martes, 1 de octubre de 2013

El Papado y el katéjon.



 Il Giudizio Universale (c. 1431),
Beato Angelico.


Leonardo Castellani (1899-1981) dedicó páginas apasionadas advirtiendo contra el poder del Anticristo en El Apocalipsis de San Juan (1963). Castellani describe con viveza y, quizás, con aterrorizada admiración el poder del Príncipe de este mundo que habría sido creado “probablemente” para gobernar la tierra. Al pecar no habría perdido este don, ya que, según explica el singular jesuita argentino, los ángeles están en su naturaleza íntima calcados al fin para el que han sido destinados. 

¿Se habrá reservado Satanás, el dios del mundo, Sumo Sacerdote de la iniquidad, en un reverso tan infernal como inmanente, usurpar la triple función sacerdotal, profética y real? Lo cierto es que sólo Nuestro Señor Jesucristo logrará vencerlo definitivamente por el poder de su Nombre. Sobre la destrucción apocalíptica se instaurará la Jerusalén celeste.

Vivimos en una época milenarista. Entre no pocos católicos se ha extendido la idea de que estamos ya viviendo el fin de los tiempos. Si se me permite el esquematismo, distinguiría entre una relectura (anti)metafísica y una perspectiva político-teológica. En un caso se teologiza de nuevo la reconciliación hegeliana del Espíritu que coincidiría con el colapso de la historia. En el otro, se analiza con desazón la acelerada descomposición del sistema de principios que han caracterizado la tradición judeocristiana de Europa, como, por ejemplo, la monogamia, la sacralidad de la vida, la procreación natural o la soberanía y la jerarquía religiosa.

Proliferan profecías -en forma de mensajes y revelaciones privadas- sobre la realización actual de los acontecimientos que anunciaron el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, desde la época de los primeros cristianos, se ha solido leer en los sucesos contemporáneos una  advertencia de que la Segunda Venida está muy próxima. No extraña, por ello, que se atribuyan actualmente a los zarpazos del Anticristo los escándalos sexuales y económicos en que se ha visto envuelta la Iglesia. Aún así, no debe olvidarse tampoco que, como ha advertido el Papa Francisco, la Iglesia no es simplemente una ONG. Según el beato John Henry Newman (1801-1890), el Anticristo bien podría ser también un filántropo, cuyo humanitarismo podría convertirse en el enemigo más peligroso de la religión.

En cualquier caso, no se crea que esta percepción de la inminencia del juicio se observa en determinados grupos sólo con espanto. Ellos cuentan con la esperanza de que, siendo fieles, formarán parte del resto escogido que no padecerá la crueldad exterminadora de la que avisa el Apocalipsis. Personalmente, no acabo de entender su contento ante los horrores y las persecuciones que habremos de soportar contemplando cómo la apostasía se adueña del mundo. 

En un periodo cósmicamente penitencial, el Cuerpo Místico de Cristo volverá a ser crucificado. La oración de Getsemaní y el Salmo 22 deberían ser meditados sin cesar. Más si cabe, si algunos no descartan que hasta la Abominación de la Desolación podría surgir de la misma entraña de la Iglesia. Usurpando la Sede de Pedro, el Anticristo se vería libre para cumplir así el signo apocalíptico de la supresión de cualquier culto religioso, incluso el más excelso: el Sacrificio Eucarístico. Al margen de gestos, palabras y gustos de uno u otro Papa, a mí esta posibilidad me parece una monstruosa herejía que confunde el lugar con el ministerio apostólico.

Por su admirable prudencia y por el rigor de su inteligencia y de su fe, aconsejo la lectura de los Cuatro Sermones (Madrid, 2010) de Newman que, siendo anglicano, dedicó al Anticristo en el Adviento de 1835. Me inspiro en él para atreverme, quizás excesivamente, a formular una intuición güelfa de quien ya ha vivido suficiente como para recordar que hace ahora seiscientos años hubo no dos sino hasta tres Papas, durante la etapa del Cisma de Occidente. ¿Hace falta que estetice y que diga dos de sus nombres? Benedicto XIII y Juan XXIII. 

Para evitar paralelismos históricos, que no son sino un modo de tejer la ficción de la verdad (cien años separan la resolución del Concilio de Constanza de las tesis de Wittemberg), creo que sigue siendo clave el texto de san Pablo en 2 Te 3-7: “Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora, desaparezca de en medio”. La apostasía general que permitirá manifestarse a su tiempo (kairós) al hijo de la perdición (amartía) es un misterio de iniquidad (anomía, falta de ley) que está retenida (katéjon, lo que retiene). 

