martes, 19 de abril de 2016

Javier Gomá, dermoesteta.



Parody of Raphael's School of Athens,
Joshua Reynolds (1750-51)

Aunque confieso no haber leído la Tetralogía de la Ejemplaridad de Javier Gomá (1965), sólo por el título no he podido resistir la tentación de adquirir su último volumen Filosofía mundana (Barcelona, 2016). Aunque casi todos los “microensayos” que lo componen habían sido recogidos previamente en Todo a mil (2012) y Razón: portería (2014),
al completarlos ahora con unos cuantos más, su autor explícitamente da por cerrada una etapa mediante “un acto de desasimiento destinado a encarar durante una temporada un horizonte sin libros ni artículos en el telar y volver a escuchar demoradamente el rumor del corazón. A ver qué dice”. Una frase como ésta, de una cursilería superior, me empuja a redactar estas notas apresuradas, tal vez frívolas, sobre una filosofía tan vistosa.

La verdad es que he sonreído a menudo leyendo estos ensayos breves, de origen periodístico, cuyo rasgo genérico distintivo, si hacemos caso al autor, es “un cierto aire mundano” porque versan sobre el mundo, en el sentido de que plantean “cuestiones permanentes de la existencia humana”, porque se quieren para todo el mundo, de manera que logre “purificar los conceptos para que la tribu conozca el placer de ser contemporáneo” y porque procuran comunicarse “con un poco de mundo, esto es, con estilo, gusto y buen sentido, como ese elegante hombre de mundo que se conduce con desenvoltura en sociedad y domina el arte de deleitar, intrigar y conmover con sus razones a una audiencia agradecida”.

No se puede negar que ante un preámbulo así uno no puede enfrentarse a estos textos con gravedad y seriedad. Están pidiendo amablemente que se los tome con ligereza y humor. Con unas risas elegantes. El lector sabe de entrada que se encuentra ante una filosofía cheeky: chic a pizcas, con un aire de jovial descaro.

A mí me ha interesado, por deformación literaria, sus textos sobre asuntos estéticos, en especial los agrupados en el apartado “Belleza y arte en la era de la ejemplaridad” y “Palabra dicha, palabra escrita”. Sería fácil –y por eso lo hago- definir metafóricamente a Gomá como un Ortega pop y democrático, que desea evitar los riesgos aristocráticos y liberales del autor de Goethe desde dentro (1932).

Frente a la élite elogiada por Ortega que habría de gobernar a las masas rebeldes, Gomá prefiere una mayoría selecta que vendría a representar el pretendido desclasamiento feliz de nuestra sociedad posmoderna. Pese a todo, puede que la diferencia sea cuantitativa, pero no necesariamente cualitativa. En ambas latiría un mismo sentimiento estético de la vida, epicúreo en cierto modo, cuyo deseo, tan apolíneo, Gomá se ve impelido tanto a (re)modelar como a reprimir.

No es casual que, como Ortega, Gomá sienta verdadera aversión, educada, por el Romanticismo. A su modo, ligeramente habermasiano, también busca proyectar los modelos ilustrados de una sociedad pacífica y de bienestar. De todos modos, en su ejemplaridad vibra con los acordes de otra restauración política, social y económica, dos conceptos claves del vitalismo orteguiano: misión y destino (aunque Gomá, siempre moderado, prefiere sustituir este último término por visión), que exigen del individuo, a la manera liberal, asumir la responsabilidad de sus propios actos, entendidos en el sentido de sus éxitos y de sus fracasos. La vocación literaria, de la que la filosófica es para Gomá una variante, se convierte implícitamente en un campo de pruebas decisivo de esta interpretación “mundana” de la modernidad.

Decía al principio que no he leído la tetralogía de Gomá, tal vez porque me resisto a la palabra ejemplar. Un hombre ejemplar, como un niño modélico, suscitan en mí la idea de una afectada naturalidad. Con unas gotas de cortesía renacentista y de kantiana urbanidad palaciega, la práctica de la virtud que manifiestan ambos tipos me parece que desdibuja lo cristiano en lo griego y viceversa, como si esa hipocresía, ese responder con una máscara siempre a flor de fiel, epidérmica, fuese la condición necesaria, descargada de todo énfasis excesivo, para garantizar la convivencia moderna. ¿No podría acaso considerarse la ejemplaridad, consciente de la medida de este mundo, como una santidad civilizada? Mejor que exclamar, entre escamado y admirado, “¡Qué hombre tan santo!”, sería pronunciar, sin excesos, “¡qué hombre tan ejemplar!”.

El porte y el temple de esta ejemplaridad requieren, sin duda, una poética, que no es simplemente un disfraz sino la proyección de una figura que, por encima de todo, se distingue en (y no por) su medianía. Coherente, Gomá reclama la vuelta de la novela de formación como género poético actual. Liberado a su juicio del peso atroz de la subjetividad romántica, es preciso que el ciudadano consumidor sea capaz de articular su biografía pret-à-porter en el conjunto de una sociedad que se construye bajo el peso de cargas compartidas. Se trata de alcanzar una belleza civilizada, confortable, elegante.

En consecuencia, la misión misma del artista debe ser repensada para conjurar los peligros de la manía poética. En la condensación de energías que exige la vocación artística, obligando a una atención y dedicación, en el fondo monstruosas para Gomá, a la epifanía que se les revela, el literato y el filósofo deben arrancarse tan pronto como les sea posible de la experiencia numinosa. Como se menciona en el caso de Moisés y Hesíodo, dado que ésta acontece normalmente a personas trashumantes, nómadas, exiliadas de las ocupaciones “más prácticas” (sic) de la vida, los artistas deben calmarla -justificarla- entregándose a la creación socializadora de su obra (sería fascinante psicoanalizar los indicios ocultados sobre el “liderazgo” de Moisés). 

Da como la impresión de que lo santo/lo sagrado debe ser adaptado –democratizado, ejemplarizado- para vertebrar mejor nuestra existencia colectiva, siempre en el marco de una secularidad satisfecha que no renuncia a nada pero que mantiene a raya, en público, cualquier exceso de trascendencia -que en modo alguno es negada- en aras de una civilizada vida política en común.

En esto se observa hasta qué punto constituye un error y un monumental malentendido de la verdadera esencia de la vocación literaria esa propensión romántica a enaltecer la originalidad y la excentricidad del artista, en suma, su vida como radical anomalía, porque siendo ya la vocación la más extremosa de las anomalías vitales, la tarea del artista genuino no consiste en alentar una pulsión que de suyo es bárbara e imparablemente expansiva sino, por el contrario, en arreglárselas de alguna manera para, en expresión de Thomas Mann, mantener los perros en el sótano y no permitir que se enseñoreen de la casa entera. El artista no necesita ayuda para inflamar todavía más el incendio íntimo que le consume sino para frenar su onda abrasiva, templarla y mantenerla en unas proporciones humanamente vivibles y civilizadas”.
(Javier Gomá, “¿Qué es la vocación literaria?”)

En el monasterio con aires de bazar infantil en que vivo quisiera poder seguir abrasando mi rutinaria escritura en el incendio de alguna palabra santa, no por anomalía vital sino por una desproporcionada sed de plenitud anticipada. Que no sea de este mundo la consuela y la redime, la lanza más allá de sí misma, tan poco ejemplar. No se conforma con menos.

5 comentarios:

  1. ¿Seré un envidioso? Me miro en el "ejemplo" de Léon Bloy, el mendigo ingrato, y el espejo me devuelve la imagen de Javier Gomá como el "discípulo" de Paul Bourget...

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    1. Le agradezco su comentario, que no tengo reparos en admitir que da en el clavo aunque por razones no exactamente coincidentes con las mías. De entrada, toda reseña, elogiosa o crítica, es frívola en cuanto la obra siempre está por encima del crítico, por esfuerzo y por visión. Además, como usted mismo señala, no tengo empacho en preguntarme si estas líneas son frívolas e incluso envidiosas. Reconoce que mi crítica es de buen tono y, hasta donde alcanzo, que será poco, ante la grandeza del autor que se encarga de recordarme, la pretendo argumentada.

      De acuerdo con el planteamiento de Javier Gomá, creo que puedo considerarme de esa mayoría selecta a la que dirige sus obras, de la que estoy seguro que no exige unanimidad. Admiro su obra, pero discrepo de sus planteamientos, lo que no tiene otro valor que una opinión personal justificada por el mismo Gomá. Como no se cansa de repetir, no quiere que su filosofía sea de especialistas, sino que quiere favorecer que el hombre común filosofe. Por ello, he entrado "a pelo" en su Filosofia mundana. Creo que con humildad aunque confieso que con una pizca irónica, más próxima a la tensó medieval que a la sátira ilustrada, como el propio título del blog y muchas de sus entradas se encargan de recordar, he intentado explicarme, en mi blog, por qué prefiero la santidad a la ejemplaridad.

      Con respecto a Ortega, me parece estupendo que Gomás valore y aprecie su obra. En una entrevista reciente en El Mundo, reconoce su talento y su dotes educativas, pero no genio, y ni tan siquiera le considere un gran filósofo (http://www.elmundo.es/cronica/2016/03/31/56f68771268e3eda5f8b4619.html). Es esto lo que he intentado resaltar.

      Por último, me pasan un tweet de Gomá en que cree adivinar que me da rabia reconocer que me ha gustado. Su libro, claro. No es tampoco muy difícil. La anécdota son los calificativos que resalta. Admito que no son elogiosos, pero no insultantes. Excepto en el título, me he cuidado de emplearlos ad hominem y se refieren a mi valoración de aspectos de su obra. Creo que de la lectura de la reseña, se esté de acuerdo o en desacuerdo, no se puede negar que lo considere un libro que haya que pasar por alto. Sería pretencioso y ridículo. ¿Para qué dedicarle espacio y tiempo, aunque sea alguien tan mínimo como este Cavalcanti?

      Sin ánimo de polémica, la semana que viene volveré al tema con el que he querido articular mi discrepancia: santidad y ejemplaridad. Por prurito, y hace bien en recordármelo, he empezado a leer su trilogía en función de mis intereses más inmediatos. Aunque seguro que no compartirá su fondo y quizás algunas de sus opiniones, estaré encantado de recibir de nuevo su visita en mi casa.

      Reciba también un saludo amical agradeciéndole su atención.

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  3. Ya habréis comprobado por mis respuestas, mis lectores, que como discípulo de Bloy soy timorato. Y no por los insultos que son la parte superficial de su estilo. Quisiera poder decir: "Contra mí lo pueden todo, menos defraudarme. Con o sin mérito, estoy tan asentado en la vida sobrenatural para que el demonoo de la Ilusión pueda ejercer sobre mi alma cualquier poder. Me responderán, es cierto, que también esto es una ilusión". Por ello me es tan fàcil conceder la sincera admiración que Bourget espera como debida. Es, en mi caso, irrelevante.

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  4. Me ha recordado usted la atinada acuñación de Marrero que dio título a su libro Ortega, filósofo «mondain».

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