martes, 13 de mayo de 2014

Ernst Jünger por jardines y carreteras.



El hijo pródigo,
El Bosco (1490-1506)


Mi amigo germanófilo me recomendaba los diarios de Ernst Jünger (1895-1998) calificándolos de extraordinarios, pese a mi escepticismo. Siempre he desconfiado del autor de El trabajador (1932), por razones superficiales: por esa figura suya tan estilizada y por su mirada de gélida inteligencia hanseática. Finalmente, me he convencido de que debía leer Jardines y carreteras (1942), su primer diario de la Segunda Guerra Mundial. Al acabar su lectura, matizaría el adjetivo que empleó mi amigo: más que extraordinarios, son prodigiosos, es decir, se salen extrañamente de lo común.

Me parece una claudicación biempensante la costumbre de excusarse ideológicamente por disfrutar la obra de un autor si es de derechas. Jünger, que no era exactamente nazi, como presuponía Walter Benjamin, sino más bien prusiano, escribió sus diarios con los hilos narrativos de un mundo apocalíptico. El poder de su palabra convocó, y consumó en su escritura, su atómica destrucción. La lucidez de sus descripciones, radiológica, hechiza con el engaño de una verdad que es exasperadamente moderna. Procuran un doloroso placer estético; bajo su marcial apariencia, una lava helada congela los abrasados ojos de sus lectores.

En la nota introductoria de la edición de Tusquets a Radiaciones I, el traductor Andrés Sánchez Pascual resalta que en Jardines y carreteras “ni Hitler ni el Partido, entonces en la cumbre de su gloria, son mencionados con una sola palabra”, pues “lo decisivo de este primer diario es la visión de la guerra desde una perspectiva nueva, el sufrimiento”. No estoy tan seguro, en cambio, de que quien habla en esas páginas no siga siendo, bajo la disciplina anónima del uniforme de la retaguardia, el soldado de la Gran Guerra que resiste a la deshumanización técnica intentando conservar el sentido de la caballerosidad y del honor: “Lo único que la destrucción hace es quitar la sombra de las imágenes”.

Jünger muestra algo quijotesco en sus inútiles esfuerzos por conservar la biblioteca de Laón o el castillo de los Rochefoucauld o por seguir la etiqueta invitando a los oficiales franceses prisioneros a cenar en su alojamiento. Pero más inquietante es leer sus jardines y sus carreteras como la primera salida cervantina de un nuevo caballero andante que en la guerra no desea ser otra cosa que un entomólogo y un poeta. Lo afirma implacable en el prólogo a sus diarios: “El oficio, el ministerio de poeta es uno de los más excelsos de este mundo. A su alrededor se concentran los espíritus cuando él transubstancia la Palabra: huelen que allí está haciéndose una ofrenda de sangre”.

¿Cómo van a tener cabida los jerarcas nazis, si a Jünger lo que le apasiona, lo que le obsesiona, en aquellas páginas es apresar insectos y encontrar fósiles entre los cráteres de las bombas para observar con detenimiento sus formas y sus colores? Su morosidad, su delectación, en la contemplación auditiva de las aves que salen a su paso por los campos y que clasifica con sus nombres alemanes y franceses llega a angustiar.

Heredero de la cultura pagana alemana del siglo XIX, cuyo poder demónico tamizaba todavía el recuerdo del cristianismo, Jünger reflexiona sobre la Vida que, inmensamente rica, irisa una luz tan deslumbrante que sólo el nihilismo es capaz de interpretar. Es preciso remontarse al paraíso bíblico del que solo Herodoto puede dar testimonio auténtico. Antimoderno más que reaccionario, Jünger es así otro alemán que hace de la exégesis una parábola metafísica del ser olvidado, una lucha sin cuartel entre libertad y destino, tiempo y eternidad: “Nuestra libertad consiste en descubrir lo pre-formado –cuando creamos, lo que hacemos es adentrarnos en la Creación”.

Poco antes de la guerra, Ernst conversa en Kirchhorst con su hermano Friedrich George sobre la tabla del Bosco El hijo pródigo, que les había impresionado vivamente años atrás. Conocida también como El viajero, se ha solido ver en su protagonista una imagen del homo viator medieval que, dejando atrás el vicio, regresa al camino de la virtud. Para los hermanos Jünger, sin embargo, ante la representación de un hombre canoso, “se ve claro que ya no llegará a su casa; en esto la dureza del pintor sobrepasa a la del texto de la Biblia”. La parábola de la misericordia anticipa así una justicia -¿protestante?- inflexible: “Especialmente terrible resulta que en este cuadro se concentre en la perspectiva de un único instante la totalidad de una vida equivocada”.

Poco más de un año después, en el verano de 1940, el capitán Jünger, viajero de la ocupación alemana en el medio de su camino vital, vislumbra que entre lanzarse al ataque y cincelar una frase perfecta prefiere el riesgo de la última. Dispuesto a escalar acantilados de la inteligencia, oficiará el rito de la desesperación, transfiguración del individuo en voluntad.


Hace un año todavía me parecía que lo más alto era la alquimia, el influjo invisible sobre fuerzas y cosas por medio de fórmulas mágicas, por medio del encantamiento. Pero me parece que mejor aún que eso es que las palabras, como si fueran alas, nos lleven a aquellas zonas en cuyo éter ingrávido no se tiene ya precisión de alas. Alguna vez nos desprenderemos también de estas envolturas multicolores”.

Goetheano, prodigioso, el gnóstico Jünger, viajero pródigo, penetra a veces, con sus ecos multicolores, en aquel éter ingrávido que nos despoja de palabras.


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