martes, 20 de septiembre de 2016

En el taller de Miguel d'Ors.


Saint Joseph charpentier,
Georges de La Tour (1645)

Mi heterónimo coincidió hace unos meses en Santiago de Compostela con Miguel d’Ors, que, amable, le agradeció una reseña entusiasta de este blog sobre sus Átomos y galaxias. Comoquiera que la cercanía física de los poetas que admira siempre le ha inquietado, como si fuese verdad que entre el poeta y la voz de sus poemas hubiese un hiato insalvable, se quedó paralizado. Como para amonestarle, le he dado a posteriori, ay, con el canto de una de las reflexiones -¿aforismo?- que d'Ors esculpe al principio de Todavía más virutas de taller (2009-2014) (Sevilla, 2015): “¿No será la timidez, a fin de cuentas, una forma de la soberbia?”. Para un stilnovista claravalense comprenderéis que la lectura de una frase así representa una mortificación de la dura.

Como continuación de Virutas de taller (1995-2004) y de Más virutas de taller (2004-2009), este nuevo volumen sigue desarrollando una concepción personal de la literatura y de su creación, a la manera del oficio artesanal que d’Ors, como poeta y como profesor, ha defendido siempre. Si la palabra no estuviese tan devaluada, podría afirmarse que estos tres volúmenes encierran una poética en que cristalizan veinte años de madurez intelectual de su autor.

Catalogar estas virutas como anotaciones misceláneas de diferente formato, intención comunicativa, género, etc., no es hacerles justicia del todo. Es cierto que, más o menos ordenados y distribuidos, se suceden a lo largo de sus páginas aforismos, microrrelatos, entradas diarísticas, notas de estudios literarios, esbozos de investigaciones poéticas, guiones de clase, cartas, entrevistas y, como en los volúmenes anteriores, también comentarios de exégesis entre la literatura y la teología...  

Si el lector quiere de verdad aprovechar su visita a este taller, no debe detenerse en la condición fragmentaria o inacabada de muchas de las piezas que se exponen, ni tampoco fijarse en el tono abigarrado y hasta bizarro que ha caracterizado en ocasiones el estilo del autor, sino que sería preferible que se detuviese a reflexionar sobre aquello que señalan las herramientas con las que ha trabajado durante cada temporada. En estas virutas, en suma, lo que cuenta no es tanto lo que se dice cuanto la manera de mirar el hecho literario y poético. Así se podría ver mejor cómo y dónde reluce realmente el gesto creativo -artesanal- de Miguel d’Ors.

Por esta razón, a un libro de estas características que no tiene pretensiones de obra definida y acabada, ni siquiera en un sentido estricto de obra variada y amena, sino que se mantiene dentro de los límites de un sereno didactismo que rehuye los énfasis, no basta juzgarlo por sus aciertos singulares, sino que merece también la atención por la capacidad de comunicar, aun en escorzo, la visión personal de la literatura que transmite, al margen de cualquier prurito teórico. 

Como ha destacado Ángel Ruiz en una magnífica reseña, cabe notar desde la agudeza del ingenio dorsiano para analizar problemas lexicográficos o de sociolingüística -sus reflexiones sobre los ridículos excesos de la normalización lingüística en una edición de la obra de Eduardo Pondal son de una lúcida precisión- hasta su extraordinaria sensibilidad profesional para presentar en poco más de cien páginas una pequeña historia de la literatura española, a través de las que se puede apreciar, sin falsas exquisiteces, incluso la poesía del siglo XVIII. Por lo ajustado de sus glosas me inclino, aunque no me rinda, ante el talento de José Cadalso o de Tomás de Iriarte. Además, personalmente, me ha maravillado la sencillez explicativa con que comenta algunos de los que él llama «universales del sentimiento» que reaparecen en temas y motivos de diversas literaturas que no mantienen aparente contacto.

Como esta reseña ha estado motivada por una alegre penitencia, no querría resarcirme sólo con elogios hacia el libro de d'Ors, pues su misma naturaleza requiere el entusiasmo, no la complacencia.

Ejemplo de los placeres que puede provocar es el retrato autobiográfico que el autor traza observando las cicatrices de cada uno de los dedos de sus manos que se ha hecho durante su vida de montañero. No obstante, se van colando aquí y allí observaciones anecdóticas sobre situaciones políticas, morales y religiosas que reflejan sus creencias personales, pero que, aun debiendo reconocer al autor la libertad de espíritu que siempre le ha caracterizado, no pasan en su formulación de opiniones cuyo interés literario puede resultar bastante relativo incluso a no pocos lectores que las compartan. Su acumulación en la parte última del libro dejan en el lector un regusto agridulce, como si estuviese en una velada que se prometía formidable y que ha ido languideciendo.

Aparte de este reparo sobre el riesgo de que estas virutas se conviertan al final en un centón, las opiniones de Miguel d’Ors sobre poesía son cualquier cosa menos prescindibles. Al tomar partido por una poesía figurativa -que no genéricamente realista, como se encarga él mismo de señalar-, no duda por mostrar su preferencia por unos nombres que no son los habitualmente ensalzados y que reflejan un modo riguroso de entender el fenómeno poético. Por el criterio de su gusto que expresa en una máxima para enmarcar, no se puede dudar de que acierta: "Mientras el poeta, a la hora de escribir, se preocupe primordialmente de expresar sus emociones, seguirá siendo un principiante. Sólo cuando su máxima aspiración sea despertar la de los lectores podrá decir que ha entrado en la madurez".

Alguna vez he hablado de los «universales del sentimiento», que explican esas inexplicables coincidencias que se dan a veces entre autores muy alejados que no pudieron tener conocimiento mutuo. Hoy encuentro en el capítulo 2 del libro bíblico de la Sabiduría una anticipación del carpe diem de los autores clásicos, renacentistas o barrocos. Pero es cierto que, más allá de coincidencias textuales, hay una diferencia radical entre este pasaje y otros de Horacio, Ausonio, Lorenzo de Medici, Ronsard, Garcilaso de la Vega, Góngora, Meléndez Valdés, Luis Alberto de Cuenca, etc., y es que éstos proponen esa filosofía como un programa de felicidad mientras que en el texto bíblico esas palabras están puestas en boca de los impíos insensatos”.
(Miguel d’Ors, Todavía más virutas de taller)



De las virutas que caen de la mesa de los maestros todavía los aprendices nos seguimos alimentando.

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