martes, 11 de diciembre de 2012

Las meditaciones del emperador estoico.





Marco Aurelio (121-180) fue emperador a su pesar. El poder fue su destino, no su vocación. La ansiedad de una vida tranquila, dedicada a la reflexión, se enreda con los golpes de la fortuna y de una serenidad imperturbable que, aunque definida como estoica, apenas esconde una conciencia moral desesperada. Digna e íntegra en su desesperación.


En las Meditaciones, escritas en griego durante sus campañas militares, se advierte una melancolía que no es tan sólo filosófica sino también lingüística y cultural. Se reconoce que su estilo es plano y su contenido no demasiado original. Sin embargo, el rigor de su autoexamen ha merecido siempre la aprobación hasta de sus críticos más intransigentes. El sentido moral del romano se afana en una lengua y en un universo intelectual que no son del todo suyos. Los adapta, los fuerza, los encauza con el hastío de quien sólo es capaz de pedirle a la muerte esperarla con la máxima serenidad y lucidez posibles.

Me sorprende, mejor dicho, comprendo sorprendido la fascinación que la figura de aquel emperador filósofo suscitó en el Humanismo de los siglos XVI y XVII. La dura persecución que desató contra los cristianos, especialmente cruenta en Lyon (177d. C), cuyos horrores todavía espantaban a Tertuliano, no logró atemperar la admiración que los renacentistas sintieron por el político que compartía mesa y conversación con sus maestros de filosofía. Parece como si el dominio ético de su existencia hubiese sido ajeno a las consecuencias de sus actos de gobierno. A los intelectuales siempre les ha gustado sentarse a la mesa de los poderosos y ejercer sobre ellos un magisterio adulador en su justo punto.

Es cierto que resulta improbable juzgar que Marco Aurelio creyese las calumnias y las fantasías que el pueblo esgrimía contra los cristianos y que les causaban torturas y muertes de una crueldad espeluznante, a juzgar por los cronistas eclesiásticos. Pero, a diferencia de sus inmediatos antecesores, nuestro emperador no tenía tantos miramientos en el castigo de quienes consideraba un grupo de fanáticos sectarios. 

Puede ser que, en determinados ambientes elevados, la creciente brillantez literaria y filosófica de los apologetas cristianos, desde San Justino, hubiese suscitado no sólo preocupación sino hasta animadversión. Con todo, las acusaciones habituales de inmoralidad y ateísmo contra los cristianos, si bien mantuvieron su efectividad represiva a lo largo de las diez persecuciones que padecieron bajo el Imperio, debieron de acabar convirtiéndose en tópicos que, en diferentes niveles, recubrían inquietudes y rechazos no sólo sociales sino también morales.

Que los cristianos no diesen culto a los dioses planteaba, sin duda, un problema grave de orden público. Que celebrasen al anochecer sus ritos podía inducir a confusiones con otros misterios orientales e incluso a generar todo tipo de fabulaciones. Pero el hecho de que Trajano hubiese dado orden de que se castigase a los cristianos respetando los principios generales del Derecho lleva a pensar que, aunque, en términos generales, el peligro cristiano no debía ser desestimado, no constituía de por sí un desafío subversivo excepcional.

¿Qué molestaba, pues, a Marco Aurelio en los cristianos? Se dice que su doctrina de la inmortalidad del alma. Pero no se le ocurrió perseguir a los seguidores de doctrinas eleusinas ni platónicas. Obviamente, Marco Aurelio no habría descendido a los detalles teológicos de las creencias cristianas, pero es evidente que percibía en la actitud ante la muerte de aquellas algo que repugnaba su modo de garantizar un entendimiento del orden cósmico y social.

“¡Cómo es el alma que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya a separarse del cuerpo, o a extinguirse, o a dispersarse, o a permanecer unida! Mas esta disposición, que proceda de una decisión personal, no de una simple obstinación, como en los cristianos, sino que sea fruto de una reflexión, de un modo serio, y para que pueda convencer a otro, que esté exenta de teatralidad”.

Los cristianos, entregados a la teatralidad de sus cánticos esperando la vida eterna, no podían ser serios ni reflexivos a los ojos del emperador. Para complacer a hombres como él, ¡cuánto daño ha hecho en el cristianismo intentar cumplir los parámetros de la seriedad estoica! Según la carta a los Hebreos, Jesús, a gritos y con lágrimas, suplicó al Padre que le librase de la muerte, pero que, sufriendo, aprendió a obedecer. A su lado, muchas hagiografías nos han presentado a mártires despedazados, ahogados, cocidos, a la parrilla, con una sonrisa en la boca y con una férrea determinación santamente temeraria. ¿Han dejado de ser por ello teatrales?

Si para Marco Aurelio este cosmos es uno y eterno y nos hemos de dejar conducir por el guía interior de la razón que garantiza el mantenimiento del orden social en la justa ecuanimidad de un aislamiento amistoso, para los cristianos este mundo es provisional y por ello resulta tanto más urgente acelerar su transformación escatológica. No es lo mismo la seguridad de estar destinados a la disolución que caminar hacia la plenitud que culminará en la resurrección. Marco Aurelio apenas tenía amigos, ni los necesitaba; los cristianos se esforzaban en ser hermanos.

La apariencia de este mundo es un gran teatro. Y, contra lo que él mismo temía y anhelaba, Marco Aurelio no es una figura desvanecida.


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