martes, 9 de febrero de 2016

José Mateos, en la otra vida.



Bodegón con plato de membrillos,
Francisco de Zurbarán (1663-1664)

Aunque resulte paradójico, puede que las redes sociales, que parecen haber convertido la intimidad en la proyección instantánea de una máscara múltiple, estén dando una nueva oportunidad al diario literario en su tradicional formato de libro. Si logra zafarse de las trampas de la referencialidad, centradas en la construcción de una identidad a la postre ficcional, este tipo de obras podrán seguir radicalizando la introducción de diversos procedimientos –líricos, ensayísticos y narrativos− que algunos autores vienen ensayando para lograr articular el plano de la memoria personal en el tiempo de su escritura.

Un año en la otra vida (Valencia, 2015), el último libro de José Mateos (1963), explora con rigor las posibilidades contenidas en esta bioescritura, si se me permite el neologismo teoreta. Como dice el autor en sus palabras preliminares, “un libro no debería ser nunca un sucedáneo de la vida. Sino pura vida, vida inagotable. Algo que nos roba de la vida durante unas horas para al cabo devolvernos a ella más vivos, es decir, más atentos y comprensivos”. Esta otra vida son las entradas diarias de un año que la lectura, al imaginarlo, lo vive con una renovada  intensidad

No se trata de un año cualquiera, sino de un año que se extiende y "repite" el tránsito entre el mundo continuo de la vida y de la muerte, el de la escritura y la percepción consciente de la realidad, el del libro y su lectura, como hasta insinúa lapidario el colofón. Girando en torno al 13 de octubre, que ejerce explícitamente de fecha liminar, el autor se mueve en una transrealidad que el libro va esbozando consciente de cabo a rabo. Dice el 14/10/2013: "Ahora, con toda esta niebla creo que voy a intentar modelar un faro". Y acaba el 13/10/2014: "Escribo a partir de una oscuridad, no de un conocimiento. Y ya ni siquiera quiero iluminar esa oscuridad. Sólo quiero acariciarla". 

Todo el libro está recorrido, pues, por dos temas sólidamente entrelazados y constantes en las obras precedentes de su autor: sólo la conciencia de su mortalidad permite al ser humano intuir el misterio de una realidad que no se agota en sí misma. La mirada del artista busca desnudada la exacta plenitud del instante. Fugaz, la percepción de su maravilla apunta a una eternidad que trasciende, desde dentro, su fragilidad.

La contemplación de unos membrillos en su casa a lo largo de unos meses, la conversación con familiares y amigos muertos, los recuerdos de un tiempo personal en que se confunde presente y pasado o el aquí de su escritorio y el allí de sus paseos y de sus pa(i)sajes son los motivos que adensan la trama de una obra que se desenvuelve en las peripecias de su propia formación. La pregunta radical ante la muerte -¿qué podemos esperar?− mueve la propia estructura de la obra como una provisional y abierta respuesta que garantice su efectividad estética.

El lirismo de Mateos es agnóstico por intensificación: se detiene a dibujar la realidad acariciando sus contornos. La huella de JRJ, el de Eternidades o el de los Romances de Coral Gables, con la flexibilidad de la prosa caminante de su Espacio, se advierte en la playa, en el huerto, camino de la Cartuja, frente a los trigales, en el sueño...-. ¿No es juanramoniana su definición de la realidad como transparencia del misterio que le deja a uno absorto en su contemplación?: “Quizás, más que el descubrimiento del gran misterio de todo, es un quedarse asombrado ante el misterio, sin saber del todo si tras ese misterio se oculta algo o  nada”. Sí, un Juan Ramón templado en el yunque de Rilke.

No es de extrañar que sus diálogos con las personas queridas muertas testimonien la lábil determinación de la existencia. Ellas viven y nacen de nuevo en su escritura para que, por su medio, la propia voz narradora perviva adensándose en la memoria cotidiana que convocan. He ahí que para Mateos el olvido no pueda apoderarse del triunfo de la vida que, afirmada, escapa a cualquier disolución. A la nihilista respuesta de Bécquer (“Donde habite el olvido, / allí estará mi tumba”), él, cernudiano, opone la verdad de la palabra, leve como carne de niño: “en ese lugar o en ese no-lugar dentro de nosotros donde vivimos sin nosotros y donde esperamos habitar definitivamente un día”.

En esta escritura tan serena late un romanticismo desatado. Como en Novalis, el narrador se entrega también a la noche -a la niebla- para cobijarse en las intimaciones de una realidad absoluta que transfigura mediante la belleza, que es el nombre del amor, la vida de cada uno. El recuerdo apasionado de su amiga Luisa, de una desolada tensión que se pone a prueba incluso en una visita al cementerio, lleva hasta el límite de su deseo la intuición -poética y vital- de la misteriosa transparencia de la realidad: sólo del fondo de la elegía puede brotar el himno -simbolizado en el recuerdo de la sonrisa amada-.

Aun siendo pascaliano, en desacuerdo trascendente con el fondo de sus planteamientos, me siento estimulado por la reflexión que propone José Mateos, sin resistirme a la fascinación por sus perlas aforísticas (“He leído en lo invisible que el viaje más largo es siempre a la quietud”). Ante el sepulcro vacío no dejo de oír el silencio de los espacios infinitos que sólo un acto de fe, al esperar, interpreta. En cambio, envuelto por aquel silencio, él percibe real la presencia imaginaria que conjura la muerte y la vence en su precariedad “como historia viva, como lenguaje renovado, como pensamiento, como posibilidad de diálogo con los otros a través de esto que estoy realizando ahora, de esto que escribo, de esto que soy”.

Mateos cita unos versos conocidos de la Antígona sofoclea: “Hay en el mundo muchas cosas dignas / de asombro para un hombre, / pero quizás ninguna tanto / como el hombre”. Hölderlin tradujo el adjetivo griego "δεινόνpor “colosal”, “desmedido”, “monstruoso” y añadió en sus comentarios: “La palabra trágica griega es mortalmente fáctica, porque el cuerpo vivo, del cual se apodera, mata efectivamente”. Quizás coincidamos divergentes en que de la lucha con la muerte, que es un combate cósmico, el hombre no puede escapar porque con él muere su propia muerte.

Quizás la tarea de un escritor no consista en otra cosa que en hacer el silencio alrededor de quien lo lee, me digo. Quizás la tarea de un escritor, de un músico, de un pintor no consista en otra cosa que en lograr que todo se nos aparezca como realmente es cuando se hace ese silencio: como acariciado por una luz tan misericordiosa que alivia a las cosas de su peso y a las personas de su estrecha biografía
(José Mateos, Un año en la otra vida)


José Mateos se recogería en un monasterio para dedicar toda la vida a pintar unas cañas de bambú. Cavalcanti reside en otro monasterio donde entona, frágil y tal vez desafinado, no menos maravillado, la liturgia eterna de estas horas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario