martes, 21 de marzo de 2017

Las sandalias del Bautista.



San Juan Bautista,
Jacopo del Sellaio (1485)

“… qui autem post me venturus est fortior me est, cuius non sum dignus calceamenta portare…” (Mt. 3, 11).

A N. P., en Poblet

Durante años me apliqué, con pasión, a la meditación discursiva y con imágenes. He creído siempre que en el principio no hubo silencio. Tengo la paradójica certeza de que el silencio fue creado por la Palabra que ordenó el caos de ruidos en que se extendía la nada primordial, haciendo posible aquella escucha que, en el intervalo que formó la primera respiración, llama a Ser. Con la ayuda de los Padres del Desierto, jamás he acabado de comprender esa serena ansiedad que confunde combatir las distracciones que suelen atormentar las imaginaciones inquietas y reflexivas con vaciar la mente de pensamientos. La contemplación dichosa, que opera íntimamente fuera de nuestras fuerzas, trasciende toda quietud.

Al monasterio que se oculta en el centro del corazón nunca he acudido apaciguado sino, más bien, como un peregrino sediento que, desorientado, se sabe de paso. La mía no ha sido una meditación terapéutica. Retrospectivamente alcanzo a entender que, contra lo que me parecía, no articulaba ninguna pregunta, sino que respondía apresuradamente, casi con furia, a una pregunta desoída, apenas murmurada, resonante, en el secreto de mi espíritu. Descendiente de Jacob, en el exilio de una noche estrellada he acabado reclinando mi cabeza bajo el peso de un sueño. He visto escalas y sigo combatiendo, cojo, abrazado, hasta el amanecer.

He vuelto a pensar en aquella práctica desaforada de la meditación mental al toparme durante esta Cuaresma con un lienzo del florentino Jacopo del Sellaio (1441-1493) que representa en primer plano a san Juan Bautista. Al contemplarlo detenidamente me pregunto si no era aquel meditante que fui un artista perplejo, inseguro, apenas cernido, al que se le requería, contra toda aparente razón, la obediencia interior a una vocación literaria que ponía en juego, en soledad infinita e indiferente, su salvación. ¿Puede el artista huir de su obra por hacer, a la que sus fuerzas no le alcanzan y que sabe que fracasará? ¿No anuncia el artista, en su limitación, algo que le excede y que intenta señalar con el deíctico de su técnica antes de callar impotente, olvidado y anónimo habitualmente? Nadie más grande ha nacido que el poeta, ni el filósofo, ni el teólogo, ni el científico, porque experimenta en carne viva la carencia de no ser el más pequeño en el Reino de los Sentidos.

Regreso la mirada al cuadro del Talabartero. Desearía descubrir en él un autorretrato, pues, como definía hace poco Gregorio Luri a mi heterónimo, parece como si estuviésemos decididos a escabullirnos para echar una mirada más allá del marco. Atentos, todos los elementos de los relatos evangélicos se congregan, interiorizados en una meditación de su propio arte, en esta pequeña joya pictórica. Me gustaría detenerme en la lectura paralela de Mt. 3, 4-12 y Jn. 1, 26-36.

Nuestro Juan va vestido con piel de camello, con el talabarte azul de su mirada pura y acaso melancólica, envuelto en la caída túnica roja de su martirio. Si uno aguza la mirada, pudiera descubrir saltamontes y restos de miel silvestre entre los huecos de las piedras, de las que él decía a los fariseos que Dios era capaz de sacar hijos de Abrahán. El hacha toca la raíz del árbol que se alza al lado de su cayado, en su forma tradicional de cruz latina, y que bien podría representar la corrupción de las costumbres eclesiásticas que, con una mirada melancólica y justa, llena de una misericordia penitencial, denuncia sin compromisos. Al fondo se extienden pacas de trigo a punto de ser recogidas en el granero antes de que se mande quemar la paja en una hoguera que no se apaga. Enrollada en la mano, una tira indica a quién señala su mano: “Ecce Agnus Dei”. A sus pies, vacío, el cuenco ya sin agua con que ha bautizado a quien vendrá a bautizarnos con el Espíritu Santo.

Me llaman la atención dos elementos: el cayado ya mencionado y los pies descalzos. En el artista cristiano se produce una lucha irresoluble con el ejemplo pagano, tan central, por otra parte, a las preocupaciones renacentistas. El Bautista como su arquetipo puede servir  también de réplica a fondo del poeta Hermes, el enviado de Zeus, a quien su madre había depositado al nacer en el bieldo con que aventar la parva. Su caduceo y sus sandalias aladas le permiten interpretar, en toda su ambigüedad polisémica, los signos de un cosmos en tensión infinita con las fuerzas destructivas del Caos original. San Juan, precursor, por el contrario, anticipa descalzo el camino de la Cruz.

Los evangelistas Marcos, Lucas y Juan ponen en boca de Juan que no es digno de desatar las correas de las sandalias de Quien viene tras él (solvere corrigiam calceamentorum). Sólo Mateo le hace reconocer que ni siquiera es digno de llevarLe las sandalias (calceamenta portare). Desprovisto de sí hasta el límite, el Bautista de Jacopo del Sellaio mira al espectador como solía dirigirse a los publicanos y a los soldados que acudían a él (Lc 3, 12-14) o a los saduceos y los fariseos (Mt. 3, 7) y a sus enviados (Jn 1,22).  Ante la obra cada uno de los espectadores está llamado a definirse. Como dijo el mismo Jesús, ¿qué hemos salido a ver: una caña mecida por el viento o a un profeta? En efecto, a alguien que es consciente de no ser todavía el más pequeño en el Reino de los Cielos.

Con tal melancolía, que protege, sin embargo, al Reino de la violencia de quienes quieren arrebatarlo, Juan el Talabartero señala y desplaza imperativamente con un suave gesto de las manos la atención de los espectadores. Convertidos en discípulos suyos por la purificación del bautismo de su arte, deben contemplar a Aquel que sobrepasa el marco del cuadro en fuego y en verdad. No lo encontrarán jamás en su realidad de espectadores ni de lectores; tampoco en la presencia de las pinceladas y los colores en que habita, trascendido, el Bautista. A un lado, más allá, en una ausencia que intuimos que es la realidad más presente y que exige, visible, la fe más ciega, el Cordero de Dios vive la Resurrección que la poesía, lanzándose al desierto, sólo alcanza a anunciar entre incomprensiones y curiosidades reptilíneas.

Llámase también oración de silencio, porque en ella Dios habla, y el alma calla, y está oyendo con suma atención lo que su celestial Maestro le dice al corazón, y le enseña y descubre de sí mismo y de sus misterios. Mas no se ha de pensar, como imaginan algunos ignorantes, que callar el alma y parar esperando en silencio es cesar de todo punto las potencias interiores, porque esto es imposible, si no es durmiendo, o sería muy penoso y aun dañoso, porque más sería estar ocioso y perder tiempo, y ponerse a peligro de que la imaginación brote mil disparates, o el demonio arroje pensamientos malos o impertinentes. Y así es cosa cierta que, mientras Dios no obra algo en el alma, ella ha de obrar alguna cosa con su entendimiento y voluntad y, aun cuando Dios obra, ella también hace algo con él, al modo que el discípulo, cuando está oyendo la lección con silencio, está obrando interiormente, porque está percibiendo, entendiendo y sintiendo lo que su Maestro le enseña”. 
(Luis de la Puente, S. J., Vida de V. P. Baltasar Álvarez, de la Compañía de Jesús, 1615)


Encerrado en la mazmorra de Herodes, al oír las palabras de sus mensajeros (Mt 11, 4-6), Juan recordó silencioso el testimonio del río Jordán (Jn 1, 32-33), cuando entre víboras y alacranes, vio posarse el Espíritu en Quien hace hablar a los poetas y a los pintores mirar. Ya os lo he predicho: ellos nos precederán en la Ciudad de la Gloria.

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