martes, 18 de octubre de 2016

El escritorio monástico de Cavalcanti.



San Jerónimo en su celda,
Albrecht Dührer (1511)

Como saben mis lectores más fieles, acostumbro a templar, silenciosos, la armonía desacordada de mis deseos sobre la mesa de este scriptorium, donde quisiera no dejar de copiar las palabras, las siluetas o el ritmo de una cultura que, como modo de vida, se está extinguiendo hasta en sus brasas. Algo caballeresco, meridional, tal vez atraviese ese ideal ausente que aún inflama mi corazón en camino hacia occidente. Que la letra de tal código no esté grabada sólo en piedra es, sin embargo, una gracia que florece, aquí y allí, entre las grietas silvestres del monasterio al que pertenezco.

Estoy cada día más convencido de que el monje es el icono viviente, por oculto, a cuya contemplación nuestra época ha cegado sus ojos. El monje no se refugia tras las paredes de un edificio ensimismado para protegerse de los embistes impuros de la realidad. Al contrario, hace de las tan cacareadas periferias su hábitat. Porque no hay otro centro que Dios, disloca toda pretensión antropocéntrica. La theosis del hombre es la oración incesante. Su ayuno, su castidad, su desapego de sí mismo se dirigen más allá de las elípticas referencias de este mundo. San Juan Damasceno esculpió su sentido en una definición inabarcable: “ascensum mentis in Deum”. La simplicidad del espíritu es la gramática olvidada de la oración.

Con los labios el monje rumia el fuego casi ininteligible de su esperanza. Alimenta su memoria o(b)rando las chispas del bien que alcanza a entender. No cede al desánimo que se apodera sin cesar de su imaginación. Cultiva este jardín con el silencio de su retórica. “Cibus in ore, psalmus in corde sapit […] Mel in cera, devotio in littera est”, aconseja san Bernardo. ¡Qué descansada vida la que del mundanal ruido se alza hasta la exacta palabra inaudible de Dios!

Sentado en blanco ante mi pupitre repaso las copias con que he transcrito -he fundado- el monasterio de la trilogía güelfa editada por mi heterónimo. Al releerla observo cómo he logrado levantar sus muros y cultivar su huerta con el agua del pozo de mis memorias; el agua, por supuesto, formada con sus lecturas. Ahora que, de alguna manera, he empezado ya a disolverme en el aire de la repetición, espigo entre sus páginas en papel aquellos fragmentos de los que he querido ser un reflejo indirecto, fiel y posible, veraz y disuelto. Compruebo de nuevo que el fuego que nos sostiene es antitético, como si nuestro ser fuera la combustión paradójica del oxímoron. 

Casi al azar recuento que mi devoción se equilibra entre el cielo y el infierno de un purgatorio textual. Me consuela que las celdas de nuestro claustro están aseguradas por la palabra, caída y redimida, de los poetas: Jean Leclercq, Miguel d’Ors, Paul Morand, Ted Hughes y Eduardo Lizalde; Léon Bloy y George Bernanos, John H. Newman y Evelyn Waugh; Ezra Pound y Benjamín Jarnés. Y, por encima de todos, Guido Cavalcanti y San Bernardo de Claraval.

Que mi heterónimo y yo seamos uno y que quien le haya leído a él a mí me ha leído, en las sombras de sus erratas y en sus líneas a tientas, lo intenta expresar una novena a Léon Bloy que él compuso a partir de citas entresacadas de los Diarios del león de Aquitania. La meditación de cada día debería acabar con el canto del “Veni Creator Spiritus” que pusiera en los labios de nuestras dudas el tesoro de otras palabras…

Primer día: “Yo rezo, como un ladrón que pide limosna a la puerta de una granja a la que quiere prender fuego”.
Segundo día: “Rezo como un herido que pidiera de beber a su madre ausente”.
Tercer día: “Ver, en cada palabra de la Escritura, un vaso lleno de la Sangre de Jesucristo”.
Cuarto día: “Todos los cristianos deberían poder hacer milagros”.
Quinto día: “¿Qué es Dios? Es el Hijo del Hombre. Cristiano absoluto, eres incomprensible”.
Sexto día: “No soy precisamente el amigo de los pobres, sino del Pobre, que es Nuestro Señor Jesucristo. Yo no he sufrido la miseria, la he desposado por amor, aunque pude elegir otra compañera. Hoy viejo y gastado, me preparo para la muerte”.
Séptimo día: “Antes que todo y sobre todo, Jesús es el Abandonado. Los que lo aman deben ser abandonados, pero abandonados como él. ¡Dioses abandonados! He ahí el suplicio que no tiene calificativo”.
Octavo día: “No llego a sentir el gozo de la Resurrección, porque la Resurrección, para mí, nunca llega. Veo a Jesús siempre en agonía, a Jesús crucificado y no sé verlo de otro modo”.
Noveno día: “La Ascensión. ¿Cómo podemos alegrarnos de la partida de Jesús? Siempre he visto en ella el motivo de un duelo infinito…”.
(Extractos de Léon Bloy, Diarios).


Del Paraíso terrenal al Reino divino las huellas de la historia imprimen así sus llagas en las paredes derruidas y transfiguradas de los monasterios. Ojalá también de este otro mío.

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