martes, 16 de agosto de 2016

Las piedras celestes de Daniel Faria.



Eve bretonne ou mélancolie,
Paul Sérusier (1891)

Hace un mes, como por casualidad, asistí en un antiguo monasterio semiderruido a una sorprendente velada en que, tan ignorante, se me revelaba, por mediación de uno de sus amigos de estudios, José Rui Teixeira, la poesía de Daniel Faria (1971-1999), presentada y confirmada en España como una de las voces más singulares y relevantes de la reciente poesía portuguesa por medio de antologías como, por ejemplo, El arte de la pobreza (2011), de José Ángel Cilleruelo. Por fortuna, las tres obras mayores de Faria, que son inseparables de su entrada en el Monasterio de Singeverga, han comenzado a ser publicadas en castellano por Sígueme, en su primera apuesta editorial por el género de la poesía. En 2014 apareció Explicación de los árboles y de otros animales (1998). En 2015, Hombres que son como lugares mal situados (1998). Próximamente verá la luz el póstumo volumen De los líquidos (2000).

Al salir de aquella reunión postmonacal me precipité a adquirir Explicación de los árboles… Una lectura quizás también, ay, demasiada apresurada por el entusiasmo, no me permitirá resaltar suficientemente la evidente dimensión mística de esta poesía, en que, como expone su traductor Luis María Marina en un apéndice de la edición española, se dan cita las tres vocaciones de Faria: la tierra, lo absoluto y la palabra, en torno a un simbolismo incandescente que constituye el núcleo de su poética. En Faria, ciertamente, está muy presente la nostalgia de Dios, que sólo el poema y la piedra son capaces de ayudar a trascender en un silencio expectante: el de la palabra que nace, que recuerda, como una huella ausente, la herida gloriosa de la creación.

Como cada vez siento más punzante el dolor de que la poesía no resiste sino una respuesta a la altura de su medida imposible, sólo me gustaría resaltar dos puntos muy personales que mi merodeo inicial por la poesía de Daniel Faria me han sugerido: su condición radical de poeta-monje y la exploración fragmentaria de una cosmogonía escatológica. Utilizaré como lema el poema de sólo dos versos que cierra la sección “Explicación de las casas” dentro de Explicación de los árboles…: “Sé bien que no merezco entrar un día en el cielo / Pero no por eso escribo mi casa sobre la tierra”.

El poeta-monje, una figura tan extraña a la tradición moderna, no es ni un monje que escribe poesía -Faria ya había publicado tres poemarios antes de su ingreso en la vida monacal- ni un poeta que se hace monje. Se ha solido destacar la vocación sacerdotal temprana de Faria, casi paralela a su inclinación por la poesía. Sin duda, están estrechamente ligadas a la experiencia biográfica: la cura de la palabra es la respuesta maravillada al descubrimiento de la realidad: la casa, la piedra, el campo. Pero el poeta y el sacerdote han de desposeerse de su función para alcanzar un canto más decisivo, más último, más “monacal”, depurando una conciencia angélica de lo que falta en lo que falta: “Nada tenía allí de donde vine. Aquí no he encontrado / Lo que tuve y la silla no sirve para mi reposo. / Aún no hay lugar en el mundo donde pueda hallar sosiego de que tú no seas / El vacío que persiste a mi lado…”. Abrir por dentro la ventana del vacío para descubrir, feliz, el paisaje intuido en la niñez: “Aun en el interior del cuarto / eres la parte de fuera de la casa / Los innumerables peldaños de la casa. El más antiguo / Niño subiéndolos uno a uno”.

Desde esta perspectiva se entenderá mejor mi perplejidad ante la asociación que suele establecerse entre la poesía de Faria y la de José Ángel Valente.  Es tentador fijar las semejanzas de un discurso sobre la palabra, la materia o la luz dentro de la tradición sanjuanista-teresiana. A diferencia de la poética de Valente, para quien “la unión se consuma en la visión”, la de Faria no es gnóstica. Su éxtasis no es la “aventura del comienzo perpetuamente comenzado: aventura del alba”. Angélico, Faria descubre que, como “ando un poco por encima del suelo”, “ando humildemente en los alrededores del verbo”. Su movimiento de salida no es un regreso a la fuente, al origen sin origen que engendra toda realidad. Su herida original viene después. Es una nostalgia escatológica de lo por venir: “Voy a sentarme a la mesa. Voy a dejar que se enfríe la comida. / A hacerme cuenta de que estoy esperando”.

El poeta penetra y trasciende lo concreto con símbolos que apuntan una realidad que, siendo ya, todavía no es. En el transcurrir de sus silencios se adivinan, fugaces, las elipsis que trazan su cosmos. La ausencia pesa y hace sufrir, pero sólo en ella es posible vislumbrar lo añorado incógnito. Si el poeta injerta la luz en todo lo que nombra es porque en su esperar “la piedra tiene la boca junto al oído y para sus adentros se dice sin cesar”. Como el Jardín de una creación apenas esbozada, porque no es sino una intuición deslumbrada, en las diversas secciones de su poemario ha de explicar, amén de los árboles y otros animales, la piedra en cuanto lumbre, las casas y los laberintos -el peregrinar de su tradición- para poder abordar lo inexplicable que garantice, por fin, unas últimas explicaciones: la madrugada, el cántaro y la siega; la distancia, la espera o el hombre.

Debo ser el último tiempo
La lluvia definitiva sobre el último animal en los pastos
El cadáver donde la araña decide el círculo.
Debo ser el último peldaño en la escala de Jacob
Y el último sueño en él
Debo ser el último dolor en la cadera.
Debo ser el mendigo a mi puerta
Y la casa puesta en venta.
Debo ser la tierra que me recibe
Y el árbol que me planta.
En silencio y despacio en lo oscuro
Debo ser la víspera. Debo ser la sal
vuelta hacia atrás.
O la pregunta a la hora de partir


(Daniel Faria, Explicación de los árboles y de otros animales)


Soneto escatológico, con las estrofas invertidas y con un ritmo alterno, sobrepasado, estos versos rememoran el compás imprevisto de la espera.

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