Homenaje a Velázquez, Las Meninas, Ramón Gaya (1996) |
“Estoy dentro de tus ojos y miro a través de ellos,
como asomado al barandal de tus pestañas. Ahora comprendo tu sonrisa: tu mirada
ha sabido que son lo mismo misterio y transparencia” (José Mateos, Un año en la otra vida)
José Mateos (1963) es uno de esos poetas verdaderos
que, al alcanzar el timbre exacto de su voz poética, indaga maravillado el
origen de tal sonido. Otras canciones (Valencia,
2016), su último y aclamado libro de poemas, muchísimo más que un apéndice de Un año en la otra vida (2015), como con
modestia lo presenta en el prólogo, es un ejemplo consumado de una búsqueda
poética seguida hasta sus extremos más nítidos y deslumbrantes por un ejercicio
sencillo de dificilísima depuración. Mateos atiende cada vez más denso las
raíces de su gesto creador: el movimiento imprevisible y necesario de la
palabra que descubre, entre los blancos de la respiración y del verso, el
sentido precario, consciente y realísimo de la vida. Mateos no despoja su
estilo… Lo modela en el aire.
Otras canciones
es un libro que, de tan aéreo, requiere ser releído una y otra vez, como si las
hojas volasen entre las manos y, de repente, se pudiese detener una al azar providente.
El poeta advierte a sus lectores que con estas canciones “quise soñar con la
posibilidad de escribir unos poemas tan sencillos, tan desnudos, que parecieran
invisibles”. Pero “si nos fijamos bien, la luz que entra por una pequeña ranura
suele entrar siempre con más intensidad, con más vivacidad, que por los grandes
ventanales”. La estructura del poemario teje apenas, casi borrándolo al
avanzar, una delgada trama que anuda la escritura y la vida en trazos breves y
precisos que pintan el espacio del poema. Mirada y lectura, transparencia y
sentido se conjugan en el misterio intacto que asoma bajo el tiempo de sus
coplas, soleás y haikus: “Lectura. // El libro sobre la mesa.
/ Le abro las alas / y vuela”.
Cada una de sus partes entabla un diálogo con la que
le sigue y entre ambas se despliegan en otra. “Tanta verdad”, la primera parte,
desnuda la anécdota del instante en su esencia verbal. “Lecturas” se detiene en
esta tarea imperceptible, que es la decisiva, del artista que capta en lo real
su invisibilidad. Anota al vuelo, libándolas, la sustancia de las figuras de
Edipo, de Ulises y, en esfumatura, conteniéndolos, la de Orfeo al margen del
romance del conde Arnaldos: “Porque nunca la oíste / no puedes olvidarla. // Canción
/ de ningún otro mundo. / Canción del otro lado de la música, // que rescata a
los muertos / y a la mar pone en calma”. El poema explora cómo articular en la
pobreza de la expresión la riqueza de la vida que lo atraviesa como
manifestación agradecida del amor.
“Apuntes del natural” y “Paseo por el Museo del Prado”
inciden en esta espiral de una mirada reflexiva, que, al mirar de nuevo el
horizonte, se descubre transfigurada. En una y otra parte asoma el poeta pintor.
Leyendo El girasol, Vilano o Pinos
de Trafalgar el lector tiene la sensación de estar asistiendo a la
génesis de algunas de las acuarelas de Mateos. Como si viese en ellos la
decisión ética, física e inmediata, que plantea el gesto incoativo de trazar
una línea o una letra sobre el papel: “El cernícalo. / Se queda quieto en
el aire / con el aire, / y desde el
aire / me vuelve todo de aire”. La contemplación de la galería de los pintores
del Prado completa, si así pudiera hablarse, esta meditación en la que habría
que resaltar la lección y el
magisterio de Ramón Gaya.
“Paseo por el Museo del Prado. //
Enséñame, pintura, / a robarle a la muerte / tanto silencio”. Creo que no se ha
destacado suficiente que, más allá de los motivos de los membrillos, de su
amiga muerta o de la visita al Prado que comparte con Un año en la otra vida, Otras
canciones entabla un compás contrapunteado con Canciones (2000). El tema de la muerte,
del silencio, de la ausencia presente (allí del padre, aquí de Luisa) se
condensa en las líneas de unos caminos soñados y recordados, jerezanos, que a
tientas recorre con una imaginación sorprendida y que alcanza su jugo más
maduro en los poemas que componen “Aquí y más allá”, la última parte del libro que vengo comentando.
Podría decirse que Mateos, órfico, entrevé la
resurrección como morir a la muerte, adelgazando la transparencia hasta hacerla
invisible. Tanto en Canciones como en
Otras canciones no sería casual,
pues, que dedique sendos poemas a la figura de Lázaro (Canción 11 (El resucitado) y Al
margen de los Evangelios). Pero me interesa sobre todo reseñar cómo, a mi juicio, entre
uno y otro poemario la desnudez estilística del poeta ha ahondado o ha
perfilado, o, mejor dicho, ha aligerado al extremo el límite que hace posible,
desbordándolo, la conciencia frágil y precaria -y maravillada- del poema y de
la vida. En la Canción 14 de Canciones el poeta preguntaba: “Y dime,
muerte, / ¿tú eres lo que me falta / para tenerme?”. En La música de Otras
canciones el poeta, cediendo al ritmo de su canto, deja de resistir: “Música,
tú me destrozas. // Música, sigue cavando, // que cuando venga la muerte / de
mí ya no quede nada”. Sólo queda un paso: el poeta, paseando al atardecer por
los campos de Parga, descubre el origen de su canto y en él el destello lírico de
una kénosis existencial: “Señor, tú me vacías / gota a gota, / los ojos, / palabra / tras palabra. // Señor, / cuando me
muera / apenas / morirá nada”.
Llueve
Las miro:
gotas de lluvia
en el agua estremecida.
Y por fin
todo está bien:
no saber nada,
saber
que no hay nada que saber”
(José Mateos, Otras canciones)
José Mateos, en vigilia, se mantiene a la espera de la
palabra por decir, indecible, canción que le contiene, con un hondo saber esclarecido.
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