viernes, 31 de agosto de 2012

Mis Papas (II). Juan Pablo I





De Albino Luciani apenas recuerdo más que su sonrisa. Todo el mundo hablaba de ella. Una imagen valdrá más que mil palabras, pero pulveriza toda la riqueza de lo singular. Pablo VI, Hamlet; Juan Pablo II, Superstar; Benedicto XVI, el Inquisidor. Juan Pablo I, una sonrisa. Una sonrisa congelada por la fugacidad de su pontificado. Creo que a los católicos de a pie la noticia de su muerte, apenas un mes después de ser elegido, nos hizo sentir como huérfanos.

En medio de las tormentas posconciliares, se veía en él un hombre afable pero determinado que sabría guiar con firmeza el timón de la Iglesia que no surcaba ya las aguas de Galilea sino que parecía estar en pleno Atlántico… Necesitábamos un místico como Juan y, a la vez, un misionero como Pablo. Y allí estaba él transmitiendo serenidad y garantizando la continuidad del Concilio Vaticano II, obra de otro Juan y de otro Pablo. Su fallecimiento no podía parecernos más que una nueva prueba de la providencia. Si el Espíritu Santo había guiado su elección en el Cónclave más breve del siglo XX, ¿cómo podíamos perderlo tan pronto?

Claro que entonces ya muchos dentro de la Iglesia no sólo desconfiaban sino que cuestionaban abiertamente la asistencia del Espíritu Santo a un grupo de cardenales, a los que veían movidos por los intereses más sórdidos. Fuese cual fuese el resultado, se daba por descontada la mala intención. Por ello, según algunos, nuestro Papa de la sonrisa no podía haber muerto de muerte natural sino que debía de haber sido envenenado por un complot tramado entre la masonería, la mafia y algunos cardenales, con la Banca Vaticana de motivo de fondo. Suerte que los jesuitas se habían vuelto progres, pues, cien años antes, los habrían involucrado también en el asesinato de un Papa por el que no sentían tampoco demasiadas simpatías.

Quien conoce la historia de la Iglesia, sabe que está repleta de crímenes y de abominaciones. Como lo está el Antiguo Testamento. Cristo no prometió la impecabilidad a Pedro y a sus otros apóstoles. Simplemente que estaría con ellos y con los que creyesen por su palabra hasta el fin de los tiempos. Conociendo un poco las miserias humanas, no me extrañaría que más de uno se alegrase del fin de Juan Pablo I. Y que algunos hasta se hubiesen propuesto asesinarlo. Lo que hicieron con Nuestro Señor, ¿logró algo de lo que sus autores se propusieron? Juan Pablo I, con su cálida sonrisa, testimonió que la imagen de este mundo está llamada a transfigurarse en Cristo.

De sus escasos escritos como Papa, me quedo con dos: la homilía de la misa de comienzo de su ministerio petrino; y el discurso al clero romano. La primera comenzaba en latín, pues “hemos querido iniciar esta homilía en latín, porque —como es bien sabido— es la lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera patente y eficaz” (pulse aquí).  En el segundo, contra la tentación del activismo, Juan Pablo I recordaba a su clero que “comprobar que su sacerdote está habitualmente unido a Dios es hoy el deseo de muchos fieles buenos” (pulse aquí). Contra lo que algunos pudieran creer, no corrigió sino que quiso impulsar lo que Juan XXIII y Pablo VI habían ya recordado (pulse aquí).

¿Verdad que sorprende? A mí, como hijo del posconcilio, me alegra.

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