martes, 22 de julio de 2014

Mis hermanos los locos.




Hombre viejo de duelo,
Vincent van Gogh (1890)

Guardo entre mis tesoros el retrato que me hizo un interno de la planta psiquiátrica del Hospital Clínico de la MoncloaMientras relataba con naturalidad y pudoroso dolor el cúmulo de desgracias afectivas y morales de su vida, le miraba y miraba a través de la ventana para tratar de entender por qué cada tarde de domingo un grupo de voluntarios solíamos acudir a acompañar y charlar con nuestros amigos “los locos”. 

En mi caso, quizás la respuesta sea superficial. Me duele ver cómo se les evita o, peor, cómo se les mira. Más que compasión y/o temor, merecen amor y respeto, que no condescendencia. He conocido bellísimas personas que estaban –que están− completamente trastornadas, como también desequilibrados psicológicos que eran –que son− pésimas personas, capaces incluso de emboscar su enfermedad con las artimañas de su perversa inteligencia. Tratar con ellos pone a prueba a menudo la santidad a que puede aspirar nuestra naturaleza caída.

El sufrimiento que provoca la enfermedad mental abruma. No tiene ni principio ni fin. Transcurre. El cansancio de las familias, todavía demasiado aisladas e incomprendidas, apabulla. En los psiquiátricos públicos tropiezas con pacientes que no sólo vagan perdidos o se sientan solos, lloran o gritan, sino que se encuentran al borde sino ya dentro de la marginación y de la exclusión social. Una cosa es verlos por las calles; otra, verlos derrumbados. 

Lo que más les preocupa es volver a su vida, amenazadoramente irreversible, cuando les den de alta. Su inserción laboral no es fácil. Su vulnerabilidad y su miedo, cada vez más una oscura boca gigante. Por eso son tan admirables las asociaciones que luchan por darles un horizonte económico y social dignos, además de defender sus derechos y sus deberes. Es cierto que son agotadores, pero estar al lado de ellos, y de sus familias, es también una exigencia moral para una sociedad que no debería estar tan satisfecha de su bienestar. 

Me viene el recuerdo de un chaval de veintipocos años, con perilla poética y cuidada dicción, que nos explicaba con melancolía inabarcable que estaba como una cabra pero que nadie quería darse cuenta de cómo sufría por ser Ulises. Después de haber recorrido los mares, Penélope, la muy zorra, lo había engañado con todos los pretendientes. Una nube de tristeza le cubría la cara y se retiraba casi con lágrimas a hacer su duelo durante unos minutos. Cuando alguien le aconsejaba que la olvidase y que buscase otra, miraba con pena. Él, Ulises, aunque hubiese gozado de Circe y de Nausícaa, estaba destinado a Penélope y no podía amar a ninguna otra mujer más que a ella. Y la muy zorra... Sus argumentos eran tan convincentes como implacable la trama de la ficción homérica. La vuelta al hogar, una prisión al mismo tiempo inextinguible e inalcanzable.

Cuando salíamos a la calle, después de que se cerrase tras nosotros esa enorme puerta blanca con mirilla enrejada, llegaba uno a casa desolado y a veces hasta culposamente feliz. Tras varias semanas sin decir ni una palabra, algún paciente se acercaba a preguntarte si habías venido a verlo a él. ¿Cómo le podías mentir y decirle que no? Habías venido a verlo a él y sólo a él esos pocos minutos azarosos que estaba dispuesto a hablar con un desconocido antes de sumirse de nuevo en su laberinto interior.

Como soy anglófilo y clásico, no he leído obra alguna -a excepción de la inconclusa Woyzech (1836), de George Büchner- que se aproxime a esta desolación de la locura con más intensidad que King Lear (1605), de Shakespeare. Cada uno de sus versos, de un patetismo retórico sin concesiones, rezuma la brutalidad del poder y el sinsentido del amor en un universo moral de símbolos derruidos. El rey Lear afronta la atroz culpabilidad de su propio destino. La familia es la guerra; la lealtad, bufonería; la piedad, asesinato. 

En la historia de Don Quijote, risueña y digna, publicada también por primera vez en 1605, ningún personaje podría exclamar como Edgar: "Mejor así, saberse despreciado / y no ser despreciado y halagado. Ser lo peor, / lo más bajo y lo más desprovisto de fortuna, / da todavía esperanza: se vive sin temor". Don Quijote recupera la cordura en la playa de Barcelona: la derrota es la esperanza de la muerte. Lear se adentra en la lucidez poética allí donde la palabra es ya ceguera, resistencia vana a las fuerzas indeterminadas del caos primigenio, disolución de cualquier orden humano y divino. Podría decirse que el canto de don Quijote es órfico; el de Lear, plutónico: "Si yo tuviera vuestros ojos y lenguas los usaría en tal forma / que la bóveda del cielo estallaría".

Esperando cierto consuelo a estas meditaciones, me he entretenido con mi hija mayor recitando uno de los primeros capítulos de Platero y yo (1914), titulado “El loco”. Siempre me ha causado una profunda impresión la figura quijotesca que autorretrata Juan Ramón, cuando todavía el confín de las ciudades y, más, de los pueblos era el campo. Saliendo a su aventura interior, escapando de los prejuicios, entre el tráfago de los gritos infantiles, la naturaleza lo recibe con esa calma inmensa, lentísima, del silencio que los niños urbanitas de hoy apenas comprenden. Un silencio de puro color.

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:
−¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
… Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos −¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finalmente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
−¡El lo… co! ¡El lo… co!” (Juan Ramón Jiménez, Platero y yo)


Mi hija me pregunta por qué lo llamaban loco. Y yo respondo, ululando apagadamente, ¡loooocooooo!, ¡loooocoooo!


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