martes, 27 de septiembre de 2016

Gregorio Luri, filósofo en la caverna.


La mort de Socrate,
Jacques-Luis David (1787)


Hace unos meses, como a Miguel d’Ors, mi heterónimo conoció personalmente a Gregorio Luri (1955) en Santiago. Con él ha compartido un par de largas paseatas, por las calles compostelanas y, deshidratados y entusiastas, por la costa estival del Maresme. Por lo que me cuenta mi otro yo cavalcantesco, en la conversación es muy difícil sustraerse a la fascinación que ejerce su campechanía navarra bajo un perfil iberorromano. Como si fuera la explosión de una risa traviesa, salpica el diálogo con unos “sí, sí, sí, sí, sí” entre dientes que suelen preludiar una amable objeción mediterránea. Casi nunca contradice abiertamente a su interlocutor; se avanza indirectamente a sus opiniones con argumentos acerados. No me sorprende que haya escrito un libro de viaje (a pie) siguiendo, por su amada Bulgaria, las huellas de las huestes de Roger de Flor. Secretamente, Luri es un almogávar templado por la luz del Ática.

El éxito de sus artículos periodísticos y sus libros de ensayo sobre pedagogía y educación, en los que introduce una apuesta a contracorriente por la lectura y el esfuerzo, no debería hacer perder de vista que Gregorio Luri desea, sobre todo, practicar el ejercicio de la filosofía. Aunque es más socrático que platónico, porque le tienta irresistiblemente el ágora, sospecho que su delicia sería dialogar sin fin con los amigos en su villa provenzal de Ocata. No es que se haya sentido llamado a la filosofía, sino que, maravillado, se ha visto convocado dentro de la llamada filosófica.

Luri, cuyo campo de acción profesional ha sido la enseñanza, (re)descubrió, a través de sus lecturas de Platón, que la conexión real entre su pasión pedagógica y política, que las humaniza y las trasciende, requiere la luz de la mirada filosófica. Sin filosofía la una y la otra danzarían proyectando extrañas sombras sobre la pared líquida de nuestras sociedades post-post(modernas). Tengo para mí que el mito de la caverna es una de esas imágenes decisivas que permiten entender la dinámica de la actividad intelectual de Gregorio Luri.

L'invention du dessin,
Joseph-Benoît Suvée (1791)
Según Luri, grosso modo, la condena de los poetas por Platón debiera entenderse en el sentido de una proporcionalidad que, aristotélico, atiendo con reverencia y reserva: a más posibilidad, menos realidad. Puesto que el arte es el reino de lo ¿posible? -¿o acaso de lo que pudiera suceder?-, la polis de Occidente ha consumado su utopía. El constructivismo sería el eidolon de este triunfo: nada es real, todo es posible. Sin embargo, con exasperada lucidez platónica, Luri es consciente de que una ciudad sin cultura, entregada a la orgía luminosa de la contemplación de las ideas, enfermaría mortalmente. El filósofo introduce un elemento de extrañeza en la ciudad que lo hace incómodo e inadaptado. A cambio, sin esa extrañeza que pone en crisis la ciudad, esta misma, paradójicamente, no podría sobrevivir. Sócrates merece morir, pero su muerte testimonia el fin de Atenas...

En la trama de sus múltiples lecturas, y de sus múltiples relecturas incesantes de los diálogos platónicos, me parece advertir que Luri encarna a su manera aquel hombre que, liberado de las ataduras de la caverna, ha ascendido a plena luz y allí, aunque sólo haya logrado atisbar al fin los reflejos del bien, ha sentido el imperativo social de cuidar no sólo de sí mismo sino de proteger y cuidar de sus conciudadanos, porque, como le indica Sócrates a Glaucón en el Libro VII de la República, participando de las sombras y de la luz, “tenéis que ir bajando uno tras otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad” (520b). ¿Sorprenderá entonces que Luri sea, en el fondo, un platónico nietzscheano que, para no tropezar, se sujeta al mástil del malestar freudiano de la cultura?

No son casuales, pues, de un lado su interés, entre genealógico y «arqueológico», por la huella troyana de John Dewey en los autoproclamados innovadores métodos pedagógicos actuales, ni, por otra parte, su fascinante investigación histórica y a la vez narrativa sobre la familia Mercader en su último libro El cielo prometido. Al fondo emerge, como si fuera un esbozo tenebrista, un tema nodal para la filosofía política de la modernidad: la relación entre pedagogía, hombre nuevo y formas diversas del utopismo totalitario. Como señala Freud, la cultura nos frustra, pero su estudio es imprescindible para que sea posible alguna justicia en la erótica que rige la comunidad humana. Esa misión ha de contar con la doble constatación que Nietzsche exaltaba trágicamente en el prólogo de La gaya ciencia: como “ya no existe la confianza en la vida; la vida misma se ha convertido en un problema” “los hombres conscientes sabemos en adelante demasiado bien ciertas cosas: ¡oh!, ¡qué bien aprendemos en lo sucesivo a olvidar, a no saber, en cuanto artistas!”.

Por todo ello considero que ¿Matar a Sócrates? (Barcelona, 2015) es el libro más personal de Gregorio Luri y hasta diríase que programático. Luri afirma que atreverse a juzgar a Sócrates es “atreverse a pelearnos con él, poniéndolo, de nuevo, a merodear por nuestras calles y plazas”. Bajo la forma de una biografía de Sócrates a través de los diálogos platónicos ambientados durante el periodo de su acusación, juicio, condena y muerte, Luri plantea al mismo tiempo, irónicamente, una apología socrática que pasa cuentas con el modo de vida propio del filósofo también en nuestra época. No otro es el juicio sino releer con Platón y por Platón a un Sócrates a quien, con amor velado, se le pudiera reprochar que, de vuelta a la caverna, no hubiese dejado de mantener la mirada atrás, hacia los objetos reales, hacia los objetos perdidos.

Me atreveré a decir -porque a veces el coraje debe proponerle algunas ideas a la razón para estimular el pensamiento- que la politeia es el arte de hacer bailar a una comunidad política al son de una música que sólo los miembros de esa comunidad creen oír. El hombre, como animal político, es el animal que baila en grupo y, al mismo tiempo, el grupo es el nombre que damos a los hombres que bailan en la ilusión del mismo son. Lo extranjero es extraño por la sencilla razón de que el de afuera del grupo ve el movimiento de los que bailan, pero no oye la música que los mueve. Desde este punto de vista, el desarraigo (especialmente el filosófico) es el fenómeno humano que nos hace extranjeros en nuestro grupo”.
(Gregorio Luri, ¿Matar a Sócrates?)


Gregorio Luri, platónico, mantiene encendida la memoria socrática del maestro filósofo.

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