martes, 2 de mayo de 2017

El hijo pródigo y el buen samaritano.



El buen samaritano (tras Delacroix),
Vincent van Gogh (1890)

Vine leyendo en un tren Escritos corsarios (1975) de Pier Paolo Pasolini (1922-1975), una recopilación de artículos de prensa que salió publicada apenas dos semanas después de su asesinato. A cualquier lector que se atreva a introducirse en unos debates cuyas referencias, históricas e italianas, se han desdibujado inevitablemente cuarenta años después, le seguirá resultando en su fondo más radical, pese a todo, un libro bronco, provocativo, a contracorriente, sin concesiones ni en los acuerdos ni en los desacuerdos.

Aunque, como digo, el mundo que radiografía ya no es el nuestro, Pasolini mantiene hiriente una profética capacidad de anticipación de las consecuencias antropológicas, políticas y hasta lingüísticas que la civilización consumista ha provocado en la transformación radical que han experimentado las sociedades occidentales tras la II Guerra Mundial. Sus lúcidos análisis sobre la desaparición de una cultura agraria milenaria, extinguida en poco más de veinte años por el crecimiento vertiginoso, acelerado, centrífugo de un modelo hedonista, globalizador avant la léttre, se concentra en la incidencia moral y política de temas como el aborto, el divorcio o la homosexualidad, girando una y otra vez sobre algunas pocas intuiciones de fondo, desde una heterodoxa militancia que se reclama marxista y antifascista pero que observa sus objetos con una extraña fascinación reaccionaria.

Según Pasolini, esta civilización ha destruido un modo de vida ancestral que contenía en sí la nobleza revolucionaria de una cultura popular, campesina, que parecía dispuesta, en su ilusoria atemporalidad, a transformar de abajo arriba las relaciones sociales con la ayuda del instrumental marxista. Lo peor de esta ruina sería haber sido aniquilada mediante una aparente redención que, bajo la formalización “democristiana” en el caso italiano de la posguerra, habría impuesto finalmente una fascistización total de la vida humana. Su consecuencia directa, ante la muda perplejidad de quien se había creído su eterno aliado, resultaría la crisis sistémica de la Iglesia Católica.

La argumentación de Pasolini sobre las causas de este derrumbamiento del poder eclesiástico podría argumentarse así. La Iglesia, que nuestro autor, aunque no identifica, tampoco separa del “cristianismo”, habría sido una institución que durante dos mil años ha guiado y canalizado la religiosidad campesina. Habiendo optado por una alianza con el poder temporal, sus relaciones se alteran de manera irreversible con la Revolución industrial y política. El Estado burgués mantuvo todavía un “pacto” en el que no creía, pero que le era útil: la Iglesia garantizaba no sólo un control social, sino también el flujo imaginario de una esperanza escatológica.

Para Pasolini el gran error histórico de la Iglesia habría sido la firma de los Pactos de Letrán (1929), no sólo ni principalmente, con ser mucho, por la justificación del régimen fascista, sino sobre todo porque creyó que con él podría suturar a su favor la quiebra histórica de la época de la Revolución. Consecuencia de esta alianza, habría sido la ceguera que le ha impedido darse cuenta de que estaba contribuyendo a justificar indirectamente el hedonismo y el consumismo que se ha desarrollado en la última etapa de este proceso histórico. 

En estas nuevas circunstancias el poder temporal ha acabado advirtiendo la inutilidad del apoyo de la Iglesia. En esta supeditación residiría la causa de la crisis posconciliar que Pasolini encarna en la ambigua y sugerente figura de Pablo VI que se habría percatado del fin del papel tradicional de la Iglesia: “Pero una cosa es segura: que si las culpas de la Iglesia en su larga historia de poder han sido muchas y graves, la más grave de todas es haber aceptado pasivamente su liquidación por un poder que se ríe del Evangelio”.

Aun con todos los matices que se puedan oponer a este análisis ya digo que heterodoxamente marxista, a medias ácrata y a medias reaccionario, medio siglo después resulta escandalosamente estimulante la lucidez con que esboza cómo se juegan los fundamentos pre-políticos de la Iglesia en la articulación “sacramental” de la familia y en su aparente oposición al sistema hedónico-consumista.

A mí me parece muy sintomático la inclinación del nuevo poder eclesiástico por el uso simbólico indiscriminado que ha hecho de la parábola del hijo pródigo y la ausencia notabilísima de referencias al buen samaritano. A pesar de las sonrisas y de las aparentes dulzuras televisivas de los jerarcas eclesiásticos, acrisoladas durante los años plúmbeos posconciliares, quienes los conocemos bien sabemos que, tras esas máscaras, respiran auténticos depredadores psicológicos que han confundido el alma con la mente, con la consecuencia de haber arrumbado los confesionarios en beneficio de los desvanes terapéuticos.

Obsérvense los mecanismos y los dispositivos con que se llega a interpretar la parábola del hijo pródigo. Con ellos se hace posible una operación simbólica sobre la psicología colectiva, a fin de prolongar un control que neuróticamente se resisten a perder. En primer lugar, se produce una identificación dual, maniquea, de los dos hermanos con otras dos figuras: el hermano menor es el publicano que se sitúa al fondo del templo golpeándose el pecho , mientras que el hermano mayor es el fariseo arrogante y pagado de sí mismo cuya imagen depende de la comparación con el despreciable publicano. Se violenta así la propia dinámica del relato del hijo pródigo que en ningún momento siente un auténtico arrepentimiento, sino simplemente una terrible hambre que le lleva a articular una estrategia que le permita recuperar no el favor del padre, que considera en estricta y desesperada justicia humana perdido, sino obtener un empleo en su casa, de la misma manera que el hijo mayor no pretende manejar a su antojo la propiedad de su padre, sino que no entiende que su recompensa se encuentra en su comunión íntima con la voluntad del Padre y no con el capricho y la conveniencia tiránica del amo de la finca.

¿Qué lugar, pues, se reserva para sí el eclesiástico? El de Padre-Dios que “justifica” al publicano y que “acoge” al pródigo. Como he anticipado, es un padre que se comporta de modo muy raro con el “hijo mayor”: no sale a convencerle de que todo lo suyo está a su disposición, sino que va a su encuentro a cantarle las cuarenta como si fuera Jesús a todos los sepulcros blanqueados, casi como para amenazarlos con arrojarlos del templo. Se trata más bien de reducirlo a golpes físicos y emocionales, atribuyéndole toda suerte de intenciones cuya defensa simultáneamente se le niega como si se tratasen de autojustificaciones falsas y malintencionadas. Estos rasgos psicopatológicos, que reflejan una cierta perversidad moral, encuentran su clímax delirante cuando el “hijo mayor” pudiera verse empujado a reclamar su parte de la herencia para irse también a malgastarla. En ese momento el “padre” se encierra en el mutismo y desaparece de la escena, porque sabe que no podría mantener la dependencia afectiva a la que pretende someter al “hijo menor” si no puede ejercer, cohesionadora, la coacción sobre el otro hermano.

Es por ello que la figura del “buen samaritano” no puede acomodarse a la imagen “misericordiosa” de la prodigalidad narcisista. El buen samaritano es un extranjero, un hombre de paso, que atiende en un momento concreto al abandonado. Su labor, imprescindible, no es estable; no está vinculado a un sitio fijo, sino que está en camino. Se desvía, pero no se asienta. Salva, pero no sana. El sacerdote y el levita pasan de largo, quién sabe si para atender la posada por entero. El samaritano cumple con su deber instantáneo. Sin tener deuda, se endeuda para no adeudar la salud de su prójimo que, en su cuerpo herido, le plantea un interrogante absoluto: quién soy.

El samaritano, anónimo, es alguien en despedida. El samaritano podría ser un güelfo que no juzga y que se resiste a ser utilizado. Inutiliza su inutilidad al poder. Más que un gesto, el suyo es un signo de desprendimiento. El samaritano, caminante, se diluye en el horizonte, una ausencia siempre por venir, la seguridad imprevista de una providencia atenta. El samaritano es un maestro y un monje, justo porque en su decir -"y lo que que gastes de más...",- queda inscrito lo por hacer  -"...te lo pagaré al volver-". La proximidad del samaritano es una promesa que requiere confianza. El suyo es un monasterio nómada, un lugar de acogida efímero, como las tiendas de los Patriarcas. Entre Jericó y Emaús, a las puertas del desierto, vivirá arrebatado por un Dios desconocido y presente: el pan, el vino, las escrituras.

Si reanudara una lucha que forma parte de sus tradiciones (la del Papado contra el Imperio), pero no para conquistar el poder, la Iglesia podría ser la guía, grandiosa pero no autoritaria, de todos los que rechazan (y está hablando un marxista como tal marxista) el nuevo poder consumista que es irreligioso; totalitario; violento; falsamente tolerante, en realidad más represivo que nunca, corruptor; degradante. Este rechazo es lo que podría simbolizar la Iglesia volviendo a sus orígenes, es decir, a la oposición y la rebelión. Hacer eso o aceptar un poder que ya no la quiere, o sea, suicidarse
(P. P. Pasolini, Escritos corsarios)

Puesto que no existen marxistas como tales marxistas sino como secuaces de un poder irreligioso por cancerosamente consumista, la oposición y la rebelión de la Iglesia, anacrónicas en sus formas posconciliares, parecen consistir en un suicidio autosatisfecho. “«¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo»” (Lc 10, 36-37).


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