martes, 8 de octubre de 2013

Futurismo pedagógico.





Comienzo con una anécdota lejana. En una reunión diocesana presidida por el Arzobispo toma la palabra el Director General de una reconocida institución pedagógica de estudios superiores de la Iglesia. Nos explica que, para la evangelización, hemos de tener en cuenta los planteamientos de las nuevas teorías pedagógicas. Según él, ya hemos superado aquella etapa reaccionaria en que un maestro -¡palabra nefanda!- creía tener algo que enseñar a su alumnado. Aclara que no está haciendo otra cosa que recurrir a la mayeútica socrática tal como la explica Platón: el/la alumno/a posee todo el conocimiento; únicamente hay que ayudarlo a que se haga consciente de él adiestrándolo en las competencias precisas para extraer esa piedra filosofal de su interior. Cuando acaba su intervención, el arzobispo se la agradece, los presentes asienten y yo decido presentar mi renuncia a participar en ese tipo de Consejos nada más llegar a casa.

Extraje dos conclusiones. Aquel señor tan serio sabía de Platón lo que quizás había aprendido tan sólo a través del pedagogo Paulo Freire. Me gustaría creer que alguien que haya leído a fondo La República no puede invocar el nombre del discípulo de Sócrates con tanta alegría. Segunda, el silencio cardenalicio me hizo pensar si los Sucesores de los Apóstoles están dispuestos a mantener unida su triple función sagrada -que no profana, que no mundana- de enseñar, santificar y gobernar. ¿Qué podrían enseñar, si no, que no sepamos ya de un modo innato? ¿Cómo pueden arrogarse un deber que cada uno tendría solo ante su conciencia? En consecuencia, ¿más que gobernar, no tendrían sólo que mediar, que dar un servicio de paz que nos permitiese emanciparnos de una forma de autoridad de "otra" época?

Con estas dudas a cuestas y no a pesar de ellas, es más fácil entender por qué instituciones “católicas” en tales manos se entregan, con vehemencia nominalista, a toda clase de diálogos interreligiosos y ecuménicos. Las religiones no serían sino diferentes formas de expresar un mismo anhelo espiritual, coincidentes en sus verdades últimas. Jesús y Buda, grandes maestros de la iluminación interior. El Reino y el Nirvana, dos fincas colindantes que sólo los dogmas y las disciplinas eclesiásticas separan. 

Toda la agenda del liberalismo teológico, en su versión más viejuna, está dominando en gran parte la filosofía cristiana actual. Basta leer Ortodoxia de Chesterton, para darse cuenta de que la matraca bultmanniana se ha hecho liftings desde su nacimiento. A fin de cuentas, ¿no se actúa de facto hoy en día como si la Declaración de Derechos Humanos fueran las nuevas Tablas de la Ley y las Naciones Unidas el nuevo pueblo elegido? Al fin y al cabo, ¿para qué cerrarse puertas, si somos "universales", quiero decir particulares?

Lo pavoroso es que las escuelas cristianas están infectadas de toda esta cosmovisión que le suministran sus ideólogos universitarios. No habría nada que aprender sino aprender a aprender la técnica que permite manejar lo que ya se sabe. ¿Hace falta poner ejemplos en un país como España de cómo funciona esta divina ignorancia, esta nube del no saber que es el saber más frívolo?

La disciplina se confunde con opresión. El esfuerzo, con autoritarismo. El estudio, con manejar dispositivos digitales. Como Manolito, al final nuestros hijos desde el principio de curso no han entendido nada. Luego nos quejamos de que los jóvenes apenas saben redactar. ¿Es tan difícil entender que no hay método que se puede descargar por internet en el disco duro de la inteligencia humana para enseñar a enseñar a leer y escribir? ¿En qué escuela innovadora se enseña que sólo leyendo mucho y escribiendo sin cesar se aprende a leer y a escribir en el sentido más profundo? Sólo descubriendo lo que no se sabe y que otros han imaginado se está en condiciones de hacer la tentativa de saber más e imaginar más la propia vida. De ser más libres. Las aventuras intelectuales son más inciertas que cualquier deporte de alto riesgo. Deporte de soledad en la más poblada compañía, sin límite de espacio y de tiempo.

Aristotélico como soy en poética, estoy persuadido de que dos causas naturales nos permiten crear: el imitar, como fundamento de la metáfora, y el ritmo y la armonía. Mi hija mayor, sin llegar a la decena, ha ensayado cada año hasta la extenuación contorsiones para el festival de Navidad. Y ha tenido que aprender versos malos de solemnidad sobre la solidaridad humana ante el portal de Belén. Aún así, los niños conservan todavía intacta la mirada para distinguir la excelencia que no entienden del todo pero que los eleva más allá de sí mismos. He visto algunos ojos resplandecer en casa aprendiendo a recitar o escuchando la representación de los versos de El camello cojito de Gloria Fuertes o de algún villancico de los Autos de Lucas Fernández. La envidia -o, como diría Nietzsche, el resentimiento- todavía no ha logrado apoderarse de ellos. La magia de las palabras cosquillea sus bocas.

A ellos no les aburre la poesía. Les aburre tener que mirarse a sí mismos todo el rato. Y que los miremos todo el rato, analizando y sacando conclusiones "educativas". ¡Con la de cosas interesantes que hay para descubrir ahí fuera: en los poemas, en la vida! Sólo la tradición proporciona la libertad para inventar el futuro. Si se la enterrase, el futuro que canta todo tipo de innovaciones no sería más que lo que ya va siendo ahora: la perfecta y cínica tiranía de un discurso ideológico tanto más operativo cuanto más autocensurado. 

Este futurismo pedagógico se pregunta, como Marinetti hace ya un siglo, por qué hay que mirar a nuestras espaldas si el tiempo y el espacio han muerto al haber creado ya, en un mundo globalizado, la eterna velocidad omnipresente. A esta pregunta retórica suele responderse con una complacencia irresponsable a la que, ay, por comodidad, por hastío, por impotencia, nos estamos rindiendo.

Vaciando, pues, de todo aquello el alma de su prisionero y purgándole como a iniciado en grandes misterios, entonces es cuando introducen en él una brillante y gran comitiva en que figuran coronados la insolencia, la indisciplina, el desenfreno y el impudor; y elogian y adulan a éstos, llamando a la insolencia buena educación; a la indisciplina, libertad; al desenfreno, grandeza de ánimo, y al impudor, hombría. Y no da acogida a máxima alguna de verdad ni la deja entrar en su reducto si alguien le dice que son distintos los placeres que traen los deseos justos y dignos y los que responden a los deseos perversos, y que hay que cultivar y estimar los primeros y refrenar y dominar los segundos, sino que a todo esto vuelve la cabeza y dice que todos son iguales y que hay que estimarlos igualmente” (La República VIII).


Fuese quien fuese Sócrates, Platón llegó a ser él mismo recreando a su maestro. Sin él, mal que le pese, la democracia no es sino el remedo abigarrado de la tiranía. Y el Evangelio, para nosotros, se nos desharía en un cuento de hadas muy confortable.


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