viernes, 17 de noviembre de 2017

Preámbulo del Anticristo, con ecos de Vladimir Soloviev.



Retablo de todos los Santos,
Albrecht Dürer (1511)

En XXI Güelfos mi heterónimo seleccionaba la entrada “El Papado y el katéjon” como pórtico de su Purgatorio. En ella releía, todavía con una cierta ingenuidad, la seriedad escatológica con que el beato John Henry Newman comentaba, en su periodo anglicano, las profecías sobre el Anticristo. De los cuatro sermones que dedicaba a esta figura en 1835 escogió, no casualmente, el de “La ciudad del Anticristo”. En el fondo sostenía que Roma, entendida en el sentido a la vez metonímico y anagógico, político y místico, que había representado el Papado en la historia de occidente, ha encarnado una figura del katéjon, es decir lo que retenía la llegada del Anticristo.

Comoquiera que combato con fuerza la tentación milenarista de descubrir ya signos apocalípticos en los acontecimientos globales que reflejan la descomposición social y moral de nuestra época, creo que es hora de volver mi mirada desde Occidente hacia Oriente. En vez de querer usurpar su lugar, tengo para mí que Pedro debería orar con fuerza y clamar para que Juan se ponga en camino desde Patmos. Pablo advertía a los tesalonicenses que “cuando estén diciendo «paz y seguridad», entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina” (I Tes 5, 3). No son otras las palabras que repiten una y otra vez, como programa disciplinario, las dominaciones y las potestades de este mundo en épocas convulsas como la nuestra. En no pocas ocasiones la propia Iglesia se ha sumado con entusiasmo a ellas como si pudiesen conjurar, retrasando “por anticipado”, la consumación incendiada de este mundo.

Juan constata: “Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido…” (1 Jn 2, 18). Tal vez, casi con seguridad, hemos empezado a vivir el tiempo de la Apostasía, pero “si alguno entonces os dice: «El Mesías está aquí o allí», no le creáis, porque surgirán falsos mesías y falsos profetas...” (Mt. 24, 23-24). El beato Newman insinuaba que este período había comenzado con la Revolución francesa. Según su exégesis, se podían entrever, aunque sin mencionar, en la personalidad de Napoleón los rasgos de los tipos históricos del Anticristo desde Juliano el Apóstata en adelante. Prudente y patrístico, el autor del “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana” resaltaba la naturaleza histórica de la economía de la salvación hasta en su dimensión escatológica.

Es preciso observar en los signos de la historia los acordes simbólicos del plan divino de una salvación que debe atravesar, por segunda vez, la destrucción cósmica de la obra de Dios hecha carne, para que así se manifieste el triunfo definitivo de su Creación renovada, resucitada. La figura del Anticristo es clave en este itinerario. De nuevo, en un sentido espiritual, si el Reino de Dios está entre nosotros (Lc. 17, 21), ¿qué puede impedir pensar que la hora del Anticristo sonó en el momento en que Jesús, dando un fuerte grito, entregó su Espíritu? Todas las figuras que han anticipado su llegada son, paradójicamente, instrumentos que aceleran en la dimensión de la Eternidad su Segunda Venida.

En vigilia, el cristiano advierte y combate su labor en un sentido no sólo literal y moral, sino también alegórico y espiritual. No teme tanto su violencia y su destrucción, cuanto su apariencia de bondad y de orden. Joánico, el Breve relato del Anticristo (1899) de Vladimir Soloviev (1853-1900), según se encarga de destacar Henri de Lubac, “ve en la obra del Anticristo la victoria de la Impostura: el pueblo cristiano queda fascinado y se produce la apostasía universal; sólo resiste un grupo ínfimo”. Su resistencia queda afianzada en el desierto de toda esperanza: en la roca desnuda de la Iglesia fundada por Cristo, de la que brota el agua de un bautismo de fuego.

Y fue así que tuvo lugar la unión de las iglesias en una noche oscura, en un lugar solitario. Pero la oscuridad se dispersó de improviso por una luz fulgurante. Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y con la luna bajo sus pies, y sobre ella una corona de doce estrellas. El signo permaneció en el mismo lugar por un cierto tiempo y después, silenciosamente, se movió hacia el sur. El Papa Pedro alzó su báculo y exclamó: «¡Esta es nuestra señal! ¡Sigámosla!» Y se encaminó en dirección a la visión -seguido por los dos ancianos [Juan y Paulo] y por la multitud de cristianos -hacia el monte de Dios, el Sinaí… 
(Vladimir Soloviev, Breve relato del Anticristo)


En el momento en que este manuscrito acaba el Príncipe ya había desaparecido: “¡Dios mío! Se escapó, se escapó por segunda vez. Ha sabido controlarse por un rato, pero no resiste largamente. ¡Oh, Dios mío!”… La ciudad y el monte, Elías y Ajab, Pedro y el Emperador, seguirán en pugna irreconciliable...

4 comentarios:

  1. Me viene a la mente un relato de Graham Greene, creo que escrito no mucho antes de su muerte, en el que describía la situación de una iglesia católica en la que quedaba como único miembro el Papa. Espero que le acompañen algunos más cuando venga sobre las nubes el Hijo del Hombre.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Quedará Juan para confortar a Pedro y Pablo para ser confirmado por él ...

      Eliminar
  2. Sea lo que sea, será un gran humanista cristiano, de eso no me cabe duda.

    JLC

    ResponderEliminar