martes, 29 de mayo de 2018

Deh peregrini che pensosi andate.



The Hostage,
Edward Blair Leighton (1912)

En la edad postmeridiana a la que mi peregrinación bloguera me ha conducido, el fin de cada curso acumula la sensación de unas irreversibles pérdidas íntimas que quisieran desnudar y purificar una escritura que se ha resistido a tal ascesis ampliando, con un ritmo dialogal y trinitario, mensual y semanal, los periodos de su extinguido tiempo moral y estilístico. Cierro otro año y anticipo, casi desfallecido, la aurora de una nueva -¿y última?- salida.

La conciencia de su finitud se enfrenta con más insistencia y pudor a la expresión de un anhelo, de una esperanza escondida que, cegada, mantenga intacta, por pura gracia, su energía escatológica, aunque acabe de una u otra manera defraudada. Con la madurez uno descubre que las ilusiones, el más potente combustible de las engañosas ambiciones de la juventud, son cribadas sin piedad, según su propia medida. Con suerte queda oculta y resplandeciente, intocada, la preciosa y rara piedra de su sentido. 

Al final de esta jornada vuelvo la mirada atrás y advierto que sus etapas han ido profundizando en la poética que ha alimentado y que ha guiado su itinerario. El stilnovismo claravalense no es simplemente el esbozo personal y extravagante de una estética teológica. En él se afirma, con una seriedad derrotada y una firmeza inexpugnable, la investigación, no de un destino incumplido, sino de una vocación asumida que querría hacer saltar chispas de eternidad entre los barrotes de su prisión temporal, anónima y desconocida. 

Se han alternado, pues, con bienhumorado y estilizado rigor dialéctico, como los arcos ojivales de un tardío gótico, las entradas que persiguen el sueño poético de un lenguaje que describa las elipses memorialistas de mi heterónimo con aquellas otras que ensayan la subida por una escala espiritual que le guíe hasta el umbral de un monasterio apenas entrevisto. 

Me habría gustado creer que la poesía contemplativa de Cavalcanti sólo pueda leerse a la luz de un humanismo monástico que, en medio de la cotidiana desesperación de su humanidad caída, repite en el corazón litúrgico de un canto ya casi inaudible “Da pacem, Domine”. Es la fuerza de este silencio, que jamás dejará, por voluntad propia, de escuchar la Palabra que no pasará, porque no deja de resonar ni siquiera en sus ecos apagados, la que mantiene viva la llama autobiográfica de su heteronimia, jamás apócrifa ni mucho menos pseudónima

La agotadora vigilancia de la que suele dispensarse el cristiano, el cual sin descanso habría de orar en el huerto de Getsemaní hasta el fin de los tiempos, reclama no olvidar que, por evaporado, el actual mundo güelfo, sereno y anarcorreaccionario, conserva el deber de observar la consumación mimética de su (anti)modernidad. Tal tarea irrenunciable abruma por su aterradora vaciedad. Bajo la sombra de Qohélet, Cavalcanti ha recorrido con Pascal las provincias quemadas de su fe histórica y cultural. No huye de ellas para correr a refugiarse en las fantasías claustrales de una soledad acogedora. Más allá, por su medio, en alabanza paradójica, sacrifica la ofrenda polémica de su cívico testimonio monástico.

La planta de ese monasterio interior, que renuncia a cualquier gnosis que no aspire a la melancólica sabiduría del amor, está alzada, como un palimpsesto, sobre los escorzos fragmentarios, claravalenses, del Jardín del Edén, que brotan, imprevistos, entre los recuerdos de los amigos de la infancia, o con la mirada puesta en las estrellas de un bosque esponsal, o por la pródiga delicadeza filial. Cada trazo de su diseño ha querido, stilnovista, recobrar el aire ausente de la intensidad lírica, épica o didáctica en su extenuada prosa.

                    “Se voi restate per volerlo audire,
                     certo lo cor de’ sospiri mi dice
                     che lagrimando n’uscirete pui.
                     Ell’ha perduta la sua beatrice;
                     e le parole ch’om di lei po' dire
                     hanno vertú di far piangere altrui

                    (Dante Alighieri, Vita nuova).

La ciudad ha perdido su alegría, dice Dante. Cavalcantesco, vislumbro las almenas desde donde mi donna tolosana rescata mi vagabundeo. Allí las palabras que pueda pronunciar alcanzarán la virtud de ser consoladas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario