martes, 20 de octubre de 2015

Libertad religiosa.



La Liberté guidant le peuple,
Eugène Delacroix (1830)

Mi padre consideraba que un buen médico debía desarrollar al máximo su “ojo clínico”. En una época con apenas máquinas y sin protocolos, sostenía que el diagnóstico acertado exigía atención a los síntomas y disposición a escuchar los más mínimos matices de las explicaciones del paciente. Aunque creyente a piñón fijo, era por ello muy escéptico sobre las manifestaciones externas de ascetismo. Resultaba pavoroso, casi quiromántico, que el tiempo confirmase con precisión sus “diagnósticos”.

En años ingratos de servicio laico a la Iglesia sus lecciones vitales me han servido para no perder la esperanza en su santidad. Hasta por razones exclusivamente naturales, maravilla la sagacidad de Nuestro Señor reclamando a sus discípulos que practicasen la oración, el ayuno y la limosna en el secreto de su corazón.

Si no, es perfectamente consecuente que nos tengamos que desayunar día sí y día no con un nuevo escándalo de esa cueva de Alí Babá y los cuarenta sodomitas en que parece haberse convertido Roma.

En mi infancia postconciliar recuerdo el goteo constante de deserciones de la comunidad religiosa que regentaba mi cole. Procedentes de medios rurales, aquellos frailes estudiaban una carrera, pasaban unos años dando clases y entraban en crisis vocacional tras conocer a alguna compañera de trabajo. Inmediatamente, en la mejor tradición española del enchufismo caritativo, eran recolocados en algún otro colegio católico o se les recomendaba a algún otro puesto. La Iglesia formaba parte del paisaje social como montacargas de lujo.

A quienes peregrinamos pacientemente en Cataluña no se nos ha ahorrado la hez de la gira de Monsi. Charamsa con su novio y con su canesú (quiero decir, con su clergyman). Unos han aplaudido y otros han vituperado -aunque, sin reconocerlo, también avergonzados- la oportunidad o no de sus declaraciones y de sus fotos amarteladas. ¡Benditos míos! ¿Ningún superior suyo se había dado cuenta en más de veinte años que no había sido más que un oportunista, de cierta brillantez, más o menos cumplidor, como tantos otros que pululan por nuestros seminarios y presbiterios?

No pocos de nuestros obispos deberían tener el coraje y la fortaleza de explicar a los fieles los criterios “reales” de selección de los seminaristas. Aunque suene brutal, hay seminarios en que las vocaciones son o de mártires o de vividores. Hasta hace cincuenta años no pocos buscaban progresar; ahora buscan no hundirse. En una Iglesia sana se intentaría hoy encauzar su fidelidad al bautismo sin obligar a las comunidades parroquiales a los ejercicios histéricos y distorsionadores de tener que padecer y acompañar personas que a duras penas se las ha ayudado a gobernarse a sí mismas.

Esta situación global de cinismo desvergonzado, que afecta también a la Iglesia, puede conducirla a una aceleración de su dilución actual. No es ni por cuestiones doctrinales, sino por evidencia empírica que tanto el fin del celibato y el sacerdocio femenino podrían acabar imponiéndose a pesar de un entonces inevitable cisma. Evaporada la operatividad del dogma hasta en ciertas mentalidades eclesiásticas predominantes, que no tienen muy claro que la plenitud del Reino jamás se dará sino en una tierra y en un cielo nuevos, las prácticas ya toleradas (por omisión) acabarían cobrando carta de naturaleza (nunca peor dicho). Una Iglesia convertida en multinacional líder en productos de bienestar espiritual debería de asumirlas por razones estratégicas. 

Se habla mucho de una práctica pastoral adaptada a los retos familiares de nuestra época. ¿Qué se blande? ¿La doctrina de Cristo? No, sino el derecho canónico. Parece que se esperase, perversa e insensatamente, que, resueltas las situaciones múltiples, la gente agradecida regresase a cotizar númerica y económicamente en las iglesias. Tengan, pues, nuestros obispos la valentía de declarar que, previamente, han adaptado a sus conveniencias pastorales la doctrina social de la Iglesia. 

Quisiera equivocarme, pero, cuando veo a cardenales viajar tanto, acudir a tantos lugares, presentarse tanto en sociedad, me asalta la duda de si el compromiso económico de los fieles no está liberando recursos que, con la excusa del apostolado, permiten a muchos llevar un ritmo de vida y una realización profesional que en la vida civil no podrían lograr. En una sociedad igualitarista, una parte del futuro clero puede estar fantaseando que por qué ellos no podrán permitirse una vida apostólica resuelta de acuerdo con sus necesidades afectivas.

Por ello, quizás un primer paso sea que la Iglesia recupere su independencia, aun a costa de la ruptura con inercias históricas. Asediada en apariencia por los Estados, que no son sino terminales de poder que venden todavía cara su colaboración, resulta cada vez más evidente que un proyecto ideológico multipolar quiere, más que arrinconarla o destruirla, ponerla de rodillas a su servicio.

Amenazada constantemente en España por la denuncia de los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede, nuestros pastores deberían tener el valor no de renunciar a sus derechos sino de organizar y de articular alternativas a una dependencia en la que parecen negarse a aceptar que su posición es cada vez más débil, porque el pueblo español en sus nuevas generaciones está olvidando ya incluso los sentimientos culturales católicos. Como en el famoso cuadro de Delacroix, la Libertad ha dejado tras de sí, en medio del humo, las torres de Nôtre Dame de París.

Debería tenerse más en cuenta que, si la libertad religiosa fue concebida como el derecho de todo ciudadano a poder profesar “públicamente” su credo sin temor a ser perseguido ni discriminado, hoy en día esta libertad ha empezado a regularse como el derecho de los que no tienen religión a que nadie moleste “públicamente” sus creencias ni les impida el ejercicio real de los puntos de su programa, bajo la amenaza de desarrollo de legislaciones penales contra las ideas religiosas que se les opongan. Si con la confianza de atemperarlo la Iglesia pactase su colaboración con este paganismo ateo, donde la exaltación de las fuerzas cósmicas se erige sobre un túmulo de ceniza y sangre, se ofrecería, feliz e inconsciente, a sí misma como víctima de un salvaje ritual de autocancelación de la propia humanidad. A la vista de sus escándalos y de sus contradicciones, da la impresión de que hubiese empezado a apiñar ella misma la leña.

Por consiguiente, decir que la Iglesia está en medio del mundo equivale a decir que la Iglesia está en medio de los combates. […] Tiene que empezar por arrancarnos de esa falsa paz que era la que tenía el mundo antes de Cristo y en la que siempre queremos instalarnos de nuevos. […] Antes de que llegue a ser la Jerusalén gloriosa que celebra el Señor en la paz conseguida definitivamente, debe pasar por la condición de Job, cuyo nombre significa lucha y trabajo. Antes de ser coronada en las alturas, tiene que chocar con los poderes de este mundo, y cualesquiera que sean las ilusiones que periódicamente renacen en algunos de sus hijos, nunca conseguirá aquí abajo el triunfo y la gloria […]. Ella continúa su marcha envuelta en sufrimientos y oprobios, y ni la prosperidad –siempre precaria− la engríe, ni la adversidad la abate. Ella se precave contra la vanagloria humillándose, y reacciona contra la desgracia por la esperanza. Pero ella no pacta con el enemigo. No puede ser infiel a Aquél que ha dicho: «No he venido a traer la paz sino la espada» −la espada de la predicación cristiana, esta «palabra eficaz y tajante más que una espada de dos filos»−"
(Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia)


¡Dichosos los que trabajan por la paz y son perseguidos por causa de la justicia!


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