viernes, 25 de agosto de 2017

Da pacem, Domine.



Apparizione di Cristo a porte chiuse,
Duccio di Boninsegna (1308-1311)

Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis; non quomodo mundus dat, ego do vobis. Non turbetur cor vestrum nec formidet” (Ioh. 14, 27)


Vuelvo a recorrer las calles conmocionadas, a ratos ralentizadas, en que un día antes me sorprendieron carreras repentinas y persianas de negocios súbitamente bajadas. Deambulo de nuevo en busca de una salida que distienda el peso del horror sin dejarse apresar ni por la melancolía ni por la indignación. Al silencio sobrecogedor que sigue a los gritos y a los nervios sólo puede sobrepasarlo una palabra que esté -y que venga- más allá de él. Y de la que carezco, a tientas.

Escucho las invocaciones a la paz y la solidaridad. Asoman murmuradas a mis labios las palabras del discurso de despedida de Jesús. Me pregunto hasta qué punto la paz humana, en lugar de un anticipo de la paz celeste, no ha dejado de ser jamás la tregua precaria, arrancada al precio de la sangre fraterna, de la guerra sin cuartel de nuestra naturaleza caída. ¿Basta el anhelo de paz por sí misma para cancelar nuestra elemental pulsión depredadora o será posible trascenderla desde más más allá de sí misma? 

Sigo cuestionándome si no será la seriedad irrevocable del mal, intraspasable en su apariencia, la única condición que sella trágicamente la bondad redentora de la Creación. Sólo ante aquella Paz por venir, inexplicable, invisible, de una realeza ya encarnada y misteriosamente exaltada, la paz humana puede escapar a la presión de sus rituales idolátricos. Pero ¿es esta teodicea ya siquiera tolerable?

A sus rasgos más profundos tal vez se pueda uno asomar sólo indirectamente, como a través de un arte seriamente consciente del fracaso histórico de su misión contemporánea. Me parece un ejemplo nítido la composición Da pacem Domine de Arvo Pärt (1935), que me atrevería a calificar de motete contemporáneo. Compuesto poco después del atentado del 11-M, se interpretó como manifestación de un mínimo común denominador en el homenaje a sus víctimas en 2008, en medio de una aparente unidad política y social. 

El escenario minimalista que rodeó su interpretación no cuestionaba el significado musical de la pieza de Pärt, sino que demostraba que el significado de la música que Pärt había compuesto con la deslumbrante sensibilidad de su inteligencia carecía, en el fondo, de operatividad simbólica real en una sociedad transmoderna abrumada por sus mortales contradicciones. Puede que el arte llegue a calmarlas momentáneamente, pero ha perdido por completo su capacidad de purificarlas, por no decir que ni siquiera de consolarlas...

... Sin embargo, resplandecían en la obra de Pärt ocultas y silenciosas chispas de la Tradición sepultada en el huerto del Gólgota. A su manera, su investigación musical rehacía el itinerario de la lectio divina que ha ocupado sin descanso el oficio monástico desde sus orígenes. Pärt tuvo la valentía de que el texto de Da pacem Domine no fuese un mero pretexto arqueológico para una reflexión creativa sobre el poder epistemológico -y curativo- de la música. Su partitura se entrega a una meditación eclesial de sus palabras. En su movimiento significante aspira a encontrar una libertad sentida donde la paz anhelada se esboza en el silencio prolongado, y contemplativo, de sus notas finales.

Reinier Maliepaard ha señalado que la composición de Pärt, que originalmente está compuesta para cuatro voces a cappella, se basa en cuatro ideas “medievales” desarrolladas entre los siglos XII y XIV: la técnica del cantus firmus, la forma del órganum, la técnica del hoquetus y la cadencia del fauxbordon. Entre el gregoriano y la polifonía, suturando la herida de los cismas occidentales, cuya huella habían pretendido cicatrizar las traducciones vernáculas de Lutero o de la King James’ Version para los servicios vespertinos, Pärt ahonda en el significado latino de una antífona que irrumpe hoy quizás ininteligible y acaso imprescindible, como el eco del susurro del viento en el agua de un pozo.

Estar a la escucha de su secreto requiere forjar de nuevo la sintaxis bíblica como el idioma del alma. Entre redes sociales, dispositivos móviles y artificios inteligentes los sentimientos humanos se han embotado frente una plegaria que excede en su notación la satisfacción literal de nuestras perplejidades occidentales, donde bienestar, felicidad y paz se agolpan y copulan con agobio desenfrenado. Como los ídolos, cuantos confiamos en ellos tenemos boca y no hablamos, ojos y no vemos, orejas y no oímos (Sal. 135, 15-18). Es preciso que aquellas nuevas palabras, que leen la realidad con la cadencia de su rememoración, vuelvan a brotar en el oído espiritual.

Da pacem Domine, cuyo texto se remonta a los siglos VI y VII y del que, entre otros, existe una singular versión en un breviario musical del siglo XII procedente de la Basílica del Santo Sepulcro y conocido como El Canto de los Templarios, se inspira en dos lugares del Antiguo Testamento. El primero procede de II Reyes 20, 19. El profeta Isaías predice a Ezequías la destrucción del reino de Judá por haber enseñado todas sus riquezas al enviado del rey de Babilonia. Complacido irónicamente, Ezequías, que parece confundir el irenismo con el ecumenismo, se conforma en que él podrá todavía disfrutar de sus tesoros: “Nonne erit pax et securitas in diebus meis?”.

Por su parte, la segunda perícopa está sacada de II Crónicas 20, 12.15. Yajaziel exige del pueblo una prueba absoluta de fe, contra toda esperanza. Sólo Dios lucha por nosotros: “Nolite timere nec paveatis hanc multitudinem magnam; non est enim vestra pugna sed Dei”. En este punto nuestro mundo no puede reconocerse en absoluto, porque ha abjurado de cualquier sentido religioso de la existencia. En nombre de una paz exclusivamente intramundana, se ha declarado a la vez como la fuente universal de poder y acatamiento que garantizará una satisfactoria e ilusa concordia. No quiere reconocer que, aunque la guerra no sea"santa", existe en la lucha por la paz una santidad irreductible a  términos "laicos".




“Da pacem Domine in diebus nostris
quia non est alius qui pugnet pro nobis,
nisi tu Deus noster” 


“Fiat pax in virtute tua et abundatia in turribus tuis.
Propter frater meos et próximos meos loquebar pacem de te.
Propter domum Domini Dei nostri quaesivi bona tibi.
Rogate quae ad pacem sunt Hierusalem et abundantia diligentibus te” (Psal 122)


Me pregunto si es todavía posible un acto de fe así, que no sea una mera declaración a cubierto de principios, como una concentración rutinaria e inevitable: “Esta vez no tendréis que pelear. Permaneced quietos y firmes, y veréis cómo os salva el Señor. Salid mañana a su encuentro, que el Señor estará con vosotros” (2 Cro 20,1 7).

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