viernes, 28 de diciembre de 2012

Mijaíl Bulgákov o la literatura como conjuro.





Mi amigo germanófilo, digámoslo así, es también rusófilo. En justa correspondencia a mis sugerencias, me acaba de recomendar, perentoriamente, que lea El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov (1891-1940). Sospecho que el antecedente goethiano bajo la forma de una burla festiva del régimen soviético ejerció sobre su espíritu el hechizo de la libertad de la imaginación. En su caso, además, le ha proporcionado la satisfacción de una parodia novelística intercalada de la exégesis bíblica liberal.

A diferencia de mi amigo, para quien el arte todavía conserva el poder de investigar –de iluminar- ciertas verdades, tengo para mí que estos poderes, tanto más inquietantes en una novela sobre el diablo y su séquito de visita en la Moscú stalinista, se dirigen más a destapar las indefiniciones, las fallas, la quiebra de lo que habitualmente llamamos realidad. Como un alquimista de la risa, Bulgákov, en su destilado fantástico, libera de las cadenas opresoras –y evidentes- de la seriedad los errores que fundan las verdades mismas. Mago herido de la palabra novelesca, oficia la misa negra de la literatura, arma demoníaca donde las haya.

A ciertos efectos explicativos, me detendré sólo y brevemente en dos aspectos de una novela que bien podríamos calificar de culto: su carácter metafictivo y su adscripción al género de la sátira menipea.

En efecto, en El maestro y Margarita se articulan dos planos temporales que corresponden a dos novelas que se entrecruzan hasta identificarse en la última línea. Por un lado, el lector sigue las andanzas del séquito de Voland (Fagot-Koróviev, Asaselo el del colmillo saliente, el gato Popota y la vampira Guela) durante unos pocos días de una primavera moscovita en los años veinte; por otro, en la línea de los apócrifos más fabulosos, se le relatan los escrúpulos de Pilatos ante la condena de Joshua Ga-Nozri en el siglo I.

Los hilarantes acontecimientos que se desencadenan por la presencia de Satanás y sus acompañantes pueden ocultar el hecho de que la novela dentro de la novela, que es obra del maestro, sin embargo va puntuando el perfil y la acción de sus personajes. En el Libro I los dos capítulos que remiten a la historia de Pilatos son, en principio, atribuidos respectivamente al relato explicativo de Voland en “Los Estanques del Patriarca” y a la alucinación que el poeta Iván Desamparado sufre en el psiquiátrico. Será en los dos capítulos que el Libro II también dedica a esta historia donde se comprenderá que son obra del personaje del maestro. A la postre, es la novela entera la que acaba con las palabras que aquel había previsto para el fin de su novela. La novela dentro de la novela contiene a esta simultáneamente. El maestro libera a su personaje Poncio Pilatos de su condena eterna, de igual manera que él queda liberado como personaje de su novela de la enfermedad de su existencia.

“Así hablaba Margarita, yendo con el maestro hacia su casa eterna, y al maestro le parecía que las palabras de Margarita fluían como el arroyo que habían dejado atrás, y su memoria, intranquila, como pinchada con agujas, empezó a apagarse. Alguien dejaba libre al maestro, igual que él acababa de liberar a su héroe creado, que había desaparecido en el abismo, que se había ido irrevocablemente, el hijo del rey astrólogo, perdonado en la noche del sábado al domingo, el cruel quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos”.

De igual modo que la muerte y la resurrección de Jesús ocurren una noche de primavera entre el jueves y el domingo, el tiempo de esta novela transcurre entre el miércoles y el domingo de un mes de mayo, época consagrada folclóricamente a festejar las potencias telúricas de la naturaleza. En lugar de la Última Cena, se produce una representación de magia negra en el teatro Varietés; en lugar de descenso al infierno, un baile de Satanás; en lugar de resurrección, la ascensión del maestro y Margarita a una casa eterna.

La transgresión de los límites textuales entre realidad y ficción se logra, así, por la dislocación de los márgenes del tiempo y del espacio en una duplicidad que, siendo interna a la novela, amenaza -¿tal vez, irónicamente, tranquiliza?− los límites de nuestra realidad. El piso 50 de la calle Sadóvaya es tanto una estancia física como imaginaria, capaz de reducirse y expandirse sin dejar de ser la misma. También los personajes pueden estar en un sitio y en otro, morir y seguir viviendo en planos diferentes de la misma realidad.

Pero en esa calle Sadóvaya, en aquel piso, vivía, en realidad, el propio Bulgákov, que se refleja, mejor dicho, se refracta a lo largo de toda la novela, en Fagot (su monóculo roto), en el poeta Desamparado, en el maestro,... No es que su biografía le sirva de material para su novela, sino que su novela modela los acontecimientos (pre)sentidos de su vida, como los de cada uno de sus lectores conminados, imaginariamente, a presentarse ante Margarita en la sala del baile de Satanás a besarle la rodilla.

Unas palabras finales sobre la sátira menipea. Mientras Bulgákov, acosado por las autoridades, comenzaba a escribir su novela inacabada (1928-1940), otro Mijaíl, Mijaíl Bajtín, publicaba Problemas de la poética de Dostoievski (1929), tras el que fue deportado a Kazajistán. En su defensa de la polifonía y el dialogismo de la gran novela rusa, Bajtín elaboraba una teoría propia sobre la sátira menipea como género literario no sólo de la Antigüedad sino también de la Modernidad. Forma más pura de la risa, la menipea intenta proponer una alternativa al mundo de la desigualdad.

El maestro y Margarita reúne sin duda las condiciones más genuinas del espíritu libertario que sustentan el género menipeo. Satiriza la sociedad de los literatos mediocres, parodia los recursos de la sentimentalidad romántica, desde Goethe y Pushkin a Dostoievski o Tolstoi, pero, sobre todo, se ríe de una sociedad hipócritamente igualitaria recurriendo a los procedimientos folclóricos de la inversión o de la ruptura.

Si nos atuviésemos así a las características que Bajtín atribuye a este género, la novela de Bulgákov  resulta canónica: preeminencia de la risa, libertad de fabulación, creación de situaciones excepcionales, naturalismo bajo, preocupación por las “últimas cuestiones” filosóficas, coexistencia del cielo, tierra e infierno, observación desde planos insospechados, experimentación con locos y perturbados, representación de situaciones escandalosas con insultos e improperios, presencia de la utopía, pluralidad de estilos y géneros, recursos contrastivos, orientación a la actualidad.

M.B.: Mijaíl Bajtin y Mijaíl Bulgákov se entregan, pues, a la afirmación material de la vida en la plena descomposición y alienación de sus existencias. Como el maestro, Bajtín escribió en Kimry un manuscrito sobre la novela germana del siglo XVII que fue destruido durante la invasión alemana. Como Margarita, Bulgákov habría deseado salir volando como una bruja de su piso, volar y destruir cuanto ante su paso le recordase la frustración y la opresión. 

Es claro que en su novela se puede notar una apología de la irresponsabilidad social, la negativa a admitir la jerarquía de los premios y los castigos oficiales, la oposición a cualquier forma de civismo y solidaridad estandarizada. Pero en el infierno “los manuscritos no arden”. El infierno es el precio que hay que pagar para mantener la llama de una justicia poética tan espantosa como humana. Una justicia, por ello, real, como la que el relativismo de Voland inflige a la cabeza degollada del ateo Berlioz que consideró un trastorno mental la predicción de su muerte y las circunstancias exactas en que tuvieron lugar:

“Mijaíl Alexándrovich –interpeló Voland en voz baja a la cabeza; el muerto levantó los párpados y Margarita, vio estremecida, unos ojos vivos, llenos de sentido y de dolor−. Todo se ha cumplido, ¿no es verdad? –siguió Voland, mirando a los ojos de la cabeza-. La cabeza la cortó una mujer, la reunión no tuvo lugar, y yo estoy viviendo en su casa. Es un hecho. Y un hecho es la cosa más convincente de este mundo. Pero ahora lo que nos interesa es el futuro y no este hecho consumado. Usted fue siempre un propagandista ardiente de la teoría que dice que, al cortarle la cabeza, acaba la vida del hombre, se convierte en ceniza y desaparece en la nada. Me alegra poderle comunicar en presencia de mis amigos, aunque ellos sirvan de prueba de una teoría muy distinta, que esa teoría es muy seria e inteligente, aunque todas las teorías tienen un valor semejante… Entre ellas hay una que dice que cada uno recibirá en razón de su fe. ¡Que así sea! Usted se va al no ser y me será grato brindar por el ser con el cáliz en el que usted se va a convertir".

Confío en que mi amigo sea capaz de perdonarme, con su bonhomía, mi irresponsabilidad literaria y me enmiende con su saber filosófico. Pero no puedo evitar ver en Voland, Popota y Fagot una trinidad maléfica que, con su alegría anárquica, precipitan en el caos político y erótico la falsedad de este mundo, a fin de resarcir así la honestidad precaria de los humillados. 


martes, 25 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad!


Nacimiento de Cristo (1405), Andrei Rublev

Sermo 184. 
In Natali Domini, 
Sancti Augustini Hipponensis.



2. 2. Proinde Natalem Domini frequentia et festivitate debita celebremus. Exsultent viri, exsultent feminae: Christus vir est natus, ex femina est natus; et uterque sexus est honoratus. Iam ergo ad secundum hominem transeat, qui in primo fuerat ante damnatus. Mortem nobis persuaserat femina: vitam nobis peperit femina. Nata est similitudo carnis peccati, qua mundaretur caro peccati. Non itaque caro culpetur, sed ut natura vivat, culpa moriatur; quia sine culpa natus est, in quo is qui in culpa fuerat, renascatur. Exsultate, pueri sancti, qui Christum praecipue sequendum elegistis, qui coniugia non quaesistis. Non ad vos per coniugium venit, quem sequendum invenistis, ut donaret vobis contemnere per quod venistis. Vos enim venistis per carnales nuptias, sine quibus ille spiritales venit ad nuptias: et vobis dedit spernere nuptias, quos praecipue vocavit ad nuptias. Ergo unde nati estis, non quaesitis; quia eum qui non ita natus est, plus quam ceteri dilexistis. Exsultate, virgines sanctae: Virgo vobis peperit, cui sine corruptione nubatis; quae nec concipiendo, nec pariendo potestis perdere quod amatis. Exsultate, iusti: Natalis est Iustificatoris. Exsultate, debiles et aegroti: Natalis est Salvatoris. Exsultate, captivi: Natalis est Redemptoris. Exsultate, servi: Natalis est Dominantis. Exsultate, liberi: Natalis est Liberantis. Exsultate, omnes Christiani: Natalis est Christi.


2. 2. Celebremos, por tanto, el Nacimiento del Señor con la asistencia y con el regocijo que merece. Exulten los varones, exulten las mujeres: Cristo ha nacido varón, de mujer ha nacido; ambos sexos han quedado honrados. Pase, pues, al segundo hombre quien antes en el primero había sido condenado. Una mujer nos había inducido a la muerte; una mujer nos alumbró la vida. Ha nacido la semejanza de la carne del pecado con la que se purificaría la carne del pecado. Que no se culpe así la carne, sino que, para que la naturaleza viva, la culpa muera; ya que sin culpa ha nacido, renazca en este quien se hallaba en la culpa. Exultad, santos jóvenes, que elegisteis seguir exclusivamente a Cristo, que no buscasteis cónyuges. No vino a vosotros por el matrimonio aquel que, siguiéndolo, encontrasteis, para que os concediera desdeñar el camino por el que vinisteis. Vinisteis mediante matrimonio carnal, sin el cual aquel vino al matrimonio espiritual: también os concedió menospreciar el matrimonio, a vosotros a los que os llamó, ante todo, al matrimonio. No buscáis de dónde habéis nacido, pues, más que los otros, amasteis a aquel que no ha nacido de tal manera. Exultad, vírgenes santas: la Virgen os parió a aquel con quien sin corrupción os desposáis; ni concibiendo ni pariendo podéis perder lo que amáis. Exultad, justos: ha nacido el Justificador. Exultad, débiles y enfermos: ha nacido el Salvador. Exultad, cautivos: ha nacido el Redentor. Exultad, siervos: ha nacido el Señor. Exultad, libres: ha nacido el Liberador. Exultad, todos los cristianos: ha nacido Cristo.


martes, 18 de diciembre de 2012

Diálogo imposible, hastío perpetuo.


