martes, 17 de marzo de 2015

Frozen Propp.




Como en tantas niñas de su edad, mi petitona ha sucumbido a la pasión por Frozen (2013). Hasta ha encontrado el cd con las canciones de la película en la biblioteca municipal y hemos pasado una temporada al borde del agotamiento auditivo con el tema de “Suéltalo”. Entre ella y yo ya es prácticamente un mot-de-clef hablar de los lobos que persiguen a Ana y a Kristof, mientras aullamos a la una con los ojos desorbitados “auuuuuuu”. Su hermana, la pubilla, participa todavía de esa fantasía, en el lindero de la adolescencia. Quisiera creer que les admira la capacidad de sacrificio fraterno mediante “el acto de amor verdadero”.

Ciertamente la animación de la productora Walt Disney nada tiene que ver con el cuento La reina de las nieves (1845) de Hans Christian Andersen. La película se limita a rescatar, dándoles completamente la vuelta, unos pocos motivos, desprovistos de toda la carga cristiana del cuento original. En medio de canciones de «princesitas», desarrolla un relato que se ajusta como un guante al modelo estructural de Vladimir Propp sobre los cuentos maravillosos rusos.

A veces he dicho que su Morfología del cuento (1928) es a la semiótica lo que los hermanos Grimm a los relatos maravillosos. Podrá ser un libro con indudables limitaciones, aunque mucho más ligero y divertido que las operaciones esqueléticas de A. J. Greimas o de T. Todorov. Releerlo me ha rejuvenecido más de veinte años y me ha hecho recordar las pocas y admiradas páginas que Lubomir Doležel le dedicó en sus Poéticas occidentales (1990). El teórico checo me deslumbraba con su melancólica defensa del modelo orgánico reelaborado por Propp: “En una interpretación proppiana, una historia particular se transcribe en términos de una historia universal. […]. Lejos de reducir las estructuras estéticas a aserciones ideológicas, Propp advirtió la génesis de lo estético en la metamorfosis de las invariantes universales en particularidades variables”.

Frozen testimonia, en efecto, que “la obra de Propp, canto del cisne del modelo orgánico, vive mucho después de la desaparición de su fuente”. Más que una vuelta de tuerca posmoderna, la claridad de su argumento se debe al uso nítido, sin prejuicios, de las treinta y una funciones que definen la acción de un personaje desde el punto de vista de la intriga, como las definió Propp con precisión antropológica. La particularidad en apariencia más notable, que explica también la resolución, es la condición femenina del héroe, pero, en el fondo, lo más destacado es el juego ambivalente de las dobles funciones que se atribuyen a los personajes principales.

La muerte de los padres es una forma reforzada del alejamiento de las dos hermanas, a causa del poder de Elsa de congelar su entorno. La prohibición es doble: Elsa debe permanecer recluida y controlar su miedo para no dañar a su hermana y a su pueblo de Arundel. Su coronación como reina obliga a una doble transgresión: Elsa sale de su reclusión celebrando una gran fiesta. En principio, el Duque de Walsingham adopta el papel de agresor: interroga y recibe información sobre su víctima. A la vez, Ana introduce, paradójicamente, a otro agresor, el príncipe Hans, que, con la irrupción de Kristof, parecen los pretendientes de alta y baja cuna. Es Hans quien engaña a su víctima para apoderarse de sus bienes con su complicidad, a pesar de ella misma, como sabrá el espectador sólo a posteriori. La fechoría que parece convertir en agresor a Elsa, extendiendo el invierno por todo el reino, es el resultado de la inconsciencia de su hermana Ana queriéndose casar con un desconocido. Es Elsa la que sufre el perjuicio habiendo de huir, aunque es su hermana la que se convierte en la heroína que recibe la orden de salir en busca de la reina para restablecer el orden roto. Decide actuar y sale de palacio. Sometida a pruebas, obtiene la ayuda del donante Kristoff a quien proporciona medios para el viaje. El objeto mágico que les conducirá hasta la reina será el muñeco de nieve vivo, Olaf. El combate −musical− entre las dos hermanas acaba con Ana marcada con el frío en su corazón. El nuevo aparente héroe, Hans, vence al agresor, pero el daño inicial –el invierno perpetuo− no es reparado. Ana, que sigue siendo heroína, regresa, pero Hans hace valer sus pretensiones mentirosas. Abandonada a su suerte, es socorrida, pero debe cumplir, en medio de una tempestad, una tarea imposible: el acto de amor verdadero, que consiste en el sacrificio del héroe que desenmascara al falso héroe mientras se transfigura en una estatua de hielo, es reconocido por las lágrimas de Elsa. Castigado el falso héroe, Elsa recupera su reino reparando el daño que ha resultado de su falta de confianza en sí misma y del alejamiento de su hermana. Queda en el aire que Ana se case, pues el donante Kristoff no puede cumplir las expectativas de esa función.

“Margarita rezó un padrenuestro, y el frío era tan intenso, que podía ver su respiración, que le salía de la boca en forma de vapor. Y el vapor se hacía cada vez más denso, hasta adoptar la figura de angelitos radiantes, que iban creciendo a medida que se acercaban a la tierra; todos llevaban casco en la cabeza, y lanza y escudo en las manos. Su número crecía constantemente, y cuando Margarita hubo terminado su padrenuestro, la rodeaba todo un ejército. Con sus lanzas picaban los horribles copos, haciéndolos estallar en cien pedazos, y Margarita avanzaba segura y contenta. Los ángeles le acariciaban las manos y los pies, con lo que ella sentía menos el frío, y se dirigió rápidamente al palacio de la Reina de las Nieves” (H. C. Andersen, La reina de las nieves).

Hijas mías, vaya tour de force. Pero “lo he soltado”.

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