Prometeo encadenado, Peter Paul Rubens (1610-1611) |
Al
empezar a leer las primeras páginas del libro de ensayos El
hígado de Prometeo (Oviedo, 2016) del periodista Jorge Bustos (1982), no he podido
evitar sentir un pinchazo de melancolía. He reconocido en sus referencias la
huella de aquella incipiente licenciatura de Teoría de la Literatura que cursó
el autor en la Universidad Complutense, de cuya génesis los primeros becarios
fuimos conveniente y escrupulosamente exterminados. Como en este monasterio de
palabras sólo debería entrar el espíritu de la letra, me he librado de
cualquier atisbo nostálgico intentando concentrarme sólo en las reflexiones de un autor que. más allá de sus compromisos mediáticos, demuestra en su libro una prometedora personalidad intelectual.
La
escritura de Jorge Bustos es ambiciosa, pero se esconde a menudo tras un estilo que adopta ese aire antienfático de desenfado y hasta de descaro juvenil
que pueda servir tanto de disculpa como de máscara. Bustos ha comprendido que la
vieja guardia -que él simboliza como de pasada en el subgrupo de los
columnistas: “los abuelos cebolletas de la Santa Transición”- sigue atenta a
descabezar cualquier peligro a sus equilibrios culturales, empresariales y
académicos. Con un estilo bizarro, sí, uno suele estar más a cubierto.
Ésta
sería, más o menos, la parábola que nuestro autor ensaya en la parte de su libro titulada “España es
así”. Por más que aquella generación de la Transición haya empaquetado unos relatos culturales ya insostenibles, no ha logrado evitar que sirvan para describir mejor que cualquier parodia la realidad de un desclasamiento generacional marcado por la orgía de una
corrupción económica y moral que ha idolatrado la destrucción pop de cualquier
imagen civilizada a la altura de sí misma. La moraleja podría resumirse así: frente a la melaza sentimental que se ha apoderado
de la ideología socialdemócrata, cabe reclamar como su alternativa interna la superioridad moral de la
responsabilidad personal, o, dicho de otra manera, de una tradición que se ha
decantado canónicamente en la formación de Occidente bajo los ideales de la
Ilustración.
Tal vez por ello, para salvar en el naufragio actual su vocación de escritor, Bustos se ha dedicado al periodismo. Las “galerías de conspiradores” que presenta, nacionales e
internacionales, están presididos por el que llama “repóquer de ases del
periodismo español”. Una y otra vez a la sombra de estas figuras se intenta glosar una
crítica de la sociedad contemporánea: con Josep
Pla, que los iconoclastas vayan pasando por China; que los herederos de Guy Debord posen para un
reportaje de Manuel Chaves Nogales;
que pinche las pompas de la vanidad de los neocaciques la mirada atenta de Wenceslao
Fernández Flórez; que la pluma de César
González Ruano desmienta el tópico suicida del escritor fascista; y que la
culpa placebo de Kaláshnikov
sea diseccionada con la elegancia inglesa de Julio
Camba. En esta selección de sus lecturas publicadas anteriormente en periódicos
y revistas se advierte, pues, una voluntad tanto de afirmación cultural como de entronque con una tradición autodefinida.
No acaba así de sorprenderme que, a pesar de tanto precedente español invocado, el entusiasmo de Gregorio
Luri haya colocado a Bustos bajo la protección de Lionel Trilling o que Ignacio
Peyró lo emparente con Cyril
Connolly.
Como apocalíptico
tenaz, comprendo la paradójica fascinación de Bustos por la belleza de la
derecha que él cifra, especialmente, en los escolios de Nicolás
Gómez Dávila. En el fondo, ante la famélica legión podemita y la insolencia
neoliberal, sus únicos adversarios reales e imprescindibles somos los
conservadores. Tenemos principios y los valores se nos suponen. Por utilizar la
metáfora
teológica de T.
Todorov a la que Bustos recurre en el ensayo programático inicial que da
título al libro, los conservadores -forma educada de evitarnos el sambenito de reaccionarios- creemos de
justicia que el hombre moderno tenga que pagar al demonio el precio de su
pacto: ser como Dios. Demaistriano, creo personalmente que ese pacto de tan
terribles consecuencias es una felix
culpa. Sólo fiel al logos empeñado
podrá alcanzar el hombre posmoderno un atisbo de redención frente al padre de
toda mentira. Otra cosa es que ese hombrecillo no prefiera tirar adelante canjeando la deuda por otro empaquetado producto financiero infernal...
Como Bustos
no cree en el pacto fáustico, hay que agradecer su irónica valentía, sensible a “la belleza numantina de la posición conservadora”, pues “el arte,
la liturgia, la monarquía, la gastronomía, la historia de la ópera y del teatro
o la gran novelística occidental están de su parte, y con eso basta”. Está en lo cierto. Por ello,
me tomo muy en serio el consejo con el que emplaza al conservador a “formarse y
reformarse con la exigencia de la genuina reserva espiritual, ejemplarizante,
sin jeremiadas, ni aullidos apocalípticos. Ser muy pocos, pero muy congruentes y
muy luminosos; y ya que los demás aprendan o no, ése es su problema”. En efecto, ¿para qué levantar la voz? Basta con describir la situación atronadora.
El Prometeo exhausto que Bustos reivindica es todavía revolucionario, pero necesita al conservador -¿al reaccionario?- para hacer
frente a la incontrolable hybris de
la libertad, la igualdad y la fraternidad, que él sintetiza en los dos monstruos
de su razón: el igualitarismo y el nacionalismo. A fin de cuentas, el conservador opone al Imperio al que se
somete la fuerza inapresable del santo Espíritu, o lo que es lo mismo, guarda para el
hombre el fuego de la Auctoritas ante
toda Potestas. Bustos, que es postgibelino, se consuela admitiendo que “el hecho de que en la democracia liberal
cuaje mejor que en ninguna otra forma de Estado el programa humanista avala
igualmente su superioridad”. Me atrevería a calificar tan rotunda aseveración, semánticamente tan ambigua, de optimismo antropológico.
El conservador, que
mantiene la memoria de que, con razones, Atenas condenó a Sócrates y Jerusalén
a Jesús, no puede sino sustraerse, por su misma condición apocalíptica, a la
tentación hegeliana de Bustos. Al reafirmar la primacía del canon y de la
tradición en “el mar sin orillas” de nuestra posthistoria, nuestro autor concede
el triunfo del nada nuevo bajo el sol nihilista a una caída siempre susceptible de ser "ilustrada". Simplemente advierto que la energía que se consuma también se consume y no sólo se transforma. El
eterno retorno de lo diferente necesita la línea en fuga de un horizonte
invisible para evitar la pérdida inherente al proceso de configurar toda tradición. Si no, el desagüe seguirá atascado frente al espejismo actual de una veloz cascada entre
sesiones de spa y citas de coaching, tal como con leve y satírico sarcasmo
Bustos describe en la última parte de su libro.
“La modernidad era un río que ha desembocado en el mar sin orillas de la posthistoria. Ser posmoderno es experimentar esta sensación de final de todo, de final que no puede ser principio de nada, porque ningún río parte del mar hacia la montaña […] El tiempo futuro está contenido en el tiempo pasado, así como el mar posthistórico contiene ya todas las mareas […]. El reto es obvio: en primer lugar, reivindicar por orgullo (y no por puro miedo a la alternativa) la cultura superior fundada en la razón humanista; pero reclamar al mismo tiempo la sabiduría acumulada en el mito, que no ha dejado de probar su lucidez profética frente a la estafa del eterno progreso y sus científicos secuestradores de la moral”.
(Jorge Bustos, El hígado de Prometeo)
Según
Kafka,
ante la resistencia de Prometeo, es posible que “todos se cansaran de esa
sinrazón; los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida, cansada,
se cerró”. Bustos trata de explicarse lo inexplicable: la inexplicable cadena
de montañas que, dado que proviene de un fundamento de verdad, algunos seguimos amando tal cual son.
Enhorabuena y muchísimas gracias por este sitio.
ResponderEliminarMuy bueno. Me ha parecido muy interesante.
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