martes, 10 de mayo de 2016

Remando al viento.



Mar de hielo,
Caspar David Friedrich (1823)

De todas las versiones de Frankenstein (1816) de Mary Shelley (1797-1851) que el cine, desde el clásico de Boris Karloff, una y otra vez reprograma como un clásico de terror, seguramente para mi mal quedé preso del plano inicial, casi helado, de Remando al viento (1988) de Gonzalo Suárez (1934).

Fue la primera película que vi solo, en los llamados entonces minicines Renoir Plaza de España, cuando ni siquiera eran míticos, sino una especie pret-à-porter del antiguo y esnob cine de arte y ensayo.  Recuerdo que salí entusiasmado. Ahora que la he vuelto a ver siento horror no por la ingenuidad de la juventud sino por reconocerme todavía en ella, desvanecida por completo.

Entiendo que un público anglófono observe con estupefacción el montaje, los diálogos, el vestuario y la actuación de unos actores británicos jóvenes tirando a flojos. Aunque sea una película sobre uno de los episodios más trillados de la literatura romántica inglesa y sobre las relaciones teóricas entre la literatura y el cine derivadas de aquella, aunque esté rodada en inglés, es ininteligible si no se la ve y se la entiende como una película, antes que nada y por encima de todo, española. 

El éxito de Remando al viento, película de culto, encarna el monstruo de Frankenstein de nuestra cinematografía. Se le puede reprochar toda clase de chapuzas en su ejecución y, sin embargo, mantiene intacto su inquieto halo poético. Si Frankenstein no es un muerto revivido, sino una suma caótica de miembros y órganos vivificados, en el lugar de la Palabra, suplantada, el demiurgo-cineasta instaura la Acción. Entre el Logos y el Mythos, emerge prometeica la Dínamis. Remando al viento es una criatura de la imaginación de Gonzalo Suárez que se apodera de su realidad y la autodestruye describiendo sus limitaciones. Por ello, tras ella, Don Juan en los infiernos (1991) resultó tan incomprensible como prescindible. El monstruo de Frankenstein, que por obligación debe encarnar un actor español, no puede regresar gélido de su exilio.


Como digo, la condición abigarrada de los escenarios y de la trama posee el temperamento singular y bizarro de una producción española. A Hugh Grant nunca me lo he podido tomar en serio como galán dubitativo después de escucharle byroniano el canto albano ni de haber visto su cabellera leonina en la segunda parte de la película. La actuación de Shelley, con su filisteísmo revolucionario a cuestas, ateo y demócrata, resulta interesante para una representación de final de curso en Oxford, pero su entusiasmo resulta bovino, sin ninguna erótica. Lo más genuinamente británico de la película es el porte vallecano de Polidori Gómez. Las escenas oníricas en la casa veneciana, en que sobresale Bibi Andersen, en plan latina apasionada, intentando acuchillar a Byron tocado con una toalla grecoide-otomana delante de una jirafa, beben del esperpento carpetovetónico, estilizado y culturalista.

¿Y bien? ¿Por qué sigue conmoviéndome esta película? Quizás porque la búsqueda de Mary Shelley en pos de su pequeño monstruo encierra una verdad herida, muy española como toda la película, tras las primeras palabras entonadas en off, con un engañoso timbre de grandilocuencia romántica: “Where there are no shadows, no monsters can exist; - Only the memory will live on… within the limits of the imagination”.




Sí, nuestros pequeños monstruos: queríamos incorporarnos a la cultura europea; creer que el pelo de la dehesa se nos estaba cayendo; que reflexionar sobre nuestra (falta de) modernidad compensaría la abatida mediocridad de la que intentábamos zafarnos. Recuerdo a aquel que fui comprando y leyendo compulsivamente volúmenes de Hölderlin, Shelley, Pound, Baudelaire, Pessoa al alcance de mi bolsillo en la editorial Hiperión. Hasta daba la impresión de que no estábamos dispuestos a que nos fuese sustraído una vez más aquella posibilidad de ser más cultos y prósperos. 

Tal vez representasen para mí el antídoto al pueblerismo de aquellos estudios filológicos. Después de aplicarme pacientemente a los versitos de Carolina Coronado o Gertrudis Gómez de Avellaneda, convenientemente introducidas por lecturas paleofeministas, o a los versacos de Espronceda yo de Campoamor, medio elogiados por la poesía experiencial, comprenderéis que mis veranos se orientasen, literalmente, a indigestarme de malas traducciones de  Lautreamont, Breton y… Mary Shelley. Había sombras y los monstruitos existían.


Vuelvo a ver la película de Suárez y mi memoria se ha ensanchado hasta mi niñez. Quién sabe por qué la asocio a una emulación ucrónica, fracasada como su metraje, de la maravillosa El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice. Mary (Shelley) dialoga con Ana (Torrent) e, impotente, sale derrotada antes de pronunciar palabra. Entre la realidad y la ficción sólo la mirada directa, alucinada e infantil, sobre la muerte tiene el poder sobrevivir. Anclada en la historia, la memoria perdura en los límites de una imaginación que crea, más allá de las sombras, las formas quebradas de su futuro.


Cada cosa debe tener un comienzo, por utilizar la expresión de Sancho Panza, y el comienzo debe estar unido a algo que vino antes. Los hindúes atribuían a un elefante el sostén del mundo, pero lo hacían subirse a una tortuga. La invención, debe admitirse humildemente, no consiste en crear de la nada, sino del caos; en primer lugar, los materiales deben estar a disposición: puede darse forma a substancias oscuras, informes, pero no se puede traer al ser la substancia misma. En todas las cuestiones de descubrimientos e invenciones, incluso en aquellas que pertenecen a la imaginación, se nos recuerda continuamente el relato de Colón y el huevo. La invención consiste en apoderarse de las capacidades de un asunto, y en el poder de amoldar y forjar las ideas que lo sugieren
(Mary Shelley, “Introducción de 1831” a Frankenstein o El moderno Prometeo)



Tal vez me haya vuelto reaccionario porque, con el deshielo de la madurez, templa el desengaño la voluntad de comprender -y asegurar en su cauce- el pasado.

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