martes, 12 de mayo de 2015

Escritura, política, Tradición en Henri de Lubac.



Pentecostés,
Giotto (1304-1306)

Últimamente no ceso de releer el capítulo “La Iglesia en medio del mundo” de Meditaciones sobre la Iglesia (1953), escritas por el jesuita francés Henri de Lubac (1896-1991). Algunas frases del último párrafo, extraordinario y aterrador, se me han convertido casi en breves jaculatorias: “La Iglesia asiste a la perpetua derrota del bien… Aunque nunca se desanima, no por eso se entrega a la utopía…”.


Los análisis que se dedican en ese libro a la doble fidelidad del cristiano así como a los fundamentos teológicos de las relaciones históricas entre la Iglesia y el Estado siguen conservando un vigor insospechado. Lubac resume con precisión las razones por las que los poderes temporales no dejarán nunca de considerar una provocación y hasta una agresión la resistencia de la Iglesia a dejarse absorber por el Estado, sin que por esto aquella deje de promover e implorar la unidad de toda la raza humana bajo el Reinado de Cristo.

¿No cabe asentir a las palabras de Lubac cuando constata lúcidamente que “por el solo hecho de su presencia, la Iglesia pone en el mundo una inquietud incurable”? A riesgo de exagerar, ¿no podría llegar a sostenerse que la espada y el fuego que Cristo dijo haber traído al mundo, distinguiendo entre los planos de Dios y del César, habrían arraigado definitivamente en la conciencia de Occidente, a la manera de Carl Schmitt, el concepto de lo político en términos de la relación amigo-enemigo y de la guerra como su posibilidad definitiva?

¿No es acaso cierto que nada más lejos del mensaje cristiano que una neutralidad que el mismo laicismo sabe utilizar como espléndida arma de combate? ¿No es el mensaje evangélico la paradójica refutación del ideal kantiano de una paz perpetua y universal? ¿No es la Iglesia, fundada sobre piedra de escándalo, el enemigo público que hay que domesticar para que se rinda a la inacabable relación polémica que hace posible la propia política?

Leyendo a Lubac, cabe preguntarse por último de dónde brota la razón de su esperanza. Él sostiene que la fidelidad a su misión puede hacer a la Iglesia más amada y más escuchada, pero a la vez la hace, como a su Señor, más despreciada y perseguida. Hasta el orden social cristiano, tan precario y tan derrotado, está amenazado en su interior y en el interior de sus miembros por el misterio de la iniquidad. Las idolatrías y los combates renacen sin cesar, incluso en el seno de la Iglesia, mientras subsista el tiempo.

He aquí una clave decisiva de la escritura de Henri de Lubac. Su pensamiento, y su fe, son radicalmente escatológicos. En Meditaciones sobre la Iglesia se insiste que la Resurrección ha inaugurado la nueva creación, aunque ésta se inserte en la antigua. El hombre, que pertenece todavía a la ciudad terrena, ha sido introducido en la ciudad nueva donde desenvuelve una existencia renovada: “En la Iglesia es donde Dios recrea y reforma el género humano”.

La perspectiva escatológica de Lubac no se reduce a una lectura inmanente de la trascendencia. En la dialéctica que teje entre una y otra, el cristianismo provoca un corte tal que, recapitulando toda la historia humana, marca en ella una discontinuidad radical, ontológica, que encuentro delicadamente apuntada en el capítulo “La inteligencia espiritual”. Habiendo sido la conclusión de Histoire et Esprit (1950), fue retomado para encabezar un volumen posterior publicado en 1966, nada más acabar el Concilio Vaticano II,  con el significativo título de La Escritura en la Tradición (Madrid, 2014).

Entre ideas deslumbrantes y sencillas destaco solamente dos. Al tratar de bosquejar el núcleo del método alegórico, Lubac viene a decirnos que el sentido espiritual no viene a superponerse sobre el sentido literal. En realidad, sólo puede captarse la literalidad de las Escrituras en su espíritu. Es así como a su juicio enlazan el Antiguo y el Nuevo Testamento: “La ley antigua llega a ser ley espiritual”.

Entre ambas no se produce una simple evolución a la manera de una filosofía de la historia, en que lo prefigurado llega lógicamente a su fin. Conjurando la tentación milenarista en cualquiera de sus manifestaciones, el cristocentrismo de De Lubac, exigente y exclusivo, resalta la novedad absoluta, la transfiguración, de la Revelación bíblica: “Todas las Escrituras antiguas «conducen al misterio de la Cruz», pero son a su vez desveladas por él, únicamente por él. Es la única clave que permite penetrar su sentido […]. El Antiguo Testamento es citado, releído, reinterpretado de una manera definitiva en el espíritu del Nuevo. No es que no haya también, de uno y otro lado, una continuidad. Pero ella está en Dios, no en el hombre”. Sólo en Cristo toda la economía de la salvación, dogmática e históricamente, alcanza con su cumplimiento toda su realidad.

Lubac subraya además que los métodos patrísticos de la exégesis espiritual entran en crisis a partir del proceso de interiorización que fomenta el monasticismo medieval. Oscurecida la perspectiva social y escatológica de las Escrituras, que se refugia precariamente en la liturgia, y potenciados el refinamiento y la gratuidad literarias de sus comentaristas, el pragmatismo materialista moderno ha podido descalificar con éxito los sentidos espirituales aplicados a las Escrituras. Pero, como contrapartida, Lubac advierte que el antisimbolismo de nuestra época conspira para imponer una visión exclusivamente terrena de las Escrituras. ¿Quiénes podrán salvarla?

“Pero se acerca quizás la hora en que este diagnóstico quede compensado por una opinión menos pesimista. La Biblia será de nuevo gustada y comprendida porque, sobre el fundamento de una ciencia probada, volverá a extenderse una exégesis bíblica sanamente espiritual. Hay que estar agradecidos a aquellos que han sido sus precursores: ayer un Léon Bloy, un Péguy, hoy sobre todo un Claudel. No tendríamos razón en menospreciar su mensaje por el hecho de tratarse de poetas, o porque quizás desconocen a veces demasiado la historia, o incluso porque han sido injustos con la crítica. No han dejado de dar un impulso saludable. Han ayudado a enlazar con la tradición más auténtica. No resultaba lógico esperar que hablaran como especialistas de la exégesis, como tampoco de la teología o de la espiritualidad. Pero, con independencia de sus debilidades o excesos, esta clase de testimonios recuerda oportunamente a los especialistas que nunca será la Biblia su bien propio como lo podrían ser tantos otros documentos antiguos…” (H. de Lubac, La Escritura en la Tradición).

Asisto a la perpetua derrota del bien… Aunque no me desanimo, no soy utópico… Escatológico, Lubac me conforta citando a san Bernardo: “Son palabras del Señor: no está permitido dejar de tener fe. Crean los que no experimentan, para que con el mérito de la fe alguna vez alcancen el fruto de la experiencia”. Fe, experiencia de la letra desnuda.


2 comentarios:

  1. Buscando unos datos sobre Henri de Lubac me he encontrado tu blog, me ha encantado! He visto algunos artículos muy interesantes y muchos autores en común... Trabajo en la Fundación Maior y creo que muchas de las cosas que proponemos (sobre todo textos) podrían gustarte. Si un día te apetece echar un vistazo y conocernos, quedo a tu disposición.
    Enhorabuena por esta labor!

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    1. ¡Muchas gracias por tus ánimos! El libro aquí reseñado de H. de Lubac, ¿ha sido publicado por vosotros en colaboración con la BAC? Es estupendo. Os tengo presentes.

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