In Ictu Oculi, Juan Valdés Leal (1670-1672) |
A mi heterónimo le angustia la ceguera ante una sociedad que ha decidido limpiar, indoloramente, los hierbajos de sus antiguas raíces cristianas. Le parece ver reducida a la indigencia de unos sentimientos limosneros el testimonio de una fe que, al crearlo, organizó el espacio físico -a través de los monasterios- y moral -mediante la predicación mendicante- del universo social que fue Europa. Frente a esta disolución, redacta su trilogía güelfa que adopta el aire de un testamento en forma de tríptico. En sus páginas encomienda sus convicciones culturales, sus certezas teológicas y, en el futuro, su memoria poética a lectores nómadas, en tránsito. Por los caminos del exilio mantenemos la palabra única, y todavía oculta, por brújula.
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No digo nada nuevo si afirmo que la fe cristiana se ha
comunicado a través de unas categorías culturales que no ha tomado simplemente
de un depósito histórico y social concreto, sino que ha contribuido poderosamente
a forjarlas. No se ha limitado a hacerlas suyas, porque, previamente, fueron
suyas. De hecho, le sirvieron para autodefinirse en la encrucijada que ha
marcado el itinerario histórico de Occidente, entre Jerusalén y Atenas. Hoy en
día estas categorías y sus conceptos claves (persona, comunidad-asamblea, escatología)
no es que estén en crisis o que no se hayan logrado adaptar a los tiempos sino
que han sido desde los inicios de la modernidad primero transformadas, luego
deconstruidas y ahora sometidas a un creciente proceso de ininteligibilidad.
Si en los siglos XIII y XIV, en la Península Itálica, ser
güelfo significaba apoyar el poder no sólo espiritual sino también temporal del
Papa frente a las pretensiones del Emperador, ser güelfo hoy en una Europa
sometida también a profundas transformaciones económicas y políticas equivale a
resistir las pretensiones imperiales sobre el espíritu humano. Procurar mantener
el reto de las Humanidades es un intento, desesperado y digno, de resistir el
espejismo de que, si ellas mismas aceptan disolverse en el entramado comercial
de un capitalismo consumista y disciplinario, lograrán permearlo y hasta fermentarlo.
No se trata de encerrarse en las cómodas certezas de un
mundo que ya ha desaparecido pero tampoco aceptar la ilusión de que si nuestros
monólogos son todavía recibidos no estamos perdidos del todo. La llamada misionera exige una radicalidad nueva.
No se trata de estudiar cómo ofrecemos
y situamos nuestros productos en el supermercado global del bienestar material
y espiritual, sino de repensar proféticamente
–esto es, avanzándose a sanar por la palabra que incomoda− las heridas que
nuestro mundo experimenta.
En continuidad natural con XXI Güelfos, que estaba
presidido por dos figuras medievales: San Bernardo de Claraval y Dante, Teología güelfa se encomienda a dos
figuras modernas: el Cardenal Newman y Léon Bloy. Si como digo en el prólogo, Teología güelfa no es un tratado
teológico sino un conjunto de notas estéticas a convicciones morales y
religiosas, el ejemplo de esos dos autores manifiestan la incómoda posición de
un «güelfo» moderno, que no es un dogmático inmovilista sino un «homo viator»
que espera apresurar un nuevo cielo y una nueva tierra. A fin de evitar el
riesgo de un cisma como el de Aviñón en los siglos XIV-XV, un güelfo debe
abstenerse de la tentación de subordinar el poder espiritual al temporal.
Frente a toda legalidad que mata, su espíritu debe recobrar la distancia
mística.
Si en XXI Güelfos,
con su movimiento descendente, resaltaba más el motivo de la Caída, en Teología güelfa he procurado más seguir el hilo que remite no a sus
consecuencias sino que remonta hacia su cancelación: la pobreza, la liturgia y
la muerte. Sí, la hermana muerte de Francisco no es un fin ni un mero tránsito
sino una manifestación de la gloria o de la condena. A través de la cultura
intentamos restaurar el icono original de la creación, el Paraíso, cuya expresión más radical es la celebración que la
liturgia se encarga de actualizar como una escala de Jacob por donde subimos al
cielo y bajamos a la tierra.
El cristiano vive en una tensión escatológica que, por medio
de la literatura, la música y la pintura, ha explorado sin descanso. No la han
adornado sino que han indagado la seriedad y la responsabilidad de vivir en lo
abierto de una existencia que no se agota en la satisfacción insistente de cualquiera de sus
posibilidades.
Aunque de modo personal, mi heterónimo Cavalcanti ha querido
trazar un panorama personal de ese camino de descenso que la cultura y la fe
moderna han recorrido, interpolada e intercalada por voces como las de Henri de Lubac y Louis Bouyer o las de Maurice Blanchot y Michel de Certeau. He querido destacar,
anglófilo, que en ese camino la experiencia desde Thomas More al beato Newman
propone un nuevo ángulo de visión muy actual. En el fondo tal vez pocas cosas
son decisivas en la vida -la fe, la familia, el trabajo cotidiano- mientras que algunas otras contribuyen a hacerlas más dignas de sí misma: un motete de
Cristóbal de Morales, la mirada de Velázquez o la palabra viva de Joan Maragall.
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Mi hermano literario ha leído las líneas de este díptico en un acto en principio encubierto de presentación del libro Teología güelfa. Las razones eran matizadas y excusables. Sin embargo, el saber y la amistad de Mn. Jaume González Padrós, director del Instituto Superior de Liturgia de Barcelona, que quiso acompañar y glosar la música de unas palabras compartidas, lo convirtió en una celebración pública, con unas palabras emocionantes sobre la tarea del artista dispuesto, como bautizado, a ejercer la triple función de sacerdote, profeta y rey. Aunque yo -¿yo?- no dejo de repartirme en multitud de personas, como si mi identidad fuera, polifónica, un motete que se desdobla proteicamente, ante un público generoso sólo sé desbordar agradecimiento.
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Mi hermano literario ha leído las líneas de este díptico en un acto en principio encubierto de presentación del libro Teología güelfa. Las razones eran matizadas y excusables. Sin embargo, el saber y la amistad de Mn. Jaume González Padrós, director del Instituto Superior de Liturgia de Barcelona, que quiso acompañar y glosar la música de unas palabras compartidas, lo convirtió en una celebración pública, con unas palabras emocionantes sobre la tarea del artista dispuesto, como bautizado, a ejercer la triple función de sacerdote, profeta y rey. Aunque yo -¿yo?- no dejo de repartirme en multitud de personas, como si mi identidad fuera, polifónica, un motete que se desdobla proteicamente, ante un público generoso sólo sé desbordar agradecimiento.
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