martes, 6 de octubre de 2015

Cesáreo Bandera, entre la fe y la ficción.


Il ritorno di Ulisse,
Giorgio de Chirico (1973)

Hace unas semanas el elogio de Ángel Ruiz al ensayo El refugio de la mentira (Jerez, 2015) de Cesáreo Bandera (1934) me dejó interesadísimo por una edición espléndida que, a través de Enrique García-Máiquez, he podido disfrutar este verano de un tirón.

El cuidado material y tipográfico del volumen, de una rara exquisitez que cabe agradecer a José Mateos, su editor, anticipa al lector que se adentrará en un ensayo que, escrito con fluidez y precisión, requiere de él una participación activa, pues es realmente una investigación en su sentido más profundo: el de la exploración de la verdad.

Aparecido en inglés hace un par de años, la versión española no es simplemente la traducción de un texto académico ni tampoco un resumen de sus ideas. Se propone ofrecer las líneas centrales de una argumentación literaria, filosófica y crítica nacida del estudio continuado de la obra de René Girard así como del magisterio historiográfico de Mímesis (1954), la obra cumbre de Erich Auerbach.

La triangularidad del deseo mimético y la lección realista pautan la interpretación dialéctica, diríase platónica, de Cesáreo Bandera. A partir del famoso primer capítulo del libro de Auerbach, que contrapone la representación homérica y la bíblica, nuestro autor va estableciendo unos binarios que se sintetizan en los dos términos del subtítulo: la fe (de Abraham) y la ficción (grecolatina).

Maravilla la delicadeza de Bandera que parece introducir como al vuelo algunos temas decisivos sobre el carácter sacrificial y poético de la verdad. Entendida ésta en el sentido heideggeriano de desvelamiento, Bandera despliega su argumentación introduciendo terceras figuras que ayuden a esclarecer la genealogía en la que se insertan sus reflexiones. En lugar de víctimas, cada vértice intenta resolver o, mejor dicho, contener las aporías a que pudiera dar lugar una lectura reductiva de la oposición entre los "rivales".

Entre Auerbach y Girard se introduce así la figura de Simone Weil, como entre la Odisea y la Ilíada asoma la Eneida. Y como entre Homero e Isaías, que denunció “the refuge of lies” (Is. 28, 13) como una falsa salida a la violencia sacrificial, al "azote arrollador", emerge Cristo, piedra angular, el vencedor de la muerte, es decir, de todos los procesos de venganza mimética que necesitan de un culpable que detenga y divinice las fuerzas caóticas que nos asedian.

Me han resultado muy estimulantes tres temas del libro que sólo anoto. Sus reflexiones sobre fe y ficción, a la luz de las profetas y de los salmos, deben entenderse en el horizonte del conflicto entre Jerusalén y Atenas. Lo opuesto a la fe (pistis) no es la razón (logos) sino la ficción (poiesis). El logos como fe de la ficción o ficción de la fe es el eje de la paradoja mimética de la modernidad, tal como nos la describe el autor a propósito de Nietzsche y de Heidegger, pero también de Kierkegaard. La crisis mimética puede verse entonces revelada en Cristo a partir de la crítica a la ontoteología: Cristo es la diferencia que, herida, vence irreversiblemente a las potencias de una naturaleza caída.

Admirables me parecen las primeras páginas del libro en que Bandera marca distancias con la visión “naturalista” de Girard. Apunta adecuadamente que en su teoría mimética no hay cabida para el estado paradisíaco. El hombre desde su origen habría vivido en estado de caída. A este planteamiento que privilegia la ficción como sacrificio mimético, y que a mi juicio tiene su correlato en la falta de una percepción escatológica clara en la visión girardiana del Apocalipsis, Bandera opone la fe como redención del hombre que clausura la angustia del deseo y que lo devuelve, aun traspasado, a su estado original, el de la amistad -la charitas- de Dios. Frente al temor cosmológico o al orgullo antropológico, sólo el amor seguirá siendo digno de fe, como explicaba H. U. Von Baltahasar.

Comparto las objeciones a la filosofía girardiana. Existe en ella un riesgo implícito de “desustancialización”, por más que a cambio proporcione una mayor sensibilidad personalista. Dado que nuestros objetos de deseo carecerían en realidad de atracción por sí mismos, el modelo, como mediador, inclinaría o enfriaría nuestro interés según una escala de “valores” que, por naturaleza, es relativa. De hecho, como explica Bandera en su último capítulo, el espacio sagrado que el arte de la ficción pone en suspensión ha sido peligrosamente desvalorizado en nuestra época que, quiera o no, ha sido liberada por Cristo de la mentira de la violencia.

En la figura de Don Quijote, a la que aplica la mirada cervantina de Ortega sin querer inmolar el quijotismo de Unamuno, Bandera descubre la redención de la ficción mediante el proceso de desactivación crística de su deseo mimético: “La ficción narrativa ha de ser redimida antes de que pueda convertirse en instrumento de redención”. La muerte del hidalgo, que fue loco y ahora es cuerdo, abre la esperanza de una cultura liberada de un círculo que ciega la verdad de la realidad mediante las trampas de la imaginación.

Cervantes y Don Quijote serían el auténtico contrapunto de Homero y Odiseo. “El arte de Odiseo es el arte de Homero […]. Es un escudo contra un destino sagrado y todopoderoso, del que sería una locura fiarse, y no evitarlo y apaciguarlo”. “Cervantes sabía que en modo alguno era inmune a la enfermedad de Don Quijote […]. Quiere salvar a Don Quijote porque entiende perfectamente su locura… La crueldad habría estado en dejarlo morir loco”. Cervantes revelaría la lección última de Homero, que es la de la metaficción, para zanjarla: “Este es todo el secreto de la Ilíada. Todo el poema es una operación sacrificial”. Una catarsis cervantina, como hace Homero con Aquiles, encerrando a su protagonista en un manicomio, como quería el apócrifo Avellaneda, o dejándolo en una vida pastoril como le recomendaba Sancho, podría tranquilizarnos a costa de mantener el contagio de la locura quijotesca, sin la posibilidad de la lección del arrepentimiento y de la salvación.

La antigua violencia homérica se hará inmediatamente sagrada en manos del poeta, convirtiendo así la representación poética en ofrenda sacrificial, una manera de expulsar la violencia que se está convirtiendo, se está poetizando. Esta expulsión poética de la violencia no ocurrirá en la visión cervantina del deseo en espiral que subyace a la locura de Don Quijote. La narración ficticia moderna no sacraliza y, por eso, no expulsa la violencia. Tampoco salvará ni al narrador hechicero ni al lector hechizado. Al contrario la narración ficticia, si sabe lo que hace, descubrirá su propia complicidad con la violencia, y en última instancia confrontará al lector con la visión de una alternativa implícita pero drástica: o saltar voluntariamente al infierno, o renunciar al deseo mimético que fue el origen de todo”.
(Cesáreo Bandera, El refugio de la mentira)

Entre Dios y el prójimo, la parábola de Bandera se abraza firme a la fe de Abraham. Menos ambicioso, más medieval -¿más romano y menos ateniense?- siempre me ha fascinado el segundo capítulo de Mímesis sobre la historiografía latina y el relato evangélico de san Marcos. En la escucha de una imagen he cifrado mi esperanza ante el olvido de los procedimientos éticos y retóricos latinos con que Auerbach caracterizaba la perícopa neotestamentaria de la negación petrina : “Pedro se acordó de las palabras de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres», y rompió a llorar” (Mc 14, 72). Entre la fe y la ficción, ese cráter.


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