miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mis Papas (III). Juan Pablo II



Por el carácter instantáneo de los medios de comunicación la imagen de Juan Pablo II que ha quedado grabada en la retina ha sido la de sus últimos años: la de de un anciano que,  según unos, con férrea determinación, y que, según otros, con una entrega completa de fe, continuaba su ministerio público como Vicario de Cristo.
En mi memoria afectiva la que queda, en cambio, es la de un Papa joven, con una sonrisa enigmáticamente eslava. No sólo resultaba cercano, sino que su personalidad, arrolladora, no podía ser confundida con las pasiones, a favor o en contra, que levantaba a su paso. Era “él” y no podía uno permanecer indiferente.
Su primera visita a España marcó la fe de mi adolescencia. Frente a Nunciatura, aguardé su paso. Verlo fue consolador. Retengo su manto rojo, su sonrisa y su mano que no dejaba de bendecir. Pero estuve en la misa del Bernabéu. A lo lejos, en una pantalla, lo vi como alguien que, en realidad, no hablaba para mí. Tenía la sensación de que su interlocutor estaba en otro lugar.
Tengo para mí que la gran desilusión de su pontificado fue ver que aquella reevangelización de Europa que soñaba, cuyos frutos parecía haber anunciado la caída del Muro de Berlín, no acabó de cuajar. Aquellas energías espirituales, que habían estado sofocadas por el comunismo, se agostaron en flor ante el sol tórrido del capitalismo. Quizás no vio que su propuesta de la fe cristiana como una alternativa a los dos sistemas económicos materialistas de la modernidad europea era demasiado hegeliana: una síntesis que necesitaba de su tesis y de su antítesis simultáneamente. Era una gran idea que, aunque no se reconozca, desactivó la teología de la liberación mucho más que las condenas de Boff y compañía; pero cuya marcha topó con el implacable enemigo capitalista, coyuntural (y aprovechado) aliado.

Quienes lo calificaban de carca, reaccionario, involucionista, eran, al menos en mi entorno, unos progres la mar de interesados (por lo suyo, claro). Quienes lo elogiaban sin medida, daban la impresión de que intentaban usufructuar las plusvalías de su apostolado.

Íntimamente, en Juan Pablo II veo sobre todo al poeta y al dramaturgo, al obrero y al sacerdote. Mis resistencias adolescentes las venció una frase que leí en la biografía de Wengel y que también podría ayudarme a entender sus simpatías por los nuevos movimientos. Recién elegido Papa, concede audiencia a la Unión de Superiores Religiosos. En la antecámara, el P. Arrupe, Presidente a la sazón, junto con otros superiores, se interesan por la opinión del pontífice desconocido (el primer Papa no italiano en cuatrocientos años) hacia la vida religiosa. El interlocutor contesta en latín lo que podía ser el mejor lema para retratarlo: “Non amat ordines, sed personas”.

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