viernes, 7 de abril de 2017

Viernes de Dolores.



El Calvario de El Escorial,
Roger van der Weyden (c. 1460)

El sentido asturbritánico de las costumbres obligaba en mi familia paterna a celebrar el santo de mi abuela el Viernes de Dolores y el de mí tía el Sábado de Gloria. En nuestro sano juicio nadie ponía en cuestión que la Iglesia pudiese mover las celebraciones litúrgicas a una fecha fija del calendario. A la pulsión jurídica y racional de los experimentos romanos mi familia no oponía ningún sentimentalismo piadoso, del que siempre desconfiaba, sino el decoro de la buena educación que requiere, con la facilidad que proporciona la práctica continua, renovar cada acto a su debido tiempo. Como era el uno día de abstinencia y el otro de silencio litúrgico, bastaba una felicitación que aplazase a cualquier otro encuentro la excusa de celebrar ambas onomásticas.


Aquel mundo, evaporado, no necesitaba agendas. Ya he escrito en alguna ocasión que en la casa de mi abuela aprendí el ritmo exacto del aburrimiento. Vivían en la burbuja de un tiempo arruinado. Por eso, lo invoco ahora, porque no siento ninguna nostalgia, ni transmito a mis hijos otro recuerdo que el que de estas entradas puedan obtener en otro tiempo, que no será el mío sino uno del que, con mis errores y sin añoranzas, formaré parte. En esos dos momentos, si llegan a coincidir milagrosamente, alcanzará una nueva presencia la historia y hasta la “política” de nuestra familia como lectura de unas vidas: la liberación del peso de una ausencia que les permitirá arraigarse en el alfabeto de una memoria suspendida.

Mi reaccionarismo, paradójico, no añora un pasado ideal ni reprueba un presente apocalíptico en el que se pueda sentir, marginado, el resto elegido de una sociedad perversa. Mi padre, de cuya lucidez solía protegerse bloqueando sus consecuencias más extremas, me aconsejaba en su fiero estoicismo no dejarme deslumbrar por curas ni por conservadores. (Daba por descontado que éramos inmunes al encanto, para él inexistente, de los progresistas). Me decía que tuviese muy en cuenta sus ideas, pero que no olvidase que solían confundirse con el reflexivo: servir públicamente significaba servir(se). En plata, que iban a lo suyo, a lo de cada uno de ellos. Insistía en que a ese tipo de moderantismo, que utilizaba antes el iusnaturalismo como excusa hasta que ha podido con desparpajo prescindir de él, se le reconoce por dos frases: “Hombre, ¡no hay que ponerse así!” y, más irritado, “¿Qué pretendes demostrar?”.

Para él, tan profundamente desengañado que no prejuzgaba la de los demás, se trataba de vivir simplemente en paz con su conciencia. En un país tan tribal como el nuestro, las transacciones y los pactos para alcanzar legítimas ambiciones suelen exigir un rito previo fundacional: la disposición a vender el alma. Mi padre me enseñó que sólo aceptar que esa posibilidad es inevitable entraña el peligro de la inmoralidad más sibilina. Da igual que luego uno la usufructúe, retenga una parte, falte al juramento, renegocie los términos del acuerdo... En aquel bajar la cabeza él consideraba que se peca contra el espíritu, por más bienes materiales y espirituales, individuales o comunes, que se pudieran derivar de ese negocio. Comprendo que era -que es- difícil entender por qué se ponía así sin pretender demostrar nada, sin ni siquiera reclamar nada para sí sino el espacio íntimo de una difícil libertad.

Traigo todo esto a colación de que esta entrada aparece un viernes y no un martes, como es lo habitual. Me consuela saber que la costumbre, sin embargo, no ha sido rota como a primera vista pudiera parecer. En los primeros meses de este blog, tan lleno de entusiasmo como apenas sin lectores, solía publicar dos entradas semanales, en los días que se meditan los misterios dolorosos de la vida de Cristo. 

Es así como he ido aprendiendo que él es, realmente, un monasterio cuya regla acoge a su gusto obras y autores, lectores y sugerencias, con hospitalidad y sin acepción. Basta que entren sus almas. Mirando afuera, meditando adentro. Sin títulos ni honores. Sin más compromisos que los que dicta un sentido común que, aunque pueda errar, está alerta a sus desvíos.  No es un ágora ni un púlpito, ni una tribuna ni una cátedra, ni mucho menos un club. Su estética es solitaria, no aislada. Frente a aquel aburrimiento de la infancia en un huerto cerrado de recuerdos a menudo asfixiantes, alza los muros monásticos de una convivencia que se aparta de este presente para soñar con intensidad un hoy escatológico. Todavía no pero ya entre las manos de sus lectores. Corríjanle, si se aparta de sus propósitos, libérrimos, gratuitos. Se lo he agradecido de un modo que quizás no se entienda del todo, pero que contemplo como un presagio en el firmamento escrito de esta estética contumaz.

