Autorretrato (1843-1845), Gustave Courbet |
Recuerdo de niño ver a mi madre leyendo, y releyendo, Fortunata y Jacinta (1887),
de Benito Pérez Galdós, en una edición de la Editorial Hernando en cuya portada
una pareja paseaba bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque como tantas
familias en la España de dos canales vi con mis padres la serie protagonizada por Ana Belén y Maribel Martín, a mi madre le seguía fascinando por encima de cualquier imagen visual el sabor madrileño de los
diálogos galdosianos. En la letra, el espíritu.
En los eternos veranos de mi niñez caminábamos a menudo por el Madrid de los Austria. Cuando atravesábamos la calle de Pontejos, me
indicaba que en aquellas mercerías había comenzado el negocio de los Santa
Cruz. Pasando por el Arco de Cuchilleros traía a la memoria las idas y venidas del
correveidile de Estupiñá. En la Cava Baja se lamentaba de la estupidez de
Juanito Santa Cruz y compadecía, a la par, a Fortunata y a Jacinta. Y siempre
reía con las conversaciones entre Doña Lupe la de los pavos y su criada
Papitos, cuya frase “Si no blinco, me
divide” era la forma humorística de enfrentar los sinsabores de enajenados como
Maxi Rubín que nunca faltan en nuestras vidas cotidianas. Parada obligatoria de
nuestras caminatas era el Palacio de Santa Cruz –“el
Ministerio” en argot familiar-. En aquel momento, literatura y memoria personal fundían en un
instante la intimidad compartida de secretos que no se necesitan ni comunicar ni guardar. Simplemente, eran, son.
Aquel Madrid galdosiano que, como un
submundo imaginario, emergía del empedrado real de nuestro Madrid setentero, no
era la ilusión de ingenuos lectores realistas: un “efecto de realidad”, como,
con inquieta condescendencia, lo definía Roland Barthes. Los signos no
suplantaban ni imponían una identificación mayor o menor con aquellas callejas
o con aquellos seres imaginarios que parecían resucitar en un tabernero o en un
dependiente atisbado tras unos cristales. Aquellos signos eran nuestra vida. Más que inscripciones de nuestro deseo, tejían el cuerpo de nuestra conciencia. Pronuncio –paladeo− “Calle Nuncio” y se me agolpa, al instante, en la memoria un universo simultáneo
de personas reales y ficticias que forman un escorzo de mi identidad.
Posiblemente proustianos, somos lo que imaginamos. El recuerdo, en cambio, imagina nuestra carencia.
Hasta los veintipocos años no me atreví a enfrentarme
directamente con Fortunata y Jacinta.
De aquella lectura brilla, opaco, el personaje de Maximiliano Rubín. Tanto ha
dicho la crítica de él -que si un Quijote en escorzo farsesco (“Yo sé quién soy”), que si un anticipo crístico de Nazarín- que se me ha quedado grabado a fuego en la
memoria el último párrafo de la novela. Mientras los amigos se lo llevan
engañado al psiquiátrico de Leganés, alcanzan a oírle hablar
consigo mismo haciendo muecas y visajes:
“¡Si se creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la absoluta sumisión de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mí. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… ¡lo mismo da!”.
No sabes cómo te entiendo, Maxi. Aunque quisiera hacerte compañía, sin embargo no podría residir en
las estrellas. Entre el Leganés castizo y el añorado Claraval, que las ironías del laicismo revolucionario convirtieron en una prisión, la Grande Chartreuse permanecerá siempre -¿en mi imaginación?- más cerca del cielo que las murallas con que se podría rodear el pensamiento de un güelfo peninsular. Más allá de los Pirineos.