L'incendie de Rome, Hubert Robert (1785) |
Mientras descendía los peldaños minúsculos de la
cripta de su Barbazul universitario en la entrada anterior, mi heterónimo se iba
preguntando por qué George Steiner, que tantas páginas ha dedicado a la poesía
de Paul Celan como
situada “al norte del futuro”, apenas ha mencionado sino muy puntualmente los relatos
de los sobrevivientes de los campos de exterminio.
El silencio más llamativo se refiere a la obra que
podría denominarse, sin temor, no sólo canónica sino casi fundacional del
género testimonial: Si esto es un
hombre (1947), de Primo
Levi. Desde su segunda edición en 1957, su éxito mundial ha sido
ininterrumpido. Podría alegarse que Steiner, aparte de la literatura rusa, sólo
ha mostrado interés por las literaturas cuya lengua domina. Pero de las culturas
“periféricas” al modelo centroeuropeo, la italiana ha atraído la atención de
Steiner sobre todo por el culto que rinde, a su modo, constantemente, desde
ángulos diversos, a la Divina Comedia
de Dante.
Sorprende que pase por alto la obra de Levi, cuyos
puntos de vista, que responden a una visión laica y liberal, comprometida con
el antifascismo, tal como son expresados en el apéndice de 1976 a la tercera
edición de Si esto es un hombre,
mantienen estrechos contactos con las opiniones de Steiner, teológicas y
políticas, sobre las causas del antisemitismo.
Pues bien, en toda su producción sólo se encuentra
una alusión. En Gramáticas de la
creación (2001), al referirse a la “sobredosis de muerte” que han
insensibilizado a nuestras culturas del bienestar y del consumo, sin que, a su
juicio, la teología, la filosofía y las artes hayan sido capaces de aportar una
mínima respuesta adecuada, reconoce, con un tono apresurado, que “al menos
tenemos la sobrecogedora pero estilizada astucia del Guernica de Picasso, el testimonio de Primo Levi o los enigmáticos
poemas de Paul Celan”. El testimonio de Levi, ya se ve, no le merece ningún
adjetivo.
¿Tal vez Levi plantea la incómoda tarea de
enfrentarse con radicalidad a la significación estética del grado cero de la
escritura? Él mismo confesaba que no pretendía una exposición objetiva, ni que
tampoco incluyese valoraciones, sólo “la necesidad de hablar a «los demás», de
hacer que «los demás» supiesen”. Levi -en absoluto Picasso, no Celan del todo-
habla, físicamente, desde el punto cero de la catástrofe.
La existencia del Lager
profiere una de las blasfemias más espantosas. Demoníacamente invertiría el gesto de
Moisés quebrando las Tablas de la Ley. El infierno vuelto inmanente en la
tierra sería un desierto desacralizado. En el poema que abre Si esto es un hombre (1947) la voz de
Primo Levi repite, rota, y alza la alianza errada
que había quedado establecido en Deuteronomio 5-6: “Pensad que esto ha sucedido: /
Os encomiendo estas palabras. / Grabadlas en vuestro corazón, / al estar en
casa o ir por la calle, / al acostaros, al levantaros; / repetídselas a
vuestros hijos. / O que vuestra casa se derrumbe, / la enfermedad os
imposibilite, / vuestros descendientes os vuelvan el rostro”.
Y, sin embargo, en uno de los capítulos más
controvertidos, El canto de Ulises, Levi
sostiene la dignidad última humana en el diálogo que sólo la cultura es capaz
de oponer a la barbarie, e incluso de retener en sí misma contra sus propias
amenazas. Por utilizar la famosa expresión de Walter
Benjamin, si fuese verdad que “no hay documento de cultura que no lo sea, a
la vez, de barbarie”, lo inverso no deja de atenazar la imaginación hasta el
punto de que nuestra sociedad opulenta y digital se siente urgida a banalizarlo
aplicándolo a cualquier circunstancia cuanto más irrelevante mejor: fascistas,
nazis, genocidios abundan por doquier.
En el caso de la obra de Levi no es casual que el
Canto de la Divina Comedia escogido
corresponda al Infierno
(XXVII) y que su contenido represente la aventura última de Ulises que se
aparta de lo relatado en la Odisea y,
por extensión, en la Eneida. Ulises
se desvía del camino de Ítaca -del hogar y de la patria- para intentar llegar
al fin del mundo. ¿Acaso una sorprendente e hiriente alegoría de la situación
autobiográfica que Primo Levi revive?
El infierno de
Dante es un espacio circular que desciende hasta el abismo. A lo largo de sus
nueve círculos se encuentran básicamente tres tipos de condenados: violentos,
engañadores y traidores. Ulises pertenece a la segunda clase. Como la
estructura de la obra en su conjunto se construye sobre un esquema dialogal,
que encuentra su apoyo en la relación entre maestro y discípulo, el viaje de
Dante acompañado de Virgilio encuentra también el correlato de la enseñanza
impartida en el testimonio de los condenados que pavimentan el camino del
aprendizaje y del conocimiento. Dante, pues, dialoga con Ulises en un doble
nivel: con el personaje homérico y con la propia obra del ciego de Quíos. Como
diría Steiner, la relación de la crítica con la creación convierte la creación
en el mejor acto de lectura crítica.
En paralelo, en la odisea
particular que vive Primo Levi, infernal, proyectada de manera fragmentaria
en el itinerario que debe recorrer junto al Pikolo
Jean, el recuerdo del canto de Ulises
lo transporta a un espacio simbólico de libertad. A través de los fragmentos
que va trayendo a la memoria en conversación con su compañero restaura a trazos
y a trozos la dignidad que le estaba siendo arrancada en aquel infierno vuelto inmanente de Auschwitz.
Puede leerse todo el capítulo como una mise
en abyme que pone al descubierto el sentido testimonial de Si esto es un hombre en conjunto.
Como un nuevo Dante, como un nuevo Ulises, que renace
a tientas en su recitación chapurreada en francés, Primo Levi teje un diálogo
que garantiza, precariamente, la transmisión. En la amistad que estrecha la
palabra poética, en medio de un horror que es preciso esquivar, como los salvados hacen con respecto a los hundidos en la categorización interna
del lager, la cultura es el elemento
dinamizador que permite interpretar en su alcance humanizador la comunión y el
intercambio de papeles entre “maestro” y “discípulo”. La pesada, en apariencia
insoportable e intraspasable inmediatez de las circunstancias materiales, es
trascendida sin negarla ni evadirse de ella:
“Pikolo me pide que lo repita. Qué buena persona es Pikolo, se ha dado cuenta de que me está haciendo el bien. O quizás se trata de algo más: quizás a pesar de la traducción floja, y el comentario pedestre y apresurado, ha recibido el mensaje, ha sentido que le atañe, que atañe a todos los hombres en apuros, y a nosotros en especial; y que nos atañe a nosotros dos, que osamos hablar de estas cosas con los palos de la sopa en los hombros”
(P. Levi, Si esto es un hombre).
No hay otro ni mejor aprendizaje que la memoria, que
no se limita a repetir mecánicamente “cosas” sino que hace suya una deuda de
amor. El texto es una glosa a la verdadera enseñanza: la recitación de los
versos. Que Pikolo hable
indistintamente francés y alemán, pero no italiano, y que Levi le tenga que hablar
en francés repasa otra lección fundamental: toda enseñanza se basa en una
pérdida original, como la que experimenta también el lector no italiano de
Levi. En la fragmentación, en la apertura de una ausencia que el discurso de
«los demás» debe ir completando, quien enseña padece una sensación de insuficiencia:
la de la lengua, la del texto, que requiere de nosotros, como su deseo más
profundo, la huella -la presencia real- de la experiencia de la lectura.
“Considerate la vostra semenza:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e canoscenza.
[…]
Tre volte il fé girar con tutte le acque,
e la quarta levar la poppa in suso
e la prora ire in giù, com’altrui piacque,
infin che ‘l mar fu sovra noi richiuso”
(Inf. XXVI, 118-120, 139-142).
A pesar de la derrota y de la destrucción, como
Ulises -¿como Prometeo?-, el discípulo arde con el fuego de sus maestros, en la
cripta de su memoria.
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