Este blog ha dispuesto durante estos años sus inquietudes sobre liturgia y política, monasterio y peregrinación sobre el melisma que puntúa la relación entre la Ley y la Gracia. Todo lo que cae bajo una, debe ser evitado por el siempre más de la otra. Por eso os propongo, oh lectores, que, mientras leáis esta página, contempléis conmigo las volutas que abrazan en los signos que las trazan la escena del Calvario que Roger van der Weyden despliega, cartujo, ante nuestra vista, y el rigor que tintinea en el Stabat mater (1985) de Arvo Pärt (1935). Quisiera ponerme a la escucha de sus ecos y reconocer que “la tintinabulación es un ámbito en el que a veces me adentro cuando estoy buscando respuestas -en mi vida, mi música, mi trabajo. […] Los rastros de esta perfección aparecen muchas veces -y todo aquello sin importancia se desvanece. La tintibulación es algo así. Las tres notas de una tríada son como campanas”.

Ante la máxima tristeza, la desolación de la palabra traspasada y vencida, emerge una desnudez que no se resiste a ningún silencio primordial, sino que lo redime y lo justifica más allá de sí mismo. La obra original de Pärt -no tanto la versión para coro y orquesta de 2008- alcanza una fusión de instrumentos y de voces que recobran un hálito de la certeza del canto sagrado que se manifiesta en una partitura herida y serena, matemática y abrumada. En su demorada procesión hacia una intuición de la eternidad, violín, viola y violonchelo trazan el tono emocional y espiritual que soprano, alto y tenor exploran con la exactitud del himno litúrgico de Jacopone da Todi. Tras él adivino de modo muy personal el diálogo de María y de Juan con Jesús que, con su último grito, selló definitivo el silencio.

Dormí en la cruz y la lanza atravesó mi costado por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del costado. Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso.  
Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del Paraíso: yo te coloco ya no en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida, que no era sino imagen del verdadero árbol, yo que soy la vida y estoy unido a ti. Coloqué un querubín que fielmente te vigilara; ahora te concedo que el querubín, reconociendo tu dignidad, te sirva 
(Homilía antigua sobre el grande y santo Sábado)

Arvo Pärt ha declarado que “tintinnabuli es la conexión matemáticamente exacta de una línea a otra… Tintinnabuli es la regla que convierte la melodía y el acompañamiento en uno. Uno más uno, es uno -no es dos. Éste es el secreto de esta técnica”. Pudiera ser que, en la precariedad derrotada de estas líneas, nada esté todavía medio perdido y ya todo haya estado medio ganado. Hoy, Viernes de Dolores.

3 comentarios:

  1. Te agradezco el hecho de haberme permitido conocer a Arvo Pärt, a quien, de hecho, en mi ignorancia, ni siquiera había escuchado. Aunque tal vez se trate de una cierta obsesión (fundada) respecto de J. S. Bach, aquel compositor que, según creo, ha condensado todas las fuerzas espirituales y emocionales en su música. Eso me llevó, claro está, a disfrutar de él, y casi sólo de él, con la excepción de J. J. Froberger y G. P. da Palestrina.
    Pero escuchar a Pärt me revivió un poco, ya que no creía en la música contemporánea, a no ser por algún que otro autor aislado (Cortázar, Einaudi, Max Richter), aunque a medias.
    Escribís muy bien. Te escribo desde la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estoy por finalizar la Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires.
    Te felicito. Y deseo que seamos cada vez más los cristianos que nos sometamos al estudio riguroso, pero ameno, de la literatura (o, más bien, de las artes en general). Como escribió alguna vez Rahner, el cristiano del mañana será místico o no será nada. Acaso la contemplación de la belleza de las distintas obras nos conduzca por ese camino.
    Saludos.

    Pablo M. Humenny

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    1. Palabras como las tuyas, Pablo, son un consuelo a las puertas de Getsemaní... Te las agradezco mucho. No otro es el fin de este blog como el que has sintetizado con precisión.

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