Le Carnaval d'Arlequin (1924-1925), Joan Miró


En diciembre de 1927 en la Biblioteca Nacional de Madrid se inauguró una exposición del libro catalán. La Gaceta Literaria, dirigida por Gecé, iberista convencido, le dedicaba íntegro su número 23. El editorial, con el entusiasmo impostado de ciertas vanguardias, sentenciaba: “Hoy: unas minorías –las de la inteligencia- realizan la primera cauterización de las incomprensiones: mirándose cara a cara: saludándose con libertad y respeto”. Todo muy orteguiano, con guiño al noucentismo: las minorías vertebrarían el Estado a través de la cultura.

Giménez Caballero
Un mes después, una comitiva de la misma revista volaba en el avión Iberia a Barcelona. Pese al simbolismo evidente de la modernidad que se alza por encima de las “cominerías geográfico-políticas” (Antonio Espina dixit), el raid acaba en fracaso mal disimulado, a causa de unas susceptibilidades sólo mencionadas, en absoluto explicadas. Giménez Caballero se lamentó de que no les hubiesen agasajado con el preceptivo “banquete”, que era algo así como las cenas de gala de las repúblicas literarias de la época.

En junio de 1952, veinticinco años después, se celebraba en Salamanca el I Congreso de Poesía, a instancias de Dionisio Ridruejo, con la colaboración fundamental del poeta catalán Carles Riba. Unos días antes la Biblioteca Nacional –ahora en la Sala de Manuscritos- abría la exposición “Medio siglo de publicaciones de Poesía en España”. La cuarta vitrina estaba dedicada a Verdaguer, Maragall y Alcover.

Dionisio Ridruejo
Como explica en detalle Jordi Amat, la idea del grupo de Ridruejo (Laín, Tovar…) −todos esos falangistas con mala conciencia, a medias Antígona, a medias Electra, sin ser ni la una ni la otra−, consistía en hacer evidente que la cultura catalana enriquecía la cultura española. De lograr este objetivo, creían que se disociaría la identificación catalanista entre literatura y reivindicación nacional. Un error de perspectiva fue quizás no asumir que, aunque contasen con que los intelectuales le crispaban, a los poetas el Régimen no le importaba pagarles unas cuantas copas siempre que no se pasasen de la raya. La raya podía ser pedir permiso para publicar una revista literaria en catalán. Más allá de esta raya ya llegaban los palos.

Carles Riba
Hay una anécdota menor, pero significativa, del I Congreso. Clementina Arderiu asiste en primera fila a la conferencia de su esposo, el autor de las Elegies de Bierville. A su lado se sientan autoridades civiles y religiosas que se mueven incómodos y susurran entre ellos mientras el poeta expone el sentido que para Cataluña ha tenido el cultivo de su literatura. Arderiu confiesa que nunca había pasado más miedo, pues temía que, al acabar, “l’engarjolarien” (lo encarcelarían). Como en una película española de Sáenz de Heredia, nada más cerrar Riba su discurso, los poetas castellanos, que se sentaban en las filas traseras, se abalanzan al estrado, rodeando al conferenciante entre aplausos y muestras de júbilo. Supongo que no lo sacaron a hombros para no sobreactuar más de la cuenta delante del gobernador civil.

Resulta, por ello, conmovedor un pasaje de una carta de Riba a Ridruejo en noviembre de 1954, cuando aquellos intentos de liberalización de un cerrilismo cósmico e inamovible empezaban a naufragar. En defensa de una dignidad común, el poeta catalán decía: “No veo, no me resigno a ver, nuestros actuales problemas y cuitas de escritores catalanes como algo aparte de esa incoherente, pero tenaz, opresión inquisitorial a que están sometidos el pensamiento y su expresión en España”.

Cincuenta años después, entre 2004 y 2005, como para confirmar el tópico de que a nuestros escritores y ahora además a nuestros editores, vengan de donde vengan en esta Península nuestra de los desengaños, se les debe contentar pagándoles las copas en un mundo global, se montó una doble polémica con pocos meses de diferencia. A la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) asistieron los escritores en catalán, pero algunos regresaron pesarosos porque creían haber sido eclipsados por los escritores en castellano. Se levantó entonces una polvareda por si a la Feria de Francfurt de 2007, a la que se había invitado, específicamente, a la cultura catalana, debían acudir o no los escritores catalanes en castellano. Episodio bochornoso de la política catalana, ante el que un escritor como Sergi Pàmies demostró o que se había vuelto abstemio o que las juergas se las paga él.

Las consignas, de un lado y otro ahora, recocinadas, emponzoñadas, nauseabundas, siguen siendo las mismas del siglo pasado. Los intereses políticos, de partidos, han absorbido los argumentos sociales y culturales hasta el punto de convertirlos en caricaturas, definitivamente, irreductibles. A ver quién es el primero que se rompe la cabeza contra la pared. Porque la pared existe.

En mis momentos más desesperanzados pienso que en la Península no se han producido sólo graves errores políticos y morales, sino que ella misma es un error geográfico. La apendicitis de Europa. Soy tan iluso como para soñar -o, mejor, dicho, para alucinar- que algunos males se disiparían el día que nuestros adolescentes pudiesen leer a la vez a Fernando Pessoa, a Juan Ramón Jiménez y a Josep Carner, por ejemplo. Teniendo en cuenta nuestro modelo pedagógico, cabría preguntar como Cernuda: “¿Os es posible? Imposible, como aplacar el fantasma que de mí evocasteis”. Lo aterrador sería que, a la postre, nada hubiese cambiado desde que Gil de Biedma se revolviese contra la mística de nuestra miseria:

“De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza”.

Independencia sí, independencia no. Con sólo verles la cara y oír la entonación de sus voces a todos ellos, hispánicos hasta la médula, uno debería darse cuenta de que no se llega a ninguna parte. De que toda esperanza es la máscara de la ficción de que, juntos o separados, somos dueños de un destino propio que puede hablarse en unas lenguas que ya no pertenecen a ninguna nación.

Como en Le Carnaval d'Arlequin, uno querría lanzarse a través del vano azul de la ventana, huyendo de arlequines con bigote y de autómatas que nos chafan la guitarra.


martes, 11 de diciembre de 2012

Las meditaciones del emperador estoico.





Marco Aurelio (121-180) fue emperador a su pesar. El poder fue su destino, no su vocación. La ansiedad de una vida tranquila, dedicada a la reflexión, se enreda con los golpes de la fortuna y de una serenidad imperturbable que, aunque definida como estoica, apenas esconde una conciencia moral desesperada. Digna e íntegra en su desesperación.


En las Meditaciones, escritas en griego durante sus campañas militares, se advierte una melancolía que no es tan sólo filosófica sino también lingüística y cultural. Se reconoce que su estilo es plano y su contenido no demasiado original. Sin embargo, el rigor de su autoexamen ha merecido siempre la aprobación hasta de sus críticos más intransigentes. El sentido moral del romano se afana en una lengua y en un universo intelectual que no son del todo suyos. Los adapta, los fuerza, los encauza con el hastío de quien sólo es capaz de pedirle a la muerte esperarla con la máxima serenidad y lucidez posibles.

Me sorprende, mejor dicho, comprendo sorprendido la fascinación que la figura de aquel emperador filósofo suscitó en el Humanismo de los siglos XVI y XVII. La dura persecución que desató contra los cristianos, especialmente cruenta en Lyon (177d. C), cuyos horrores todavía espantaban a Tertuliano, no logró atemperar la admiración que los renacentistas sintieron por el político que compartía mesa y conversación con sus maestros de filosofía. Parece como si el dominio ético de su existencia hubiese sido ajeno a las consecuencias de sus actos de gobierno. A los intelectuales siempre les ha gustado sentarse a la mesa de los poderosos y ejercer sobre ellos un magisterio adulador en su justo punto.

Es cierto que resulta improbable juzgar que Marco Aurelio creyese las calumnias y las fantasías que el pueblo esgrimía contra los cristianos y que les causaban torturas y muertes de una crueldad espeluznante, a juzgar por los cronistas eclesiásticos. Pero, a diferencia de sus inmediatos antecesores, nuestro emperador no tenía tantos miramientos en el castigo de quienes consideraba un grupo de fanáticos sectarios. 

Puede ser que, en determinados ambientes elevados, la creciente brillantez literaria y filosófica de los apologetas cristianos, desde San Justino, hubiese suscitado no sólo preocupación sino hasta animadversión. Con todo, las acusaciones habituales de inmoralidad y ateísmo contra los cristianos, si bien mantuvieron su efectividad represiva a lo largo de las diez persecuciones que padecieron bajo el Imperio, debieron de acabar convirtiéndose en tópicos que, en diferentes niveles, recubrían inquietudes y rechazos no sólo sociales sino también morales.

Que los cristianos no diesen culto a los dioses planteaba, sin duda, un problema grave de orden público. Que celebrasen al anochecer sus ritos podía inducir a confusiones con otros misterios orientales e incluso a generar todo tipo de fabulaciones. Pero el hecho de que Trajano hubiese dado orden de que se castigase a los cristianos respetando los principios generales del Derecho lleva a pensar que, aunque, en términos generales, el peligro cristiano no debía ser desestimado, no constituía de por sí un desafío subversivo excepcional.

¿Qué molestaba, pues, a Marco Aurelio en los cristianos? Se dice que su doctrina de la inmortalidad del alma. Pero no se le ocurrió perseguir a los seguidores de doctrinas eleusinas ni platónicas. Obviamente, Marco Aurelio no habría descendido a los detalles teológicos de las creencias cristianas, pero es evidente que percibía en la actitud ante la muerte de aquellas algo que repugnaba su modo de garantizar un entendimiento del orden cósmico y social.

“¡Cómo es el alma que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya a separarse del cuerpo, o a extinguirse, o a dispersarse, o a permanecer unida! Mas esta disposición, que proceda de una decisión personal, no de una simple obstinación, como en los cristianos, sino que sea fruto de una reflexión, de un modo serio, y para que pueda convencer a otro, que esté exenta de teatralidad”.

Los cristianos, entregados a la teatralidad de sus cánticos esperando la vida eterna, no podían ser serios ni reflexivos a los ojos del emperador. Para complacer a hombres como él, ¡cuánto daño ha hecho en el cristianismo intentar cumplir los parámetros de la seriedad estoica! Según la carta a los Hebreos, Jesús, a gritos y con lágrimas, suplicó al Padre que le librase de la muerte, pero que, sufriendo, aprendió a obedecer. A su lado, muchas hagiografías nos han presentado a mártires despedazados, ahogados, cocidos, a la parrilla, con una sonrisa en la boca y con una férrea determinación santamente temeraria. ¿Han dejado de ser por ello teatrales?

Si para Marco Aurelio este cosmos es uno y eterno y nos hemos de dejar conducir por el guía interior de la razón que garantiza el mantenimiento del orden social en la justa ecuanimidad de un aislamiento amistoso, para los cristianos este mundo es provisional y por ello resulta tanto más urgente acelerar su transformación escatológica. No es lo mismo la seguridad de estar destinados a la disolución que caminar hacia la plenitud que culminará en la resurrección. Marco Aurelio apenas tenía amigos, ni los necesitaba; los cristianos se esforzaban en ser hermanos.

La apariencia de este mundo es un gran teatro. Y, contra lo que él mismo temía y anhelaba, Marco Aurelio no es una figura desvanecida.