Les Casseurs de pierres,
Gustave Courbet (1849)
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Hace
una semana conversaba en tránsito mi heterónimo con Jesús Ares
en un rincón del aeropuerto. Intentaba explicarle, con su impotencia críptica, que
cada uno de nuestros mutuos nombres es la posibilidad que sólo Dios es capaz de grabar con trazo seguro
en el libro de una vida que a tientas protagonizamos, inciertos, tras la
comunión de los santos. No existe para él otra realidad que la escatológica. Ella
marca la diferencia -la herida- de nuestra existencia en cada una de las
preposiciones con que testimonia, explorador, la condición de imagen suya. Al
despedirse de su paciente y cálido amigo, le vino a la memoria una pequeña nota que ha quedado suspendida,
inédita, sin respuesta. Era justo que así fuese. Sus heterónimos no son
imaginarios, sino almas transubstanciadas.