San Agustín, como san Ambrosio y san Jerónimo, identificaron el katéjon con el Imperio Romano. Ante su imponente realidad los sentimientos de todos ellos eran ambiguos. Por un lado, era el cuarto monstruo, el más terrible y destructor, de la visión del profeta Daniel. Las terribles persecuciones contra los cristianos daban testimonio de su ferocidad. Por otra parte, con su ordenamiento social y jurídico, sobre todo a partir de la adopción del Cristianismo como la religión oficial en el siglo IV, era también una garantía de paz ante las fuerzas caóticas (anómicas) que extendían las invasiones bárbaras. Como asume el cardenal Newman, quizás el Imperio Romano, como su lengua, no haya muerto nunca del todo, perviviendo hasta la actualidad en su dimensión jurídico-política.

El katéjon, pues, sería en sentido negativo un obstáculo para el advenimiento del Reinado de Dios, pero también, positivamente, el principio que impide momentáneamente la terrible victoria definitiva, aunque parcial, del Anticristo, durante el periodo simbólico de tres años y medio.

Lo que detiene su llegada, el katéjon, era, según san Justino, la Iglesia. Aquí es donde entra mi intuición güelfa, pues la existencia de ella se funda sobre la roca del Papado. Sin el reconocimiento del primado, su santidad es incompleta, por más que no deje de ser a la vez compleja, asediada por la iniquidad. Su autoridad es de origen divino y, por ello, indestructible: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18). Infierno e Imperio mantienen una inquietante semejanza fónica. 

Podrá morar el Anticristo en el lugar santo, pero jamás podrá penetrar en el misterio íntimo de la Iglesia que es el del Cuerpo de Cristo Resucitado. Pedro traicionó a su Señor, dudó ante los judaizantes, pero jamás le ha sido retirada la promesa. Una y otra vez ha sido confirmada a lo largo de la historia. El obispo de Roma custodia las llaves del Reino que, en el Espíritu, le ha confiado la Iglesia universal. Siervo de los siervos, la potestad del Papado -real, activa, operante- es pneumática.

Podrá –ha podido, puede- la Iglesia prostituirse, pero la fidelidad petrina está íntimamente ligada a la economía de la salvación. El Hijo del Hombre reinará congregando a sus elegidos de los cuatro vientos desde un extremo del cielo hasta el otro extremo. Este es el ministerio de Pedro: mantener a los elegidos atentos a la parusía.

La asamblea santa, a quienes Jesús ha prometido su compañía hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20) y a la que, por tanto, ni siquiera el Anticristo podrá exterminar, seguirá fundada sobre la piedra de una autoridad mística que la pérdida de cualquier forma de poder cuestionará de manera terrible sin lograr, empero, vencerla. Como su Salvador, la Iglesia será crucificada al final de los tiempos. Sin embargo, vaciada, será exaltada por la manifestación plena de la Resurrección de su Señor que vendrá con poder para juzgar el mundo.

En primer lugar, ¿por qué Roma no ha sido destruida todavía? ¿Por qué razón los bárbaros no la aniquilaron? Babilonia sucumbió bajo la mano del vengador enviado contra ella; Roma, no. ¿Por qué razón? Puesto que si ha habido algo que difiriese la venganza destinada a Roma, podría ser que dicho obstáculo actuase todavía y retuviese la mano levantada de la cólera divina hasta que venga el fin. La causa de esta inesperada prórroga parece ser simplemente la siguiente: cuando los bárbaros cayeron sobre Roma, Dios tenía un pueblo en esa ciudad. Babilonia era una mera prisión de la Iglesia; Roma la había recibido como huésped. La Iglesia moraba en Roma, y mientras sus hijos sufrían en la ciudad pagana a manos de los bárbaros, al mismo tiempo ellos fueron la vida y la sal de la ciudad de sus padecimientos” (J. H. Newman, Sermón “La ciudad del Anticristo”).


Creo firmemente que la santidad de la Iglesia, pura gracia, se sustraerá a la apostasía. En el tiempo que permanezca en el sepulcro, las palabras del Redentor mantendrán el sentido auténtico de su esperanza: “Apacienta mis ovejas”.



1 comentario: