoradas, la escritura de estas líneas las invocan, otra vez, cumplidas.

Por analogía hermética, barrunto entre estas líneas la tersa desnudez de aquellas formas simples que caracterizan el Romancero y que desembocan en esta narratividad apenas esbozada. Baste mencionar el caso como el primero de entre ellos y el romance de la jura como el ejemplo más depurado en el tratamiento de sus rasgos: el juicio, el detallismo descriptivo y la recompensa.

Jura del rey Alfonso VI en Santa Gadea,
Marcos Hiráldez Acosta (1864)
Emprendo así ahora mi alegórica defensa. Jamás, hija, he abjurado de mi pasión literaria. Le he consagrado, en silencio y en secreta humillación, mi carrera toda. Cada juramento recibido fue, a cambio, traicionado. Lo saben bien mis pares: “Haced la jura, buen rey, / no tengáis de eso cuidado, / que nunca fue rey traidor, / ni papa descomulgado”. Es cierto que nunca me tuve por honrado de besar mano alguna, ni de príncipe mundano ni luciferino. Puede que a todos, sin intención y con acierto, afrentara. Pagué, probado, la pena del destierro.

Por rebelde, he sido buen vasallo. Reconozco con pesar que no he tenido señor que haya merecido tal nombre. Ejemplar no he sido. Entre mesurado y levantisco he perseverado. Soy consciente de que, para haberlo logrado, me he apoyado en una estética, no menos barroca que gregoriana, no menos stilnovista que claravalense; íntimamente hispánica. Imprevista, reivindica que por justicia tararee la mazurca en este día de Pere Gimferrer: “Y es, por ejemplo, ahora / esta lluvia en los claustros de la Universidad, / sobre el patio de Letras, en la luz charolada”. Oh légamo, légamo, desleído en las barbacanas de mi memoria...

Con la muerte de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora escandida entre precisos recuerdos alterados, me ha sido posible a lo largo de un cuarto de siglo guardar fidelidad a la promesa escatológica que convertía misteriosamente un poema de hace ochocientos años en la señal que había recibido de custodiar tu vida escrita, petitona, desde toda la eternidad a través de un futuro que se abría incierto. Cada vez que lo releo ahora advierto una plenitud providencial en todos los renglones torcidos y las rimas rotas que, insensato, haya podido lamentar en las etapas de mi transmisión textual.


                                      “En Santa Gadea de Burgos,
                                       do juran los hijosdalgos,
                                       le toman jura a Alfonso,
                                       por la muerte de su hermano;
                                       tomábasela el buen Cid,
                                       ese buen Cid castellano,
                                       sobre un cerrojo de hierro
                                       y una ballesta de palo
                                       y con unos evangelios
                                       y un crucifijo en la mano”.

                                       (Romance de la Jura de Santa Gadea)

Mas no le faltó a tu padre adonde asentar su campo. En nuestro hogar ruego no olvidar nunca la respuesta: "Papá, ¿por qué me llamo Gadea? - Tú lo sabes, hija mía".


1 comentario:

  1. Yo ya barruntaba que el nombre de Gadea algo tenía que ver con el juramento del que hablas.

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