martes, 20 de enero de 2015

Leyendo XXI Güelfos (y II).



Giudizio Universale,
Detalle del fresco en Santa Cecilia in Trastevere,
Pietro Cavallini (1300)

...  Entre el más y el menos mi ¿heterónimo? no acaba de arriesgar su responsabilidad a una sola jugada. No sería prudente ni quién sabe si legítimo. Quizás por ello me necesita tanto como ¿yo mismo? esta escritura con que quiere desenrollar mi nombre ante un público al que no puede convocarse, invocarse, en la ausencia instituida de toda autoridad. El compromiso de nuestras voces queda abierto. Es este espacio de imágenes, de reflejos, de remisiones el que traza mi silueta evanescente para definir una identidad extática. Allí donde mi otro intenta trazar una identidad más allá de sí misma recrea su autoría.

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... XXI Güelfos responde, pues, a una vocación literaria, a un modo de ver la realidad en clave estética, es decir, de organizar un mundo no para reflejarlo sino para intentar revelarlo desde un personal punto de vista. Por ello, de nuevo citando a Bloy, “es indispensable que la Verdad esté en la Gloria. El esplendor del estilo no es lujo, sino necesidad”.

XXI Güelfos, como una Divina Comedia invertida, comienza, pues, por el Paraíso y por San Bernardo, el último guía de Dante. El resto es la historia de una caída, teológica y pedagógica, la de la cultura entendida en un sentido clásico. Descendiendo por el Purgatorio se llega hasta el Infierno en que se ha convertido todavía más la vida universitaria a principios del siglo XXI. A los humanistas se nos está dejando definitivamente claro que perdamos toda esperanza de un saber que no sea conocimiento aplicado en función de unos réditos –magros, por otra parte− económicos y sociales que hemos de apañarnos además en procurar y justificar.

Insisto en que este es un libro “reaccionario” en un sentido que no se reduce a la acepción peyorativa actual. Reivindicar lo abolido no es añorar determinadas formas históricas en que se fue encarnando, sino afirmar la necesidad vital de una continuidad que actualiza y que permea el movimiento mismo de la tradición. La tradición no es de por sí una maravilla; tampoco hay por qué sublimarla. Está llena de errores, de equivocaciones, de caminos sin salida, hasta de maldades. Canonizarla sería una aparente ingenuidad que desactiva toda la carga explosiva que contiene y que, sin embargo, es imprescindible para tratar de ser libre. Si se prefiere la seguridad, basta con adquirir unas destrezas y unas competencias que –no sin una dosis brutal de violencia solapada− se hayan de poner al servicio de un sistema explotador y desmemoriado.

Como he insinuado, XXI Güelfos tiene una doble naturaleza pero un solo autor: Cavalcanti, c’est moi (por parodiar la epifanía bovariana de Flaubert). No me gusta el término de “pseudónimo” sino que prefiero el de “máscara dramática”. Cavalcanti no es un nombre falso para ocultar el mío verdadero; ni tampoco se puede reducir a un nombre que utilizo en mis actividades literarias. Se aproxima a un heterónimo pero sin serlo del todo. No es un “otro” que me habita y que yo habría podido ser. Cavalcanti es un cruce de búsquedas, una identidad que me excede y que dice lo que no puedo decir. Sólo el ateísmo literario, tan burgués, sería incapaz de aceptar que no hay ficción que valga si no responde legalmente de sus palabras. 

Pero no se trata de recurrir a una figura interpuesta a la que hacer decir lo que no me conviene o no me atrevo a decir en ni nombre, sino aquello que se resiste a ser dicho en una voz social y política que reduce la mismidad a términos jurídicos. Esa impotencia tiene que ver con el residuo de legitimidad de una voz libre que tanto puede hablar como no hablar. Como menciono a propósito de Sangre sabia, una magnífica novela de la escritora norteamericana Flannery O’Connor, Cavalcanti puede no no-hacer hablar a esa voz. Dirigiéndose a su debilidad puede pronunciar, aún afónica, la “palabra” que llega a ser.

Mi ascendencia literaria no es, pues, “política” sino “poética”, aunque ambos términos mantengan semejanzas fónicas inquietantes. Como una «poética política» definía hace poco un colega francés mis inquietudes, como si fuera posible un católico que descendiese de Rimbaud y de Pessoa. Cavalcanti se califica repetidamente como güelfo monástico o güelfo claravalense que es una definición antitética. El güelfo es un partido ciudadano, urbano, universitario, en defensa de la separación del poder espiritual y político, en que predomina la “auctoritas” vertical. El monasterio nace apartado, rural, escolar. La fusión de ambas realidades es una apuesta gramatical y escatológica, como se glosa a propósito de El amor a las letras y el deseo de Dios de Jean Leclercq, por una realidad política y social religiosamente laica. 

No por casualidad, a caballo entre el siglo XII y el siglo XIII, XXI Güelfos acaba acogiéndose al final al séptimo modo de orar de santo Domingo, con las manos en alto impetrando a Dios la gracia de perseverar en el cumplimiento fiel de los divinos preceptos. El mundo no está cerrado, sino abierto, trascendido. Si la soledad es uno de los grandes males de las grandes ciudades, la vocación –y la misión− “monástica” mantienen una actualidad radical. Me he atrevido a fundar un “monasterio urbano”, aunque sea metafóricamente, donde coinciden  la música recusante de William Byrd, la poesía de los Bartlebys ­–“I would prefer not”− de Ricardo Gil Soeiro o la crisis neofeudal del capitalismo universitario. Ya me gustaría que fuese un signo paradójicamente profético: vivir espacios de libertad compartida, mientras, como el dolor aplastante de Bloy, “camino por delante de mis pensamientos exiliados en una gran columna de Silencio”.

Muchas gracias.
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En esa espera inacabada habremos de mantenernos, él y yo, atentos al borrado de los frescos de Pietro Cavallini. El Juicio Universal tal vez llegue cuando las imágenes se esfumen definitivamente y la realidad se manifieste en la Gloria de su Verdad. Puede que conservarlos sea una exigencia arqueológica, katejóntica, una retención decidida que sólo el gesto creador trasciende, anunciando con su extinción la tierra y el cielo renovados. 


2 comentarios:

  1. Doy por supuesto que "no no-hacer", en su negación de negación, no es "hacer". Si este supuesto es cierto, tu "no no-hacer" se me escapa de las mientes. No pillo aquí lo que quieres decir, si es que es algo más que un juego retórico. Pero si fuera "sólo" esto último, también tendría una intención, claro, que también se me escapa.

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    1. Me refiero a una expresión de Giorgio Agamben referida al virtuosismo de Glenn Gould en su interpretación archiconocida de las Variaciones de Bach. El "no no-hacer" tiene como punto de discusión la distinción aristotélica entre potencia y acto. Según una metafísica de la presencia, las cosas "son" sólo en acto, pero "no" son "todavía" en potencia. El "no no-hacer" explora esta aporía. ¿Cómo lo que "no" es "es" de algún modo? En el decidir "no hacer" está presente toda la fuerza actual del "ser", en una retención que es creativa. Sin duda, tiene algo de juego de palabras, pero me gustaría creer que se trata de un juego muy serio que hace de la im-potencia y de la debilidad una apuesta de sentido.

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