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Coin de jardin à Montegeron,
Claude Monet (1877)
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Desviándose de la tentación de las visiones
apocalípticas que no cesa de aflorar con banal grandilocuencia en este tiempo nuestro
y cuyo fin suele encubrir los sórdidos y convencionales tejemanejes que ocupan
la ordinaria y depredadora existencia de cualquier forma de sociedad humana, la
minúscula lectio de esta celda ha
fijado sin descanso, durante las últimas semanas, su meditación en el ejemplo
desértico de sus modelos monásticos. Ha deseado orientarse a tientas, con el
resplandor de una llama flamígera a su espalda, hacia un Paraíso imprevisto y
descartado. Con la brújula de sus palabras sobrepasada, camina aprisa, con paso
rápido. Intenta mantenerse al margen de las dominaciones y las potestades de un
mundo auroralmente transhumano que mantienen, constante, su esfuerzo por
asaltar otro Edén ausente, furiosamente negado. Es consciente de que están ya asomando, coléricos y vindicativos, los
primeros síntomas de su reinado sobre las ruinas divinizadas del árbol de la
vida.
Como un eco sorpresivo durante la relectura perseverante
de los capítulos 2 y 3 del Génesis que subyacen a este estado de ánimo, me he
cruzado con los relatos -estampas, etopeyas, bosquejos líricos- de los dos primeros volúmenes (1961, 1974) de Vèrt paradís del médico, poeta, narrador y dramaturgo Max Roqueta (1908-2005).
Despliego ante mi mesa una singular edición bilingüe (Cabrera de Mar, 2005). Apresurándome
firme, casi salto por encima de la versión catalana para poder respirar,
abrasado y límpido, las notas originales, epilogales, de su lengua occitana. He
advertido, en su refinada simplicidad, en la pureza labrada de su memoria
figurada, una honda y secreta afinidad.