Melencolias I (1514), Alberto Durero |
Tres veces he visitado Roma. Tres veces he llorado en la Ciudad. Cabe los muros del Vaticano, entre una horda de turistas, su luz otoñal hirió, más puras, mis lágrimas. Aprender a llorar es una de las tareas más arduas que he conocido. Recibir el don de lágrimas, uno de los regalos más sutiles, y dolorosos, de la gracia; tanto que quién no lo devolvería, si pudiera. Siempre me he resistido a él, pero a Roma venía ya llorado de una mañana guilleniana de mayo, bajo un álamo, en Hampstead.
Digo todo esto, rozando la cursilería, para recordar la
obviedad de que la distancia más tortuosamente directa entre dos puntos es la línea
que une Inglaterra con Roma. El cardenal Newman sentenció, con orgullosa
humildad, que Oxford le había hecho católico. En el siglo VIII san Beda el Venerable había ya recordado a sus
compatriotas que la catolicidad y la tradición británicas eran indisociables de
su apostolicidad romana. Los recusantes del siglo XVI asistieron,
impávidos, a su brutal extinción. Por usar la definición de Pessoa, podría ser
que la melancolía católica inglesa hubiese brotado de esa “nada que duele”.
En todo ello me ha estado haciendo pensar John Dowland (1563-1626) (semper
Dowland, semper dolens) a cuya antipática figura he asociado,
inconscientemente, de modo inmediato la lectura de Melancolía, de Marek Bieńczyk, un autor polaco desconocido en España, cuyo libro se ha
traducido ahora, tras quince años, no sé bien por qué razón, espléndida en
cualquier caso.
De Dowland, uno de los mayores laudistas europeos de su
época, me gustaría recordar dos aspectos -uno poético, otro biográfico- tal vez extrañamente vinculados a través de la melancolía. Aunque
atrapado por el entusiasmo elisabetiano por los madrigales,
uno de los géneros literarios musicales más en boga durante la etapa del
manierismo, a diferencia de Monteverdi, que se inspiraba en los textos de Tasso, Petrarca o Guarini, Dowland primero componía, luego
añadía la letra, imitando, claro está, los modelos de la época tanto en uno
como en otro arte. Por esta razón, sus estudiosos destacan que el ritmo y la
rima de sus textos eran “imperfectos”, pues la letra se adaptaba a
la melodía y no al revés.
Dowland no dejó de achacar los obstáculos profesionales que padeció a su fama de católico. Durante algunos de sus viajes de juventud por el Continente, se había visto envuelto en intrigas políticas
de exiliados contra la Reina Isabel. Se excusó como pudo en una carta dirigida a sir Robert Cecil en 1595, pero la Reina, aunque admiró su
talento, desconfiaba de aquel “obstinate Papist”. Ha habido, pues, quienes atribuían la tristeza de Dowland a estas dificultades personales. En realidad éstas no habían alcanzado ni tan siquiera la categoría de desengaños, a tenor de la destreza comercial y de la constante astucia social de nuestro músico.
En una entrada divulgativa merecedora de ser enmarcada por
su claridad y rigor, Pablo Rodríguez Canfranc ha enumerado cuatro explicaciones sobre esta melancolía atribuida a Dowland. Dejando de lado el carácter del artista, podría deberse bien a una
búsqueda esotérica de tipo neoplatónico; bien a un ejercicio retórico, pues,
como demostraría el inmenso The Anatomy
of Melancholy (1621) de Robert
Burton, aquella enfermedad del alma que los medievales llamaban acedia había llegado a convertirse en una
epidemia en las Islas entre los siglos XVI y XVII; o bien, por último, a frustraciones
personales fruto de las equivocaciones “políticas” que mencionábamos en el
párrafo anterior.
Inspirándome libremente en Bieńczyk que, a rebufo de Walter Benjamin, defiende que “la imaginación melancólica no es otra cosa que una
imaginación alegórica”, me atrevo a proponer una interpretación -¿también
melancólica?, ¿acaso alegórica?- de la
creativa tristeza de Dowland.
Tras plantear la pertinencia de las huellas, entre otras, de
los salmos penitenciales de Orlando di Lasso o de
los madrigales de Luca Marenzio
en las Lachrimae or Seven
Teares figured in Seaven Passionate Pavans… (1604) de Dowland, Peter
Holman ha resaltado que, en el estilo italiano, el elemento más importante era “el
uso de figuras retóricas para crear un lenguaje musical de intensidad musical
extrema y concentrada”. Citando a contemporáneos de Dowland, ha remachado la
idea de que la técnica de la imitación exigía combinar una apropiada figura musical
a cada frase de un texto. Dowland habría sobresalido en aplicar rigurosa e
innovadoramente esta regla habitual en la música polifónica a la de sus danzas.
En nada posmoderno, la melancolía no se reduciría entonces a
un mero ejercicio de estilo sino a la indagación intelectual de una verdad huidiza,
que se refleja en el espacio de los fragmentos y de las ruinas del sentimiento;
casi, al modo freudiano, en la posesión dolorida, interior, de un objeto cristalizado
en el horizonte inalcanzable del deseo. ¿Una figura femenina? Tal vez la fe
católica.
David Pinto ha interpretado alegóricamente las Lachrymae en un nivel musical y
autobiográfico como el itinerario agustiniano de un Dowland penitente que, a
través de lágrimas “gementes” et “tristes”, incurre en las apóstatas “coactae”,
para luego derramarlas “amantes” y, por divina compasión, alcanzar las “verae”
de la redención.
Mi interpretación religiosa no presupone que Dowland fuese
católico, sino al contrario. Quiso serlo, pero renunció apropiándose alegóricamente de su objeto rechazado, hasta pagar por él psíquica y materialmente. No atreviéndose a abrazar, por la razones que
fuera, el catolicismo, Dowland encontró en la música la imago mundi de su sufrimiento -y también su consuelo-. Ella le permitió organizar un teatro
lleno de dispositivos retóricos e imaginarios que compensaban la angustia de
una ausencia diferida. Como señala Bieńczyk, “la melancolía abre un espacio
irreal en que podemos –movidos por el
amor o por la aversión− entrar en contacto con ese objeto y donde el hecho de
que nos apoderemos de él no puede verse amenazado por ninguna pérdida real”.
Entre lo irreal y la tristeza material se funda un vínculo
indisoluble que Dowland caracterizó prodigiosamente en la música y el texto antitéticos
de su extraordinaria pavana “Flow my
tears” (1600): “Felices, felices aquellos que en el infierno / no sienten
el desprecio del mundo”. Dowland se afanó, pues, por buscar hasta en la desesperación el único consuelo de la música. Dante, lúcido, lo dio por descontado nada más alcanzar la ciudad de Dite: "Pensa, lettor, se io mi sconfortai / nel suon de le parole maladette, / che non credetti ritornarci mai" (Inf. VIII, vv. 94-96)
¿Acaso hace falta añadir que obtuve el «Millenium Jubilee»
peregrinando a Roma desde Londres?
Cómo envidio tus lágrimas...
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