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Et in Arcadia ego,
Guercino (1622) |
En forma casi farsesca, viví en una residencia inglesa los
despojos de aquellos modales imperiales que caracterizaban Retorno a Brideshead (1944). Conocí a Anthony Blanche, que acabó
ingresando en los dominicos. Y a Sebastian, expulsado de Oxford y acogiéndose
al King’s College. A mí me habría tocado el papel de Ryder, pero mi imposible
inglés me servía de defensa autoinculpándome de ser un “stupid Spaniard”.
“Hummm,
you are not stupid at all!”. Tal
como susurraba alargando las vocales abiertas, podría decirse que mi Flyte
había aprendido a sonreír entre sátiros y ninfas, bajo la protección de los santos recusantes. Con él se podía pasar de vísperas
agradables a planes cancelados sin aviso. Era el momento en que, con sonrisa
lateral, alguna compañera pronunciaba la frase: “Are you enjoying your friend?”
Solía mentir respondiendo que, en mi país, los caballeros no acostumbran a
hablar de sus conquistas femeninas. Me miraban petrificadas. "The stupid Spaniard!".
En la novela de Evelyn Waugh es muy difícil sustraerse
a la conclusión de que en la atracción de aquellos jóvenes oxonienses no existiese una sublimada relación homoerótica. Pero también tenía razón
la amante de Lord Marchmain cuando, delicadamente, le insinúa a Charles Ryder
en un atardecer veneciano: “Es ese amor que experimentan los niños antes de
conocer su significado. En Inglaterra llega cuando sois hombres; creo que eso
me gusta. Es mejor tener esa clase de amor por otro muchacho que por una
muchacha”. El trasfondo de ese amor es, sin embargo, tan doloroso como inquietante.
Esas amistades románticas mezclaban un
empirismo casi sensualista con la lectura intensiva de Platón. Se puede
cristianizar la belleza platónica, pero los diálogos de Sócrates son, sobre
todo, orgías intelectuales pobladas de daimones y potencias naturales que sólo
pueden habitar en un entorno pagano. Lo más atractivo y peligroso, para el creyente, es que aquel mundo rechaza absolutamente la apostasía.
Como bien intuía el paganismo católico de Sebastian en esos
amores no se celebra tanto la vida ni el placer cuanto sacrificios seminales de
la inteligencia. Los jóvenes ingleses no reproducían del todo el modelo
homosexual griego, sino más bien una sed kitsch de belleza helénica con que
esquivar la rigidez afectiva y familiar victoriana, una de las formas que
adopta, a presión, la mayor de las tentaciones cristianas: el libertinaje. La
impotencia, el alcoholismo, la infelicidad estaban ya al acecho del infernal paraíso
de los Flyte.
Oh sí, el paraíso, la juventud y la tensión entre paganismo
y catolicismo. Brideshead arcádico -de acuerdo, también cristológico- es un paraíso perdido miltoniano, no
flanqueado por querubines, sino por una culpa que ha desolado el espacio de la
inocencia y que lo hace irrecuperable sino a través del recuerdo –“so heer the
Archangel paus'd / Betwixt
the world destroy'd and
world restor'd, / If Adam aught
perhaps might interpose”−.
El tema de la gracia en Waugh, que tanto se ha discutido, se
funda, a mi modo de ver, en la posibilidad no de restablecer el estado anterior
a la caída sino de liberarse de su férreo atractivo mediante una conversión
inacabada como la que relata Cordelia sobre Sebastian en Túnez o la que expresa Julia en su coloquio final con Charles -o, incluso, con la peregrinación de ambas hermanas a Jerusalén tras los pasos militares de Bridey-.
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N. Poussin (1629-1630) |
Las tres alternativas que se me ocurren para el final de la
novela me parecen mucho más insatisfactorias y contradictorias que la que Waugh
propone. La primera solución es irrelevantemente pequeñoburguesa −Lord
Marchmain se convierte y Julia y Charles se casan− si se compara con la
segunda, en que lord Marchmain no se convierte en su lecho y Ryder se queda con
Julia y con Brideshead. Quienes critican
a Waugh deberían preguntarse si esta solución aparentemente tan luminosa, tan coherente, no
es estética y moralmente de una falta de elegancia imperdonable.
Queda una tercera y auténtica posibilidad. Lord Marchmain no se convierte y Julia abandona a
Charles –si no, para qué tanto recuerdo arcádico doloroso−. Protestante hasta
la médula, el triunfo intelectual de Charles recibiría como recompensa el
castigo de la infelicidad proporcionado por una supersticiosa papista Julia.
La solución católica de Waugh es la mejor resuelta estéticamente. El incrédulo Charles pide de rodillas por la conversión de Marchmain en la que
no cree porque el milagro es la única forma de dar fin a su
historia de amor. No renuncia a Julia sino que, en la repetición, asume el
destino de la expulsión paradisiaca, que es también para ella el modo de evitar la tentación satánica de ser, Adán y Eva, como Dios. El recuerdo de Sebastian, el Bautista, alimentará su confianza, es decir, su esperanza de sentido, en el cumplimiento de un deseo que los sobrepasa. La memoria es la ambigua
figura de su redención.
"−Asusta –dijo Julia en una ocasión− pensar hasta qué punto
te has olvidado de Sebastian.
−Él fue el precursor.
−Eso lo dijiste durante la tormenta. He pensado desde
entonces que quizás yo tampoco sea sino una simple precursora.
Quizá, pensé, mientras sus palabras persistían suspendidas
en el aire como un jirón de humo de tabaco, es un pensamiento que se desvanece
y desaparece sin dejar rastro, como el humo. Quizá todos nuestros amores no
sean más que simples ilusiones y símbolos; lenguaje errático mal escrito sobre vallas
y pavimentos a lo largo del fatigoso camino que tantos y tantos han pisoteado
antes que nosotros.
Quizá tú y yo no seamos más que meros paradigmas, y esta
tristeza que nos envuelve nazca de la desilusión de nuestra búsqueda, cada uno
a través y más allá del otro, vislumbrando momentáneamente, y de vez en cuando,
la sombra que dobla la esquina un paso o dos antes que nosotros. Yo no había
olvidado a Sebastian. Estaba a mi lado cada día, habitando en el interior de
Julia; o mejor dicho, era Julia a quien yo había conocido en él, durante
aquellos distantes días en Arcadia”.
Esos son los días, como cantó Jamie Cullum. Aquellos míos contenían, a tientas, los de Claraval.