martes, 22 de marzo de 2016

La apuesta de Pascal.



Niños jugando a los dados,
Bartolomé Esteban Murillo (1675-1680)

En una entrada reciente de su blog Enrique García-Máiquez se alegraba evangélicamente de esas nada anecdóticas zancadillas profesionales que se sufren cada vez más habitualmente, más silenciosamente, por profesar el Nombre que tantos quieren doblegar. Traigo a estas líneas su reflexión porque El lejano, visitante amigo de este monasterio, escribía allí un comentario que me ha dejado adolorido. “A mí la apuesta de Pascal me ha parecido siempre indecente”.

En efecto, reducido a su versión combinatoria, más que indecente resulta un planteamiento repulsivo. Entre creer y no creer en Dios, Pascal habría animado a escoger la primera opción porque, ludópata, de acertar se gana todo y de errar no se pierde nada. Mientras si no se cree, o no se gana nada o se pierde todo.

Así que me he sentido obligado a releer la “apuesta” de Pascal, que él titulaba más bien “Infinito nada” y he vuelto a quedar maravillado, que no necesariamente convencido. Su argumentación matemática me sigue pareciendo de una extraordinaria belleza plástica, elaborada por un corazón profundamente creyente.

Reconozco que aprendí a amar el pensamiento de Pascal, en apariencia tan gélido, en dos libros: El hombre y lo absoluto (1956), de Lucien Goldmann, que citaba la semana pasada, y la pequeña joya escondida La noche de Getsemaní (1923) de Léon Chestov. Debo confesar que entre el materialista y dialéctico Goldmann y el existencialista Chestov me siento más próximo al segundo. El historiador francés ve en la discusión de Pascal sobre la incognoscibilidad de Dios un anticipo del imperativo categórico de Kant. Con el ruso advierto en el pensamiento del autor de Pensées el hilo secreto con que se teje el salto de la fe de Kierkegaard. La «apuesta» sería el ejercicio de la libertad más allá de toda necesidad; es la repetición que escoge darse absolutamente ante la desesperación.

De Goldmann, por las objeciones que me suscita, me atrae su intuición profunda del sentido último que hace de la apuesta pascaliana. Mediante un análisis textual detallado, la presenta como una réplica aguda a la demanda del jansenismo de negar el mundo y retirase a la soledad. Pascal presentaría la apuesta no como una prueba sino como la consecuencia de la negación paradójica y mundana del mundo que se sostiene sobre la base del Deus absconditus. A fin de cuentas, Dios no sólo ocultaría su voluntad sino su existencia, de manera que ésta deviene una esperanza -es decir, una certidumbre incierta- para el hombre caído que, antes que retirarse del mundo, “es en el mundo o al menos ante el mundo, donde debe expresar su rechazo de todo valor relativo y su búsqueda de valores auténticos y de lo trascendente”.

Ante el argumento de la «apuesta» es evidente que late una reprobación del argumento ontológico de san Anselmo de Canterbury. El benedictino dialogaba con el insensato que dice en su corazón: “Deus non est”. Pascal, tan anticartesiano, no ve la manera de conciliar la razón y la fe, lo cual se manifiesta necesario pues “la falta de pruebas es lo que los hace [a los cristianos] no carecer de sentido”. La necedad es sabiduría de Dios, reinterpretada en una tradición que es transgresión al mismo tiempo de otra tradición: la de una teología negativa.

El argumento pascaliano no hace apologética ante el libertino, sino que reconoce la impotencia racional y el absurdo moral de la cuestión de la existencia o no de Dios, precisamente porque en ella el conocimiento de Dios y la miseria del conocimiento entablan una relación especular. Como un aparente Anaximandro del siglo XVII, Pascal admite el caos infinito que nos separa de una respuesta que, paradójicamente, es obligada y que sitúa su (falta de) prueba en un diálogo desdoblado consigo mismo, casi versicular:

No acuséis, por lo tanto, de falsedad a quienes han hecho una elección, pues vosotros nada sabéis.
No, pero los reprobaré no por haber hecho esa elección, sino una elección; pues, aunque tanto el que eligió cara como el que eligió cruz incurren en una falta semejante, ambos caen en falta. Lo justo es no apostar en lo absoluto.
Sí, pero es necesario apostar. Esto no es voluntario, estáis embarcado. Por tanto, ¿por cuál os decidiréis?”.


Pascal podría ser el santo patrón de los agnósticos porque es un creyente que siente en la liberación de las pasiones el desvelamiento y la purificación de nuestros ojos en la oscuridad de Dios. En medio de la niebla, no afirma que avanzar a tientas hacia Dios sea simplemente una apuesta por su existencia a fin de tranquilizar la propia conciencia de modo que, como un avaro, pueda asegurarse una recompensa. Apostar no es una opción sino un compromiso que reta toda razón y que, sin embargo, garantiza su ejercicio más pleno.

La verdad y el bien se encuentran ante un juego que sólo pueden ganar el conocimiento y la felicidad si la naturaleza humana se arriesga a afrontar el destino del error y de la miseria. Anselmo de Canterbury se había maravillado en el siglo XI de la continuidad entre ser y pensar como una huella escatológica del Paraíso. Pascal, insomne, cauteriza la herida de su Caída. La cadencia de esta búsqueda deslumbrada es también poética:

Conocemos, pues, la naturaleza y la existencia de lo finito porque somos finitos y extensos como él.
Conocemos la existencia del infinito e ignoramos su naturaleza, porque él tiene extensión como nosotros, pero no límites como nosotros.
Pero no conocemos ni la existencia ni la naturaleza de Dios porque Él no tiene extensión ni límites.
Pero por la fe conocemos su existencia y por la gloria conoceremos su naturaleza.
Ahora bien, he demostrado perfectamente que uno puede conocer la existencia de algo sin conocer su naturaleza. Hablemos ahora según las luces naturales...”. 
(Pascal, Pensamientos)


Al final, nos queda sólo el corazón puro que se asoma incandescente a la lectura de unas escrituras que van tejiendo su tradición.

2 comentarios:

  1. No estoy de acuerdo con Pascal, pienso que aunque no seas creyente también te salvas, o te puedes salvar, o ir al Cielo o como o quieras llamar. Pienso que, de existir, Dios es ajeno a nuestros pensamientos, en ese sentido.

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  2. Es decir, no podemos saber ni decidir lo que hay tras la muerte y, aunque pudiesemos decidir, no tenemos conocimientos ni criterios como para poder elegir bien. Todo son hipótesis y dentro de estas las hay muy variadas, incluso hay personas que, sin conocimiento de causa, prefieren que no haya nada más.

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